jueves, 20 de abril de 2017

De patria y bandera



El domingo de Pascua de Resurección a mediodía estábamos entrando en Bilbao. Para el nacionalismo vasco, esa fiesta movible y principal del calendario cristiano es el día de la Patria vasca, el Aberri Eguna, aunque nada en el ambiente urbano lo daba a entender.
La celebración oficial del PNV, a modo de mitin y ágape de hermandad, se circunscribe al recinto de la Plaza Nueva, que no es precisamente La Concorde parisina. Es casi una fiesta a puerta cerrada y con invitación. Una patria vasca muy casera. Este año parecía talmente un homenaje del partido a sus ancianos. En la propia plaza, los balcones cerrados y desnudos no expresaban calor alguno por la toma y ocupación de ese recinto, tan popular en las mañanas de domingo, para una ceremonia privada.  
Cartel I Aberri-Eguna 1932
Esta involución de una festividad, por lo demás, rigurosamente apócrifa en su origen, invita a repensar los grandes mitos que hay bajo todo esto. Dirán que por qué. Buena pregunta. A quien no es nacionalista o patriota vasco, aunque haya nacido aquí y lleve tres o cuatro generaciones en el país, ¿qué puede importarle esa efeméride, que sólo le concierne por lo que le cuesta?
Respondo sin asomo de ironía: porque me deja atónito que, en la conmemoración más solemne del vasquismo, el gran ausente, el único de toda la gran familia no invitado a la fiesta de la Patria vasca, sea precisamente el padre fundador que la inventó.
Sensible que es uno. Da como lacha ajena, que un autor con 2.500 páginas publicadas en sus tres tomos de Obras completas, no sea objeto en esa fecha de una lectura pública de textos suyos escogidos. Mucho mejor que las prédicas de Andoni Ortuzar, presidente del PNV, o la monserga habitual en el lendacari Íñigo Urkullu, sin comparación.
El PNV es un partido político singular por muchos conceptos que todo el mundo le reconoce. Pero el más estupendo y menos comentado es su censura férrea sobre el propio fundador y primer ideólogo, y sobre sus escritos. Es verdad que son infumables casi todos ellos, impresentables hoy en día ante extraños; pero siquiera por piedad filial y gratitud a quien les agenció un excelente pasar y estatus social, los burukides (cabecillas o capitostes) del partido deberían ser más considerados con Sabino Arana, que tan ufano estaba de su producción intelectual. Han de ser otros los que por estas fechas se dediquen a desempolvarlos y  airearlos. Y claro está que, siendo éstos los adversarios españolistas, de entre los frutos de aquel cerebro siempre seleccionan lo más ruin, deleznable y grotesco.
Esa piedad y lástima puede también mover a quien nada le debe a Sabino a suplir en parte ese mutismo vergonzante de los suyos, que más que sabinianos parecen y recuerdan más a los rivales ‘euscalerríacos’ –los fueristas a ultranza del bilbaino Fidel Sagarmínaga (1830-1894)–, los que Arana llamaba con desprecio ‘fenicios’, por verlos  más atentos al interés económico del país y propio que a las verdaderas esencias vascas. Empezando por la patria.
Vasca o no vasca, patria como voz latina ha sido voz  compartida en castellano y en vascuence. Razón bastante para que el patriota Sabino Arana la repudiara, inventando en su lugar un término ‘auténtico’, aunque jamás oído, y tuviese que traducirlo e interpretarlo porque era incomprensible para todos, menos para él. Lo mismo le ocurrió con la palabra bandera, como símbolo de esa patria. Porque en el mundo hay muchas banderas, como hay muchas patrias, pero sólo una patria vasca con una sola bandera vasca.
De las cosas de Sabino, y también de su hermano Luis Arana, ya escribimos al alimón Fernando Navarro y yo el libro ‘El patriota insufrible’ (2014). Evitando repetirnos, aquí ofrezco unas cuántas ideas y reflexiones complementarias. Del quinteto identitario sabiniano –patria, bandera, himno, lengua propia, raza–, fijémonos sobre todo en los dos términos primeros, patria y bandera. Al hacerlo, procuraré ajustarme a su modo de decir, para representar hasta qué  punto el hombre sabía ponerse pelmazo.


Patria - Aberri
Fue en 1896 cuando los hermanos Arana (Sabino y Luis) echaron de menos un término vasco legítimo que tradujera ‘patria’. Para Sabino, en su dogmatismo obsesivo, patria era un extranjerismo intolerable, y para reemplazarlo discurrió el discutido aberri.
Aberri = aba + erri. Erri es tierra o país, y aba no es nada; pero Arana decidió que fuese contracción de asaba, abuelo o ancestro. En realidad, primero formó asaberri, tierra ancestral; pero lo desechó, bien por ridículo, o porque se prestaba a entender algo  compuesto de berri, nuevo, y eso sí que no. Asaba se quedó en aba, y listo; sin olvidar todos los derivados tan necesarios para la causa: aberri-zale, que dió abertzale (aficionado a la patria, patriotero o patriota). No confundir con aberezale, aficionado al ganado, o a las riquezas de este mundo, aunque ambos adjetivos concurran a menudo en las mismas personas (caso de los ‘fenicios’, sin ir más lejos).
En la metafísica popular vasca, que se expresa en refranes, «lo que tiene nombre existe», y viceversa. Según eso, teniendo nombre ya teníamos patria vasca, y aberri era su partida de nacimiento. El neologismo sabiniano tuvo éxito entre escritores nacionalistas del país vasco-español. Entre los recalcitrantes figuró el filólogo Azkue, que ni siquiera lo registra en su gran Diccionario, recogiendo en cambio como dudosamente legítimo asaberri.
Aquí hay que advertir que aquella manía sabiniana de inventar palabras a porrillo se les pegó a sus discípulos, de manera que hoy en día el Diccionario General Vasco de la Real Academia de la Lengua Vasca (Euskaltzaindia) es uno de los más ricos del orbe universo, si bien la mayoría de sus voces no se emplean, y muchas sólo se usaron una vez, con ocasión de ser inventadas. Este vicio tan contrario a la regla de Ockham –no multiplicar los entes sin necesidad– se cometió con aberri, por ejemplo añadiéndole el sinónimo abenderri (1930), que amén de superfluo tiene el defecto de que se puede entender como abendu erri: ‘el país de diciembre’, o incluso, ‘donde se ayuna en adviento’.
 Ahí quedó, pues, aberri = la tierra ancestral. El problema con este término es que no traduce correctamente ‘patria’, ni siquiera significa patria. Patria en castellano –dejando aparte la celestial– es (según la Real Academia Española):
1.  f. Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos.
2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido.
Viene del latín patria, que en principio es adjetivo femenino (patria terra, patria res etc.), derivado de pater, padre, sin el empaque genealógico y el tufo racial de aberri. (Este vocablo se adecua mejor a los adjetivos latinos patritus y, sobre todo, avitus, ancestral, aunque éstos se aplicaron a la hacienda y herencia, más que a la patria.)
¿Cuál es la patria del vasco? ¿Cuál es su nombre? La patria vasca, por supuesto, tenía nombre secular en vasco: Euscal erria. Pero a Sabino Arana ese nombre no le satisfizo, tal vez por tomarlo en sentido geográfico, territorial. Cierto que ese antiguo ‘Tierra de Vascos’ podía perfectamente entenderse como el ‘Pueblo Vasco’; pero Arana era un adamita compulsivo para re-nombrar las cosas como sus cosas –una forma de apropiación, como es bien sabido–. Además, Euscalerría era el témino que usaban los ‘fenicios’, vade retro...
El bueno de Sabino siempre se encontraba con un vascuence real demasiado pobre para expresar la grandeza de sus ideas. Afortunadamente era lengua maravillosa, dotada de virtud autogenerativa en manos de quien, como este demiurgo político, estaba en posesión de su alma. Esta vez el resultado fue Euzkadi.
Si la lengua de por sí generó el vocablo, o si más bien Sabino se lo sacó de la chistera, da igual para el caso. También Euzkadi, para designar al colectivo de los vascos, o pueblo vasco, ha sido objeto de crítica por su impropiedad. Arguyen que el sufijo -adi designa de suyo conjuntos arbóreos, siendo raro para los humanos; y lo que es peor, conjuntos desordenados, como en gizadi, gentío o tropel. Dejemos eso. El mayor reparo sería que el neologismo era totalmente superfluo, y así lo verá mucho después el filólogo Federico Krutwig cuando fundó la ETA.
Pero nuestro hombre era así de suyo, y como inventaba Euzkadi inventaba también euzka(d)itarra –como existía de antiguo bizcaitarra–; no ya como el simple nativo o vecino del país, sino como simpatizante del PNV o afiliado al partido. El doblete correspondiente fue euzkotarra (1897), con el mismo matiz añadido de ‘vasco nacionalista’.
ETA y su entorno político-social siempre han preferido Euskal Herria (en la ortografía actual), y han terminado imponiéndolo en la práctica.  En la TV vasca, las chicas del parte meteorológico, en sus meneos y mohínes para anunciar que una borrasca se nos avecina, o que el anticiclón nos visita, no dicen Euskadi, sino Euskal Herria, explicando con unción: «nuestro territorio».
¿Qué se hizo, pues, de Euskadi? Al final de la II República, fue el nombre de la autonomía vasca, y por último el de la citada y golpista República de Euzkadi, en la desbandada final. Tras el franquismo pasó a ser el nombre oficial de la nueva Comunidad Autónoma Vasca. Fue,  junto con la ikurriña, otra de las simplezas de la transición, y un gran regalo al nacionalismo y al PNV. Otra victoria póstuma de Sabino Arana en la democracia española recobrada. Una humillación para la ciudadanía no nacionalista o no vasca-vasca, y un objeto de desprecio para el separatismo radical, que no se contenta con menos de los Siete Territorios, y no sólo lo Tres que conforman oficialmente a Euskadi.
Volvamos a Sabino. Con este hallazgo suyo, Euzkadi,  ya tenemos todos los términos para componer su lema sacramental y dogmático, tanto como tautológico:
«Euzkotarren aberria Euzkadi da.»  La patria de los euzkotarras es Euzkadi.
Esta sentencia, sin ser ni con mucho la más profunda del maestro, es sin duda la más conocida; qué digo, para muchos nacionalistas y no nacionalistas, la única conocida. Es la que, modernizada, figura en el pedestal de la estatua de Arana en los Jardines de Albia, a corta distancia del solar donde nació. Y es la única frase de Sabino, o atribuida a él, que suele citarse en asambleas públicas, como la del Aberri Eguna. Debidamente censurada, cual corresponde, porque hoy a nadie se le ocurre mentar su complemento sabiniano:
«Los euzkotarras para Euzkadi, y Euzkadi para Jaungoikoa (para Dios)».
He dicho que aberri tiene un problema, y no sólo filológico, sino político. Vengamos a la aplicación. Y para facilitar las cosas, admitamos que, en la mente de Arana, su Euzkadi era la patria común de todos los vascos. En tal sentido, aquella Euzkadi ideal del lema no se corresponde con el territorio autonómico y ente político  así nombrado hoy, Euskadi, pues quedan otros territorios vascos fuera de éste; y por otra parte, no todos los ciudadanos de Euskadi son euskotarras, pues una gran proporción son oriundos de fuera de «nuestro territorio».
Otro problema con aberri es que, como para la lengua vasca hay euscaldunberris (nuevos usuarios del vascuence), para el solar vasco habría que reconocer la categoría de eusko(tar)berris (vascos de nuevo cuño); y claro está que a éstos no les cuadra para nada este solar como su aberri, no teniendo ancestros de por aquí. Decir en cambio que Euskadi es su patria –en castellano o en vascuence, como patria de nacimiento o de adopción– no tiene ese problema, sólo el equívoco de suponerles abertzales, como ocurre en todo lo sabiniano. Porque patria, incluso como oriundez, es donde uno nace, no su padre ni sus abuelos y antepasados.
Ser o no ser vasco, es el título hamletiano de un libro de Caro Baroja. Para muchos de aquí, la respuesta correcta a si eres o no eres vasco sólo puede ser una: «Depende de quién pregunta». Y ahí es donde entra lo de los apellidos vascos, la oriundez territorial y familiar, y hasta qué generación. Al final, aquí, siempre, la raza.


Bandera - Ikurriña
Todas las demás serían ‘patria’ con ‘bandera’. La patria vasca es la única aberria con ikurrina.
Se conoce al detalle cómo y cuándo los hermanos Arana se plantean el diseño de una bandera para su bachoqui, con especial intervención de Luis, que por haber iniciado estudios de arquitectura tendría mejor mano. Se conserva incluso el boceto original, y la bandera ondeó por vez primera en el balcón principal del Euskeldun Batzokija de Bilbao, esquina Bulevar-Correo, el 14 de julio de 1894, tras una solemne ceremonia religiosa en Begoña para celebrar el primera aniversario de la fundación.  (“El día Grande», 1: 651). .
Aquello que debutó como bandera de una sociedad política separatista, mal camuflada de  cultural-recreativa, se convirtió en la bandera militante de un partido político: el PNV, como símbolo de contradicción y autoafirmación de una patria vasca natural, frente a la patria artificial que era España para los vascos. De hecho, el fundador la miró como la futura bandera de Euzkadi, estado independiente, tal vez «bajo protectorado de Inglaterra» (sic; por algo se empieza).
Tachado de innovador por su bandera, Sabino se defendió alegando que la nación vizcaína nunca usó tal adminículo. Sí usó en cambio escudo de armas, mucho más expresivo, según él, de los valores emblemáticos (‘Dios y Leyes Viejas’), aunque criticó los lobos señoriales del apellido López de Haro, y por lo demás dió una explicación absolutamente fantástica a las armas y a la orla.
Tuvo sin embargo el desparpajo de instruir a un imaginario catecúmeno diciéndole que la nueva bandera o ikurriña «no es tampoco inventada por nadie [sic], sino expresión exacta del Lema y el Escudo, como verás»,etc. (“La Bandera Bizkaina», en Baserritarra, 1/11 (1897), 11 de julio; 2: 1323-1325). Y el mismo que atribuía poco menos que a inspiración divina aquella primera bicrucífera un tanto esmirriada, con aquella cruces tan estrechas, no tuvo reparo en arremeter contra la bandera nacionalista ‘fenicia’ del maketo Ramón de la Sota. Así lo hizo, en un ‘sainete histórico’ pretendidamente jocoso y satírico, ‘La Bandera Fenicia’ (1: 654-671), con toda la finura que Arana  sabía destilar contra quienes no acataban su pontificado.
La ikurriña sabiniana se convirtió muy pronto en símbolo religioso, y no por metáfora. Ikurriña Deuna (Santa Bandera) fue canonizada y tuvo su fiesta el 14 de julio, según el Primer Calendario Vizcaitarra 1898 (2: 1542-1543), De ahí el neo folclore importado, donde los gudaris vascos –que, como magister dixit, jamás usaron bandera– terminaban una danza arrodillados mientras el abanderado la hacía ondear sobre ellos, como el Espíritu Santo meciéndose sobre las aguas. El mismo rito que este domingo se repetía  en la Plaza Nueva, al tiempo que entrábamos en Bilbao.
Increíblemente, esa bandera partidista nos la colaron como oficial para la Comunidad Autónoma Vasca, sin consulta popular alguna, con el argumento especioso de que se usó como tal durante el Estatuto Vasco (1936) bajo la II República, silenciando que fue finalmente la bandera de una República de Euzkadi golpista y fantasmal, con lo que debió quedar deslegitimada para siempre dentro de un Estado español. Y más increiblemente aún, la misma bandera se está infiltrando en la Comunidad Navarra, como seña de su identidad vasca. ETA-Batasuna y su cuerpo político-social, que repudia el término Euskadi, con buen sentido práctico ha exaltado en cambio la ikurriña, hasta el punto de hacerla inviable como bandera neutral de una comunidad autónoma vasca española.
Ese logro del PNV, de imponer su enseña particular como la oficial de un territorio, sin renunciar a ella como tal partido, es otra de las anomalías pardillas de la Transición. Y aun suponiendo que fuese legal –ahí ni entro ni salgo, doctores tiene–, da un toque totalitario al régimen vasco, haciendo recordar el caso del estandarte nazi, que Adolfo Hitler diseñó de su mano para su partido, y finalmente lo impuso como bandera de Alemania. Algo parecido había ocurrido en la Unión Soviética y otros países con la bandera del PC. Por todo ello, más otros considerandos, la imposición de la ikurriña no resulta ejemplarizante.


La profusión de ikurriñas en el auto del Aberri Eguna contrastaba con la ausencia de las mismas en los balcones herméticos de la plaza. Lo mismo por todo Bilbao. En mi barrio sólo lucía visible en un piso, enfrente de otro con la española  republicana. Por lo visto, este vecino tenía puesta su colgadura desde el 14 de abril, mereciendo la réplica del otro, nacionalista militante. Todo en perfecto civismo y en uso de la libertad de opción política. Más aventurado es predecir qué ocurriría si, en vez de la republicana, alguien se atreve a colgar una bandera española constitucional. O bien, si hace esto mismo en la Plaza Nueva (plaza pública) durante el mitin del PNV. O en fin, qué excusa tendría si es tan insensato que se atreve a hacerlo en Guernica, o en cualquier lugar de la patria vasca profunda.
Ubi bene, ibi patria: esto es lo más que llegan a entender del Aberri Eguna muchísimos vascos, «los que vivimos y trabajamos aquí», delicioso eufemismo. Estos no  ponen en duda la buena intención de los nacionalistas, en sus diferentes obediencias, por mejorarnos a todos las condiciones de vida. Lo que no entienden es por qué esa mejora siempre incluye, como primera entrega –a veces incluso como única entrega–, la imposición de sus señas de identidad, que a buena parte de esos vascos maldito lo que les importan ni la gracia que les hacen. Y se les comprende. El gobierno es un servicio público, que como tal implica sacrificio. Sin embargo, las biografías personales de los políticos jelzales  presentes en la tribuna del domingo de Pascua no revelan sacrificio alguno apreciable, más bien lo contrario. Para ellos sí que se cumple a rajatabla, «aquí me va bien, esta es mi patria». No todos los demás vascos pueden decir lo mismo.
Razón de más para tener presente que todo eso de la construcción nacional, de la bandera, de la lengua propia, que para ellos es un estilo y hasta un medio de vida, a los extraños les suena a música celestial, y en definitiva es un modo de perpetuar una casta ‘pata negra’, por encima de los vascos de segunda o tercera clase.
Sabino vivió empeñado en uniformar aquí la vida entera, según sus prejuicios personales, incluidos los religiosos:
«Que todo cuanto vean nuestros ojos, oigan nuestros oídos, hable nuestra boca, escriban nuestras manos, piensen nuestras inteligencias y sientan nuestros corazones, sea vascongado» (‘Regeneración’, El Correo Vasco, 11-06-1899; 3: 1673-74) .
Ahora que el partido se hizo laico y, por así decirlo,  ‘fenicio’, no estaría mal que sus políticos con cargo de gobierno imitasen al gran científico Claude Bernard:
«Cuando me dispongo a entrar en el laboratorio, junto con el gabán y el sombrero en la percha, dejo fuera también los conceptos filosóficos, materialismo y espiritualismo, que nada ayudan a mis experimentos».
Bueno sería que los nacionalistas, que dicen gobernar para todos, colgasen en la percha sus ideas y símbolos partidistas, que a mucha gente no le importan nada, no le dicen nada positivo.
Para esas efusiones ya tienen el Dia del Partido. En este Día de la Patria –que encima quieren convertir en el día oficial de la CAV (no se lo aconsejo)–, mucha gente alabará que se centren en lo que a todos interesa como ciudadanos, y otra tanta o más les agradecerá que les ahorren la sobrecarga de su confesionalidad identitaria. Pedirles algún gesto de respeto también a la patria y a la bandera española... ¡tranquilos!, ya se sabe que eso no está al alcance de cualquier generosidad magnánima. ¡Y mira que el vasco es magnánimo y generoso! Pero todo tiene su miga, digo, su muga.
En gesto de buena voluntad, paz y convivencia:
VIVA EUSKADI! ¡GORA ESPAÑA!



sábado, 8 de abril de 2017

Ante la 'Pastoral Zulotina'


Rememorante a un navegante y artillero de Luis XIV

La histórica ‘Pastoral Suletina’ es un género de drama popular tradicional vasco francés. Típica de Sola, nombre gascón de la provincia vasco-francesa de Zuberoa, a través de la forma francesa del topónimo, Soule, vino el epíteto suletino.
Aunque, como prácticamente toda la iconografía vasca, la auténtica pastoral ha sido explotado para la causa patriótica nacionalista a la sombra de la icurriña, sigue manteniendo su canon propio. Nada tiene que ver por tanto con otro espectáculo también teatral, representado hoy mismo, sábado a la mañana, en aquellas bucólicas tierras de Iparralde, y que por tratar de los zulos del armamento que entrega ETA podemos llamar la ‘Pastoral Zulotina’.
Esta semejanza fonética valga por una invitación para darle un repaso a la pastoral de toda la vida y a sus avatares. Nos acompaña como cicerone Francisque-Michel, o François-Xavier Michel (1809-1887), en un capítulo de su libro Le Pays Basque. Sa population, sa Langue, ses Moeurs, sa Littérature et sa Musique (Paris/ Londres/ Edimburgo, 1857). Es lectura amena y bien documentada del  gran medievalista romántico lionés, conocido por su Historia de las razas malditas de Francia y de España (Sèvres, 1846), su tesis doctoral. Claro que, como buen romántico y entusiasta vascófilo, en el capítulo de cantos pasa por buena alguna que otra moneda falsa; pero hasta en eso nos sirve para hacernos idea de cómo se veían o querían verse los propios vascos románticos y como se figuraban su pasado. Tampoco en el breve capítulo de música vasca afina demasiado.
El capítulo que nos interesa aquí es el de las pastorales suletinas o ‘tragedias’ (págs. 43 y sigs.). El nombre de tragedias es para distinguirlas de las ‘comedias’ ligeras, tema de otro apartado. Las pastorales son representaciones de cierto empaque (sin salirse de lo popular), sobre temas religiosos o profanos. Michel recogió 34 piezas con motivos sacados de la Biblia (Moises, Abraham, Nabucodonosor), de las leyendas santorales (san Luis, san Pedro, Santiago apóstol, Roque, Alejo, santas Inés, Catalina, Elena, Engracia y por supuesto, santa Margarita frente al Dragón diabólico, y santa Genoveva, la patrona de París y protectora de Francia). Las pastorales religiosas, como en otras partes de Europa, derivan del ‘misterio’ medieval, que primero se representó en las iglesias, hasta que los de Trento le mostraron la puerta de la calle.
La pastoral profana era mitológica (sobre Baco, Edipo), de historia antigua (Astiages, Alejandro Magno, Julio César), de historia medieval (Clodoveo) y el ciclo carolingio (Carlomagno y sus Doce Pares, los Cuatro Hijos de Aymón) etc. Hasta los anales del Imperio turco otomano contribuyen con Mustafá Gran Sultán. En tiempo moderno se renueva el panteón y Napoleón I sale a escena como héroe del recuerdo vivo, con una pastoral sobre el Consulado, otra más larga y cuidada sobre el Imperio, y una tercera sobre su destierro en Santa Elena.
Leo en la Wikipedia que desde mediado el siglo pasado la pastoral suletina renovó sus fondos para dar a conocer más la historia y cultura vasca. Más aún, se afirma que «actualmente la mayoría de las pastorales se representan en honor de personajes de la historia reciente del País Vasco». Y como botones de muestra figuran Sabino Arana y José Antonio Aguirre, sin olvidar a Telesforo Monzón. Ya se ve por dónde van los tiros, y no parece inverosímil que la ‘Pastoral Zulotina’ termine entrando en repertorio como suletina de pleno derecho.

El montaje
¿Cómo se montaban estas piezas? A golpe de afición y tradición, pues la lista de representaciones en diferentes pueblos nos lleva hasta el siglo XVII. En www.suazia.com hay larga lista que va desde 1634 hasta 2014. No las hubo todos los años, pero hubo año con dos o tres en diferentes pueblos. Lástima que no veo por ahora los títulos y textos que se anuncian. Michel dice que una vez acordado dar una pastoral, los mozos del lugar acudían al hombre de letras de alcance (tal vez el cura o el maestro) para concertar temas y honorarios. El escenario era y sigue siendo elemental.
Es de notar, dentro del moralismo típico del drama de raíz clerical, el carácter dualista típico de la pastoral suletina. Son historias de buenos y malos, a cuyo efecto intervienen sendos coros, el azul del bien y el rojo del mal, que compiten por ganar la voluntad del héroe o del villano. En el mismo sentido montaban a la izquierda del tablado un payaso monstruoso movible con sogas, cuyo papel era aplaudir las fechorías de los malos y, al contrario, hacer contorsiones ridículas ante los actos de virtud. Lo sorprendente es que el monigote se decía representar a Alá, el dios de Mahoma. El mismo figurón servía para distraer al público en los entreactos.
Entreactos que no eran tales, al menos en la pastoral típica, a base de escenas o cuadros seguidos. Más bien se trataba de interrupciones accidentales, mientras se reparaba algún desperfecto. Ahora bien, si se creaba una situación de perplejidad, por ejemplo en la tentación grave de un santo, entonces sí que se imponía un entreacto coreográfico, para que los coros o fuerzas azul y roja hicieran su labor.
Era derecho de las personas de respeto tener asiento arriba en el escenario y no abajo entre el público. En el tablado se instalaban también los responsables del vestuario, peluquería, decorados,  director-apuntador, más dos menestrales músicos, uno con el violín y otro de chistu y tamboril. Sólo acompañaban a los cantos, por lo general oraciones devotas. También un coro infantil intervenía en los puntos álgidos.
Por ejemplo, la Pastoral de Santa Genoveva termina por una lamentación de la santa que empieza así:


Nic ez diot erran,
Nic ez diot pentza
Bihotzean cer dudan.
Oi! neure hatsa
Doidoia ba doa
    Airera
Ceruetara;
Neroni banoha
Harekin batean
    Airean, etc.

Yo no puedo decir,
Yo no puedo pensar
Qué tengo en el corazón.
¡Oh! mi aliento
Apenas si se eleva
    Por el aire
     Al Cielo.
Yo misma me voy
    A una con él
    Por el aire, etc.


Una situación así no se puede alargar, y es donde entra el coro de ángeles a consolar a la pobre santa y llevarla al cielo, a los sones de la música.
La empatía entre actores y público era total. Cuenta el autor el caso de una Santa Genoveva que bordó la plegaria y arrebató a la gente de tal modo, que la pobre chica perdió la razón y quedó loca de por vida. Ya en su edad madura, era curiosidad ir a verla, embelesada en su canto y en ademanes teatrales, como una vieja actriz interpretándose a sí misma en público.
Añade el autor que, al igual que en algunas pastorales tirolesas, éstas suletinas que él recogió empezaban por un prólogo a la manera de las tragedias de Eurípides, explicando el argumento de la obra. También podía haber un epílogo, donde el mismo actor prologuista daba por terminado el auto, explicando la moraleja y repartiendo consejos a padres, madres, jóvenes y pequeños. El ritmo de declamación era yámbico (dice), «en todo conforme con las reglas del Arte poética de Horacio».
El vestuario, siempre llamativo, podía ser bastante rico, porque según costumbre antigua ningún señor ni noble del país podía negarse a prestar las prendas que se le pedían para estos eventos. Muy cuidado también el peinado, con profusión de cintas y alhajas. Cada actor era libre para acercarse a su personaje tal como él lo entiende, de donde resultaban efectos a menudo extraños en su convencionalismo. Así un rey cristiano se daba a conocer de ordinario por un traje de pantalón blanco con galones, un buen chaleco, una levita de burgués y botines, más la corona y una cadena dorada colgando atrás y delante, espada, bastón, guantes, un par de relojes de bolsillo (mejor que uno solo) y la cruz de la Legión de Honor, desde Bonaparte. Los cortesanos, por el estilo, salvo que sus gorras eran de gendarme con plumas y cintas. Los príncipes moros llevan grandes botas sobre el pantalón blanco galonado, casaca roja, sombrero cilíndrico con penacho y espejuelos. Tanto ellos como sus cortesanos portan grandes sables a guisa de cimitarras. En los danzantes de entreacto llamados satanases obviamente domina el rojo escarlata y se tocan con gorro triangular de cartón.
En fin, las pastorales como Dios manda siempre eran representadas por actores del mismo sexo, mejor del masculino. No faltaban troupes de chicas, pero entre ellas ninguna etcheco-alhaba, o hija de buena familia. Otros tiempos.
Antes de la representación, la troupe al completo hacía pasacalles, pasando luego a dar murga bajo las ventanas del alcalde y demás notabilidades. Entiendo que los actores iban a caballo al lugar de la representación, ya colmado de gente, y tras unos caracoleos echaban pie a tierra para subir luego al estrado; siendo siempre el primero en hacerlo el Demonio, seguido de sus diablos, y sólo después subían los demás personajes por orden de importancia en el reparto, ocupando cada cual su puesto.
Todo estaba listo para una representación agotadora de cuatro o cinco horas de silencios, emociones, músicas… Las máximas morales emitidas en el tablado, como si fuese un púlpito, eran recogidas con avidez y memorizadas por los padres y personas adultas, para soltarlas luego a los hijos, gente joven y vecinos llegada la ocasión oportuna.
Por poco se me olvida. La entrada era de suyo gratuita. La remuneración de los actores provenía en parte de los refrescos ofrecidos al público y correspondidos con propinas generosas. Chicas llenando vasos, chicos recogiendo las monedas. Otra fuente de financiación tenía lugar después de la representación, cuando se celebraba un baile popular, con subasta de varios aurrescus preferentes. Por su parte, una vez cubiertos gastos, los actores se hacían un deber de dedicar el remanente a pagar el vino que han bebido gratis durante los ensayos, y si algo queda, ofrecer un piscolabis a los ocho días de la pastoral.

Aliviando tensiones
¿Verdad que esto parecía el paraíso? Pues oigamos el fin de fiesta: «Los amores y odios que el público ha visto en escena a menudo se reproducen fuera de ella en todo su verismo. Que dos aldeas rivales coincidan a la vuelta en la misma dirección, y allí veis a los jóvenes enarbolando las maquillas, y el drama que parecía terminado tiene su desenlace en la gendarmería y el juzgado» (pág. 52).