¡Vaya! Según el mapa y calendario
(y por el vejestorio que aquí asienta),
parece que ya estoy en Valnoventa:
parada y fonda al túnel Centenario.
Allí entran pocos, y esos en precario;
y como el sol ni luce ni calienta,
los más excusan abultar la cuenta
por la puerta excusada del osario.
Década ratonera, red, garlito
de exclusiva admisión y éxodo raro,
¿a dónde, si aquí hay poco, y nada afuera?
Lo que no tuve ayer, tengo por claro,
no es para mí, ni acá, ni allende el hito
donde Godot no está, ni se le espera.
[O bien, para personas de más fe y esperanza: donde sólo Godot, si acaso, espera.]
Cumplir años: lo que de críos tanto nos importaba –por lo de hacernos mayores, y por los regalos–, pronto se hizo rutina. Rutina sólo rota por ciertas inflexiones en la curva biológica, acreditadas por la filosofía popular: “de los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga”, y consejos por el estilo.
Jalonar la vida humana por décadas tiene su sentido. Lo tiene incluso literario, desde que Yahveh, para después del Diluvio, puso límite a esa vida en los 120 años (Génesis, 6: 3). Aunque luego se le olvidó. Los patriarcas posdiluvianos, hijos de Sem, no tan longevos como los de antes del Diluvio, todavía vivieron todos entre los 500 y 200 años (Génesis, 10: 10-12). Teraj, el padre de Abraham, superó en 5 años los dos siglos (ibíd., v. 32), y su hijo, el ‘padre de los creyentes’, murió «en buena ancianidad, viejo y lleno de días», a sus 175 años (Gén., 25: 7), tras enviudar de la vieja y poco fecunda Sara, para casarse de nuevo con Quetura, en la que tuvo hasta seis hijos varones.
En esta breve vida humana hay una década especial: la que completa el centenario, en la que entran relativamente pocos, y de la que muy contados salen vivos, no digamos en condiciones aceptables. Cuando uno entra en ella, es disculpable que el pobre diablo se meta a filósofo.
Pero filosofar, ¿sobre qué? ¿Sobre la vida misma? Eso está archifilosofado: Nuestras vidas son los ríos, / que van a dar a la mar, / que es el morir. Punto final. ¿Sobre el sentido de la vida? Pues lo dicho: corrientes pequeñas que pierden su identidad en el Océano inmenso.
La vida es para vivida con naturalidad, con curiosidad, con respeto a sí y al prójimo, mientras sea vida que valga la pena, y cuando no, dejarla. Para lo que no veo la vida es para convertirla en ‘existencia’ metafísica, a modo de rompecabezas insoluble. No me van los aspavientos filosóficos de mi paisano Miguel de Unamuno, con su sentimiento trágico de la vida, como desesperado por no ser inmortal. Histrionismos, los menos, Don Miguel, en filosofía. Sentimiento trágico. ¿Por qué no cómico? Más divertido.
Volviendo a las décadas vitales. La más importante, la primera, en que se forma y desarrolla la personalidad mediante una lógica que opera sobre todo con mitos. Incluidos los automitos, por supuesto. No es un pensamiento absurdo; al contrario, tiene sus reglas y tablas de verdad, herramienta eficaz para un objetivo sano: crearse un espacio de seguridad en un mundo ambiente desconocido, lleno de sorpresas y sustos. Tan eficaz ese pensamiento primario, que muchos individuos, grupos y sociedades han vivido y viven de las rentas de esa primera década mítica, que es la de la primera educación.
De aquella etapa recuerdo tantas cosas ... Mi relación con los grandes mitos. Mitos externos, como Dios, el Diablo, los Reyes Magos o los espíritus. También automitos: la convicción muy temprana de que mi vida sería larga. ‘Vida larga’ eran entonces unos 60-70 años. Pero es que llegué a creerme que en ese tiempo sería el fin del mundo, y con cierta frecuencia soñaba el mismo sueño de asistir al Juicio Final: un anfiteatro donde los curiosos entrábamos y salíamos arriba, en las gradas del gallinero, a escuchar las sentencias de vidas ajenas.
En la II Carta a los Corintios hay un texto notable que dice así (13: 11):
«Cuando fui niño, hablaba como niño, pensaba como niño, discurría como niño. Cuando me hice hombre, me dejé de niñerías.»
Notable digo, porque tiene todos los visos de ser un interpolado apócrifo [1]. Pablo no puede ir contra el Cristo, que pone como condición «volverse niño para entrar en el Reino de Dios» (Mateo, 18: 3).
Pues bien, en ese dilema estoy con el pseudo Pablo. En mi segunda década de los 10-20 años, el pensamiento mítico dejó de funcionar. Y del buen Dios, lo único que tuve entonces contra Él fue que dejara de existir para mí: «Elí, Eli, lama sabactaní?» (Mateo, 27: 46) Sentirse huérfano de padre, como cualquier otro ser del universo –como las presas devoradas cada día sin compasión por sus depredadores, o como los huéspedes por sus parásitos–, fue duro, aunque no traumático. Era como entrar en razón, sin dejar del todo los mitos.
Que Dios es mito, lo repitió hasta la saciedad Aristóteles. Y los monjes cristianos medievales copia que te copia al Filósofo, sin entender nada. ¿Existe Dios? A falta de evidencia, algunos trataron de demostrarlo. La Suma Teológica de santo Tomás de Aquino –o de quien sea el mamotreto [2]– es hoy una referencia obsoleta, donde Dios existe porque así le llamamos, para explicar lo que ni siquiera entendemos: Et hunc dicimus deum. Nominalismo puro y duro, flatus vocis. Y por cinco vías, nada menos. Cosas del filosofar. San Anselmo, aquel filósofo niño, se saltó el silogismo por la vía más corta: Dios existe, porque no tiene más remedio que existir. Porque sin Él, lo absoluto y lo perfecto faltaría. Tiene que existir, porque sin el mito de Dios, el mundo sería ateo.
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1. Cfr. Senén Vidal, Las Cartas originales de Pablo. Trotta, 1996, págs. 208-209.
1. Cfr. Senén Vidal, Las Cartas originales de Pablo. Trotta, 1996, págs. 208-209.
2. La ratio dubitandi es el esfuerzo que hizo su cofrade dominico Natal Alejandro, tratando de probar en su Historia Eclesiástica, contra no sé quién, que el autor de la Suma fue Santo Tomás.