jueves, 19 de enero de 2017

Tumba con vistas (Palique cartujano 2)




Experiencia tan desconcertante como es visitar la Cartuja de Pavía puede llegar a herir la sensibilidad, y en todo caso requiere cierta preparación. Es la que se ofrece en esta página.
Si meterse cartujo es (o era) enterrarse en vida –como tanto se ha repetido–, henos aquí en un cementerio harto singular, de muertos muy mal enterrados, durmientes despiertos a todo placer imaginable de la vista. Si, por añadidura, a estos difuntos cartujos, a favor de viento, les daba en la nariz el aroma inconfundible de su destilería y bodega, más algún tufillo de la cocina y despensa…, vamos, que ni la trompeta del Juicio. Un esfuerzo más y evoquemos, adosado al convento, el palacio ducal repleto de caballeros y damas, perros, bufones, comediantes, músicos, en un sarao tras la ceremonia de un enlace familiar, o después de una cacería por el Barcho, como se decía en dialecto el Parque de los Visconti. Porque en este yermo cartujano tan especial, el mundo-demonio-carne vivía pared de por medio del claustro grande, donde se alineaban las casitas de los monjes, que si por regla no tenían trato personal con las Musas, tampoco podían excusar lo que se les entraba por los oídos en forma de madrigales y sinfonías profanas.
En efecto, la Cartuja de Pavía es una paradoja; lo mismo que la de Nápoles y algunas otras cartujas italianas: ascetas de la orden contemplativa más rigurosa de la cristiandad, alojados en un edificio de lujo y distracción. Los propios monjes eran conscientes. Así Dom Bartolomé de Sena, primer historiador de esta casa, en los capítulos que dedica a describirla agota el repertorio de la hipérbole [1]:
«Obra suntuosísima por su ingente tamaño… Pilastras a modo de columnas de sillería, de magnitud casi demencial… Paredes que, lejos de cerrar, abren el espacio, formando a uno y otro lado capillas de ornato maravilloso ... Superficies y bóvedas cubiertas de colores, que con santas figuras nos mueven a devoción, o con elegante decorado nos arrebatan en admiración… Hacia la mitad del templo, un hemisferio o cúpula se eleva en altura sorprendente, desde cuya cima –pues el cimborrio lleva triple corona de peristilos– se divisa la inmensidad de los campos a lo largo y ancho del curso del Tesino, que con hermosísima vista apacienta el alma del espectador, realzando a la vez por dentro de forma admirable el esplendor de todo el  edificio, cuajado de pinturas variadas …»
Esto y mucho más escribía el religioso en 1626, y leyéndole cualquiera díría que la obra estaba acabada en todos sus detalles. Nada de eso: a lo largo de aquel siglo se reformarán las capillas del templo, se pintan frescos, se labran mármoles, se montan verjas de forja y bronce, y al gusto barroco se alinean las estatuas enormes de las naves laterales.
De la misma época es la obra en madera del refectorio: mesas, bancadas y espalderas. Unos pocos años antes de aquella publicación, se derribaba el viejo palacio de recreo que fue de los Visconti, para emprender el nuevo palacio, o sea la elegante hospedería barroca que hoy vemos, al lado derecho del Compás. Y por entonces se le daba vueltas y más vueltas al remate de la fachada de la iglesia, que  desde mediados del XVI sigue inconclusa y chata, produciendo desazón al que la mira.
Y no sólo en la iglesia, el refectorio y capítulo, en los claustros o la gran sacristía nueva, se pintaba, labraba, decoraba: hasta los monjes en sus apartamentos–los que podían permitírselo– encargaban pinturas de su devoción.
Pero vamos a ver, ¿es que los cartujos no tenían visitadores celosos del rigor de la regla y de extirpar los abusos? Sí; pero en los tiempos en que se diseña y funda esta santa casa –a finales del siglo XIV– esos celadores no los enviaba la Gran Cartuja de Grenoble, pues corría el Gran Cisma de Occidente (1378-1417), y aquella casa matriz caía del lado del papa de Aviñón, al que Dom Bartolomé como italiano no se cansa de llamar ‘seudopapa’. La orden, como tantas otras, estaba dividida en dos obediencias, donde cada uno de ambos papas manejó el palo y la zanahoria: excomuniones para los de allende, privilegios y halagos para los míos.
Gran parte de lo que se llamó el ‘Maremágnum’ –la colección enorme de bulas y breves que exhibían los frailes mendicantes, con exenciones, dispensas, facultades, indulgencias y demás favores–, provenía precisamente de aquellos tiempos. Y el Gran Cisma que, como la Gran Peste, para las religiones fue ocasión de anchar la manga, en las más austeras se notaba más, y en los cartujos sobre todo. Para los cartujos meridionales era el momento de demostrar a sus hermanos nórdicos que el arte casa bien con la contemplación. Al menos, con la contemplación del arte.
Ea, no nos enredemos, y volvamos a Dom Bartolo. Él vivió esta cartuja de Pavía en su apogeo. Apogeo al menos en lo económico y lo artístico (lo místico no nos concierne), que se traducía en obras de capricho muy costosas. Y esto no va de crítica, si añadimos que aquí todo el material constructivo llegaba en bruto –piedras, maderas, metales–, para ser trabajado a pie de obra por artesanos del país. Aquí venían los artistas con sus ideas, bien advertidos de no traer consigo maestros, oficiales ni obreros, que entre monjes y paisanos, la Cartuja los tenía suficientes en todos los oficios. Sencillamente, todo el derroche de estos cartujos, buenos gestores de su hacienda, representaba salarios para una mano de obra que no conocía el paro, salvo en tiempos de peste o calamidad general. Lo cual visto así, tal vez nos dé una idea más positiva del fenómeno, si el historiador no se mete a moralista progre, zapatero a sus zapatos.


 El mismo libro de Dom Bartolomé incluye un grabado de la Cartuja, de lo mejor que he visto para entenderla en sus buenos tiempos. Su relación con el cuadro de la entrada anterior salta a la vista. Salvando el convencionalismo y lo imaginativo del remate de la fachada, da buena cuenta de la lógica funcional del edificio.
El eje es el templo, precedido de un atrio o compás rectangular. A la izquierda, los servicios y los talleres de la fábrica, con la administración de la finca agrícola. Al frente, el portón de ingreso, con el jardín de plantas medicinales, el hostal de peregrinos a la izquierda, y a la derecha la farmacia, abierta al público. Los cartujos tenían fama de herbolarios, poseedores de fórmulas secretas de elixir de vida, que ellos mismos tenían experimentadas en sus personas, y así presumían de longevos.
Toda la parte derecha del edificio es conventual. Entendiendo por tal no sólo las dependencias monásticas, sino también la hospedería, e incluso la cárcel, aneja al palacete del padre Prior.  En esta parte, el grabado como la pintura no indican nada parecido a un palacio de los Visconti. Al parecer, la relación con la familia se deterioró, y para entonces aquellas estancias tenían otros usos. Uno de ellos, la Procuradoría. En las cartujas, el padre procurador era lo que el contramaestre en un barco. Él dirigía la actividad de los hermanos legos y donados, y mediante ellos el de la servidumbre y mano de obra seglar. La procuraduría cuidaba las bases económicas de una pobreza monástica cara.
Va de anécdota
La mayoría de los conventos religiosos lleva nombre santoral, predominando con mucho  los dedicados a Santa María. Algunas órdenes son muy marianas, también la Cartuja. Sin embargo, en los conventos cartujanos nuestra Señora se disfraza debajo de figuras místicas, como Palacio de Dios (Aula Dei), Escalera de Dios (Scala Dei), Puerta del Cielo (Porta Coeli) etc., que no se sabe bien si es la Virgen o la propia cartuja.  En esta de Pavía vemos repetida la cifra: GRA CAR. Quiere decir Cartuja de (Santa María de) las Gracias. Veamos por qué.

Según la tradición, esta cartuja nace de un voto de Catalina Visconti (1390), prima-hermana y segunda mujer de Juan Galeazo I Visconti. Un voto que, años después, el marido hará efectivo. Para entonces, él será ya primer Duque de Milán, por la gracia del emperador Wenceslao de Luxemburgo, contra pago de fuerte suma (1395). Una operación ‘simoníaca’, que al perceptor le costará el imperio, mientras que para el Visconti será gran salto hacia su meta de llamarse algún día rey de Italia.
Juan G. Visconti estuvo casado con una Valois (1348-1372), pero los tres varones que tuvieron se han ido muriendo, alabado sea Dios. Ahora es el turno de Catalina, y su primer embarazo, una niña, nace para poco en un mal parto que por poco no se lleva a la madre. Ella vuelve a hacerse preñada, y para que no se repita el percance recurre a Nuestra Señora de las Gracias, devoción nueva en Milán. Si la Virgen le salva la vida con la criatura, Catalina le promete una cartuja para doce monjes en el Parque de Pavía. La Virgen cumple, y la madre notifica al esposo su voto. Él lo hace suyo con entusiasmo, y una vez duque, qué mejor ocasión para levantar a la Virgen, y de paso a sí mismo, a Juan Galeazo Visconti, un monumento que pasme al mundo. Y en él estamos, con el pasmo de rigor.
Pasmo, porque el mecenas de la perilla que vemos arrodillado, ofreciendo  la maqueta de esta octava maravilla, fue una de las figuras más típicas del Renacimiento italiano, también en sus aspectos más sombríos.
Por ejemplo, él quitó el señorío de Milán a su tío Bernabé, el padre de Catalina (1385), encerrándole junto con sus dos hijos en un castillo, donde los tres infelices se dieron tanta prisa en morir, y con tanta coincidencia, que todo el mundo lo achacó al veneno. Y lo más cínico del caso es que Juan Galeazo dio aquel golpe de mano contra sus parientes tomando como pretexto hacer una peregrinación a la Virgen. Pero no a la de las Gracias, sino a la de Velate, cerca de Varese, a pedirle –él, no Catalina– un descendiente varón. Un episodio como otros  en la historia siniestra de la familia.
Los cartujos, bien entendido, no entraban en esos particulares, ellos a lo suyo, rezar por sus bienhechores. En esto la orden estaba muy de moda, por su fama de mutismo perpetuo y más horas que nadie de resistencia en el coro y el retiro. La probabilidad de sortear el infierno un pecador tan canalla como el Visconti, y salir antes del purgatorio, era mucho mayor dejando el negocio en manos de cartujos que, por ejemplo, de franciscanos o cualquiera otra de las religiones atentas al medro, más que al culto divino. 
Hasta aquí la anécdota.
Va también de historia
Sazonemos ahora lo anecdótico con un poco de salsa documental. De entrada, el matrimonio Visconti-Visconti entre Juan Galeazo y Catalina fue un desastre. Nunca se quisieron y vivían cada uno por su lado, él con su querida estable y otras de recambio; ella a su despecho de mujer despreciada, aliviado por vía devocional.
En estas se le aparece a Catalina una especie de santón cartujo: el ‘beato’ Esteban Macone, recién venido a Milán a supervisar las obras de su nueva cartuja de Garegnano. Estancia que el monje aprovechó para propagar una devoción importada de Oriente: Nuestra Señora de las Gracias, patrocinada e indulgenciada por el papa Urbano VI.
No era un cartujo cualquiera. En la coyuntura del Gran Cisma de Occidente (1378-1417), Dom Macone era el Prior General de la Orden en su rama de obediencia ‘urbanista’, o romana. En el otro bando, el de Aviñón y su papa Benedicto XIII (Pedro de Luna), el Prior General de la Gran Cartuja era Dom Bonifacio Ferrer, valenciano,  hermano del dominico san Vicente Ferrer, que era uno de los hombres más influyentes de la Iglesia, militando los dos en el bando equivocado.
Dom Ferrer, viudo y padre de familia numerosa víctima de la peste, fue persona muy respetada por su ecuanimidad. Amigo del Papa Luna, le dolía el cisma de la Iglesia y de la Orden, y buscando remedio acudió al Concilio de Pisa. Allí coincidió con Dom Macone, renunciando los dos a su cargo para dar ejemplo, aunque de nada sirvió (1410).
Bien,  pero ¿qué tenía todo eso que ver con el peligro puerperal de Catalina? En verdad, no mucho; pero si la nueva Virgen era de las Gracias, en plural y en general, bien podía echar una mano también en esto. En realidad lo que al santo varón le importaba era multiplicar las casas de su orden en Italia. Y así como la catedral de Milán, emprendida por el nuevo Duque, sería el tercer templo más grande de la cristiandad, la Cartuja de las Gracias debía ser lo más parecido al Paraíso en la tierra [2].
Una lectura más detenida de ambos testamentos, el de Catalina y el de Juan Galeazzo deja en el aire toda la historia del embarazo y el voto de fundar la Cartuja. El único voto cierto que el matrimonio hizo conjuntamente a la Virgen fue de poner el nombre de María a toda la prole que les naciese.
Catalina Visconti, «bajo forma de testamento ordenó que en una quinta del Pavés, donde ella iba a menudo, se fabricase un monasterio de cartujos con doce frailes, y en caso de morir de parto rogaba al marido que cumpliese el encargo» [3]
Hemos visto cómo su marido cumplió, y con creces. Pero las prisas y expensas de Juan Galeazo por auto glorificarse en vida no hicieron mella en el Destino, de modo que a su muerte,  en septiembre de 1492 –Cristóbal Colón rumbo al Nuevo Mundo–, la iglesia de su Cartuja estaba a ras del suelo.
Años atrás (1397) el duque había hecho testamento, dotando a la fundación con 10.000 florines para proseguir las obras. Ya a punto de morir otorga un codicilo ratificando lo anterior; y temiendo sin duda no le ocurriese como al hombre de la parábola, hazmerreír del vecindario porque «empezó a levantar casa y no pudo acabarla», procuró asegurar fondos para la continuación de sus dos grandes empresas constructivas: la formidable catedral de Milán y esta Cartuja. La catedral era la ostentación de su poderío como patricio en vida, mientras que la cartuja sería su mausoleo. Un proyecto –aseguró el Duque– que le vino directamente «por inspiración divina» (se dixit divino afflatum numine). Del voto de su mujer, ni se acuerda.

Juan Galeazo Visconti y sus hijos presentan la Cartuja a la Madonna (Fresco del Bergognone)
      
       Lo más notable de la última voluntad del Visconti fue la obligación impuesta al prior de la Cartuja, como administrador y albacea, de dedicar cada año la suma convenida para proseguir las obras hasta su total remate. Sólo a partir de ahí dicha renta se repartiría en limosnas, «para remedio de nuestra ánima y las de nuestros predecesores y sucesores». Era en cierto modo como condenarse a las penas del purgatorio mientras no se acabase el monumento. Así se lo tomó la opinión popular,
«justificando la sospecha de que tanta munificencia no era expresión de sentimiento religioso, sino pura y simplemente el desahogo de un conciencia atormentada por los remordimientos. Y lo confirma el hecho de que las posesiones donadas al monasterio eran en buena parte bienes expoliados y confiscados a familias patricias de Milán, mal vistas y perseguidas por los Visconti» [4].
De hecho, nada más morir Juan Galeazzo víctima de la peste empezaron las reclamaciones a los cartujos de Las Gracias, porque aquellas propiedades tenían dueño. Por otra parte, su propio hijo y sucesor el duque Juan María Visconti distraía porciones de aquel patrimonio para sus compromisos y esplendideces. Quiere decir que para aquellos cartujos no todo eran rezos y contemplaciones, si tenían que sacar tiempo también para resolver rompecabezas y lidiar con pleitos. Así las obras se fueron alargando, y en particular pasarían más de 70 años antes de que el fundador viese cumplido su deseo de reposar en su sepulcro definitivo.  

Dentro, nada de fotos
No voy a describir lo que pudimos ver del monumento. Tras una mañana lluviosa, la tarde del 19 de octubre, miércoles, era de un gris plano. Como la puerta de entrada vuelve la espalda a la estación de tren ‘Certosa di Pavia’, tuvimos que rodear toda la tapia de la finca, con la ventaja de entender algo mejor el paisaje de la batalla famosa. Cruzado por fin el portón,  nos plantamos en el compás de la Cartuja.
La fachada de la Cartuja de Pavía está tan vista en fotos y reportajes, en conjunto y en sus detalles, que cuando se la ve por primera vez resulta familiar. Con los interiores es distinto, porque ahí juega la experiencia del espacio envolvente. De todas formas, los artificios de realidad virtual total están cambiando todo esto.

Ciertamente la luz era la peor imaginable para una fachada como esta: un postizo descomunal, de mucha labor, liso y sin terminar por arriba, exagerando la horizontalidad y el aspecto de tablero poseído por un horror vacui que agobia.
La parte baja o zócalo es la más historiada con medallones y relieves, pero como documento, el intradós de la portada. Cierto que son sólo copias de los originales, retirados al museo de la Cartuja. Qué más da.
Allí se ve la colocación de la primera piedra de este edificio, el 27 de agosto de 1396. Consta de dos niveles. Arriba, al nivel del suelo, está la comparsa de cortesanos invitados, con los caballos y perros de caza, mientras dos individuos portan en andas una gran maqueta de la futura iglesia para que todos la contemplen. En primer plano, al borde mismo de la zanja abierta, el hombre del palo cuida de que nadie se arrime demasiado y pueda caerse. Al fondo se divisa la ciudad de Pavía erizada de torres.
En la parte inferior están los protagonistas del acto. En medio, el Duque y el mayor de sus hijos, depositando la primera de las cuatro piedras conmemorativas, bajo la mirada atenta  de otros personajes y comitiva. Por una escalera de mano han bajado al fondo de los cimientos (o les han bajado, no se dice cómo): un obispo de pontifical y clérigos, varios cartujos, un prócer seglar, más otro hijo del Visconti, comparsas… Hasta un ave en su nido. Y cosa notable: de la duquesa Catalina y el hijo pequeño, Felipe María, ni rastro. La misma ausencia reflejan las crónicas. Es decir, que la supuesta fundadora de esta cartuja ni siquiera fue invitada por su señor marido al estreno.

       Nadie puede discutir que esta iglesia es muy hermosa, pero cada elemento por su parte: fachada, exterior e interior. Porque la iglesia, sin su fachada renacentista de pegote, vista por fuera es como románica, mientras que por dentro es gótica. Todo lo lombardo que se quiera, eso sí. Por suerte, es imposible verla por fuera y por dentro de golpe. Por separado, la discordancia se nota menos.  Es el Renacimiento todavía sin madurar.

Una vez dentro, en lo gótico, se aprecia el estilo ‘germánico’ de la catedral de Milán, aunque no es traza del mismo arquitecto. Lo más sorprendente sin duda es el crucero o travesaño, de una nave amplísima que ella sola vale por otra iglesia, llena de luz y color gracias a las vidrieras y el altísimo cimborrio. Y desde el centro, hacia el ábside, es como entrar en una tercera iglesia más reducida, que es el coro de los monjes y el presbiterio.
Sitiales de tarecea de la sileería del coro
Lo mismo que en la fachada, impera el horror al vacío, sólo que aquí es horror polícromo. No hay obras maestras –si se exceptúa el mausoleo del fundador–, todo es de segunda, pero bien hecho con materiales caros y técnicas difíciles: frescos, piedras duras, taraceas... Puestos a derrochar, en las bóvedas no se escatimó el lapislázuli, color convencional del firmamento celeste.
A todo esto, buena parte del tiempo que dedicamos a la iglesia se nos fue en el juego del ratón y el gato, con un celador que no nos quitaba ojo, porque tienen prohibido hacer fotos. Ni siquiera sin flash, qué manía. La Cartuja es propiedad del Estado italiano, cedida en parte al uso de monjes del Císter, no cartujos. La prohibición será del patronato, supongo, porque el monje que nos guió luego por los claustros no reparó en el uso de cámaras y móviles.
Este monje es abisinio, conoce muy bien su oficio y habla perfecto italiano. Mostró primero el mausoleo del Visconti, luego la Sacristía grande y el Claustro pequeño, donde están los ángulos más vistosos de toda la cartuja, al crucero con el cimborrio y a las naves. No estaba visible el refectorio, en restauración.
En el claustro grande, en torno a un césped del tamaño de un campo de fútbol, se puede curiosear una de las casas o ermitas cartujanas individuales adosadas –23 en total–, cada una con su estudio, oratorio, catre, tallar, jardín y lo demás. Como para enterrarse uno allí en vida, con un montón de libros, y esperar a que te pasen por una taquilla la comida caliente.
 Queda por comentar lo que fue razón de ser de esta casa, su destino funerario, como mausoleo de los Duques de Milán. Historias rocambolescas para otro palique.

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[1]   Bartolomé de Sena, De vita et moribus beati Stephani Maconi (‘Vida y costumbres del beato Esteban Maconi. 1625, pág. 121.
[2] Ver el sabroso texto de mi buena amiga Maria Grazia Tolfo, especialista en temas de historia milanesa, ‘Caterina Visconti, Duchessa di Milano’.
[3] Luca Beltrami, La Certosa di Pavia. 2ª ed., Milán, 1907, pág. 17.
[4] Beltrami, o. cit. pág. 30.



domingo, 8 de enero de 2017

Una Cartuja de mucho palique (1)



De los relatos de viaje a Pavía, uno de los más curiosos para mi gusto es el de Cánovas del Castillo. El historiador y político en ciernes llevaba como objetivo estudiar el teatro de la histórica batalla y por supuesto, conocer la Cartuja. ‘Una expedición a Pavía’ se titula el tercero de los cuatro capítulos que forman sus ‘Memorias de Italia’ [1].
Su forma es de epístola o carta (Madrid y Junio de 1857) dirigida al Marqués del Duero, D. Manuel Gutiérrez de la Concha. Se trata de nuestro General Concha, con calle aquí en Bilbao, que por maravilla no le ha sido soplada por el PNV para dársela a alguno de los suyos. Es lo que pasó con el General Espartero, en favor de un Fulano Ajuriaguerra, el héroe de Santoña (1937). Espartero fue el isabelino que levantó el I Sitio de Bilbao y liberó la Villa (1836), y Concha el liberal que repitió la operación en el II Sitio (1874). Este por así decirlo ‘trato de favor’ a Concha, por un nacionalismo tan imparcial y equitativo como el vasco, se debe sin duda a su otro apellido, Yrigoyen, y a su vizcainismo, así como a la popularidad de las ‘escuelas de Concha’, o ‘de la Concha’ (sic), hoy camufladas y desfiguradas como la nueva Kontxa Eskola o incluso Kontxa Eskola Berria, ver para creer. No, si por algo el padre Flórez se burlaba de la etimología Biscaini, bis Caines [2]:
«Poniéndose uno a descifrar el nombre de Bizcaia, sacó (por escribirle con B) que significaba crueldad con los enemigos, como ‘dos veces Caínes’, Bis Caines.»  
El viaje lo había realizado Cánovas el mismo año 57 en mayo, pues menciona la toma de posesión del nuevo gobernador o virrey austríaco de Lombardía-Véneto. De liberal a liberal (moderados los dos), el malagueño le chismorrea al marqués su regodeo en el coche de posta escuchando  a los viajeros italianos, «muy entretenidos en murmurar sabrosamente del Archiduque Maximiliano, que acababa de hacer en Milán su entrada como Gobernador general». Entrada que había sido en febrero de 1857, y no para mucho, sólo hasta la derrota de Solferino (junio de 1859). Maximiliano, «el mismo que ha muerto infelizmente como Emperador de Méjico» (mayo de 1867) [3].
Cánovas en 1872
«Tal vez sea yo el primer español que haya emprendido un viaje de propósito a tales sitios». Pues sí, muy probable. Para este viaje, o ‘expedición’ que dice el título, Cánovas llevaba su buena carga de libros y referencias –entre ellas el Crotalón, inédito por entonces–, cuando tales adminículos tenían volumen y peso, nada que ver con la levedad de las tabletas de hoy. Libros objeto «de un escrupuloso registro de la policía, en que fueron muy considerados los títulos…, bien que comprados todos en territorio austríaco» (pág. 251).
Lleva además un plano antiguo, adquirido por casualidad en un librero de viejo, que no muestro aquí porque está plegado, y las imágenes digitales, a diferencia del papel, son malas de desplegar.
¿Con que otra batallita del Belosti? No, pardiez, con una vale. Si traigo aquí a Don Antonio es por un cuento de algo que dicen que pasó después de la batalla de Pavía, y precisamente aquí en la Cartuja. Y no es baladí, porque tiene que ver con un punto oscuro de los muchos que tocan a dicha jornada: qué se hizo exactamente con Francisco I desde su captura hasta su envío a Madrid.

Francisco I de Francia

Una anécdota que, bien contada, hasta pudo ser verdadera
La Historia está llena de anécdotas y frases célebres, unas creíbles más o menos, pero otras apócrifas por imposibles. Vamos a ver una que, tal como la cuentan, sencillamente no pudo ser. Pero jugando un poco a detectives, ella misma nos da la pista para enmendarla, y la cosa cambia.
Como creo haber dicho en otra entrada, la Cartuja de Pavía con su vasta huerta y esparcimiento o paseo de los monjes ocupa el vértice NO del Parque de los Visconti, o sea, del campo de batalla. Eso quiere decir que la madrugada y mañana de aquel viernes 24 de febrero de 1525, fiesta de San Matías Apóstol, no fue tan tranquila como cualquier otra en la rutina de aquellos monjes. Por otra parte, aquel edificio maravilloso, con su gran palacio ducal incluido era indicado para dar alojamiento del Rey Cristianísimo.
Cedo la palabra a D. Antonio [4]:
« Aguijábame especialmente para llegar a la Certosa, una tradición curiosa y constante.
Dícese que el Rey Francisco, inmediatamente después de ser hecho prisionero, fue conducido al magnífico templo de aquel monasterio, y que llegó a él a tiempo que los piadosos monjes, sin curarse del estruendo, ni de la carnicería de tal jornada…, cantaban a la sazón una de sus horas canónicas.
Al entrar ya Francisco I en la iglesia, el versículo que cantaban dícese que era éste:
Coagulatum est sicut lac cor eorum: ego vero legem tuam meditatus sum.
Es decir: “Su corazón está cuajado como la leche, mientras que yo medito en la Ley”.
Entonces el real cautivo, piadoso como todos los príncipes de su tiempo, entonó con los cartujos el siguiente versículo , que dice:
Bonum mihi quia humiliasti me: ut discam justificationes tuas
Que viene a rezar lo siguiente: “Bien hiciste, Señor, en humillarme, para que aprendiese a conocer tus juicios”.
Pero cuando evocaba yo tales recuerdos, en medio del atrio de la Cartuja, no faltaba de allí ya únicamente el Rey cautivo …, sino que también estaban de allí ausentes y expulsados los devotos cartujos … Sólo la tierra y la fábrica inmensa del monasterio … ofrecían a mi vista el propio espectáculo que pudieron ofrecer a tantos otros españoles, durante el viernes 24 de febrero de 1525, fecha feliz de la batalla
Esta versión que reproduce Cánovas es sin duda la peor posible. Dejo a su cuenta lo de ‘la piedad de aquellos príncipes’, porque no manejo sus mismos datos. Partamos en cambio de un hecho más comprobable.
Los monjes en el coro no cantan lo que se le ocurre, ni lo que venga a pelo para una historieta. Se atienen a la liturgia, que fija rigurosamente el turno de los salmos. Y esos dos versículos son del Salmo 118, que no corresponde al viernes, sino al domingo. Por cierto, el único día de la semana (junto con las solemnidades) en que los cartujos cantan las horas de tercia, sexta y nona en la iglesia, pues de ordinario las rezan en privado, lo mismo que hacen siempre con la hora de prima y las completas.

En un librito viejo, ‘Visita a la Cartuja de Pavía’ (Milán, 1857), la cosa está un poco mejor [5]:  
« Conducido por sus vencedores, entraba el rey en este templo la mañana de un domingo, mientras los monjes a la hora de sexta cantaban el verso del Salmo 118, Bonum mihi quia humiliasti me, ut discam iustificationes tuas (‘Bien me está que me humillaste, para que aprenda tus razones’). Se dice que el buen rey, doblegado a resignación cristiana por su desventura, se puso a cantar con los monjes el mismo versículo, haciendo aplicación muy oportuna a su caso.»
Un poco mejor, pero mal también. El rey pudo entrar en la iglesia dos días después de la batalla, la mañana del domingo. Pero eso no quiere decir que hasta ese día no pisó la Cartuja. Además, tampoco fue a la hora de sexta, sino a tercia. El Salmo 118 de la Vulgata (119 de la Biblia Hebrea) es el más largo del Salterio, y la liturgia lo reparte para las horas menores del domingo. Y el versículo 71 del salmo (Bonum mihi etc.) corresponde a la hora de tercia.
Lo que bien mirado es más lógico, pues indica que el Rey entraba para oír la misa conventual, que se dice después de tercia.
Lo cual a su vez hace pensar que aquella no era la entrada primera del rey en la Cartuja, pues coincidencia habría sido tanta puntualidad a misa. Mejor pensar que ya estaba en el monasterio, incluso desde la tarde misma del viernes, pues las historias cuentan que allí le sirvieron aquel día el almuerzo, haciéndole de sumiller el propio Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles.
Iglesia de la Cartuja de Pavía
Uno de los trampantojos representando a
un lego 'barbón' asomado a la nave,
por Bernardino da Fossano 
Ahora ya sí –si no es mucho presumir–, estamos en condiciones de ofrecer una variante, digamos, ‘definitiva’ del evento.
Aquel domingo 26 de febrero, a eso de las 9 de la mañana, se encuentran reunidos en el palacio de la Cartuja el rey de Francia y acompañantes, con el virrey de Nápoles Lannoy su custodio y demás señores, todos de tiros largos para ir a la iglesia, a cumplir con el precepto.

Un monje les avisa que la misa conventual va a empezar. Cuando entra la comitiva en el templo, el coro de monjes está recitando el último salmo de tercia. Lo hacen, como todo el rezo cartujano, sin acompañamiento de órgano y a voz en cuello: plena (viva) et rotunda voce, como manda su rúbrica [6].
Fue entonces cuando el Rey de Francia, que se sabía su Libro de Horas en latín, reconoce el versículo y se lo aplica, en lección de humildad que dejó edificados a todos. Por lo demás, ese texto bíblico, «bien me estuvo que me humillaste» etc. ha sido un lugar común en sermones y libros de ascética [7].
Bien entendido que un cuento, por bien contado, no se hace historia. Lo normal habría sido llevar al rey a Pavía; pero a ruego suyo se le ahorró esta humillación de entrar como prisionero donde se figuró vencedor. A partir de ahí surgen las candidaturas: la Cartuja, el castillo de Belgioioso ..., o la más firme de todas, el convento de San Pablo cerca de Pavía. Éste habría sido su primera prisión, antes de trasladarle a la plaza fuerte de Pizzighettone, en espera de instrucciones, y de allí a España. «Aquí en Pavía he presentado mis respetos al Rey de Francia en su posada de San Pablo» –escribía al duque Francisco II Sforza su canciller Jerónimo Morone.
San Paolo in Vernavola fue un antiguo priorato benedictino, cedido en el s. XV a los agustinos observantes. Desamortizado en 1799, aquí lo vemos yermo en un grabado del ‘Cosmorama Pittorico’ (1835), antes de acabar «estúpidamente arrasado en 1856», a juicio de C. Magenta, que pone aquí la primera estancia del vencido Francisco I. El cual, añade, ya había visitado la Cartuja a primeros de octubre de 1515, aunque nada se sabe de la impresión que le causó, pues todo indica que tanto él como sus acompañantes, el cardenal Aleandro y el poeta Clemente Marot sólo fueron a pasarlo bien [8]. Se ve que al monarca francés, como a los demás príncipes de su tiempo, lo piadoso no les quitaba lo gozoso, y como dijo el Sabio, cada cosa es buena en su sazón.   
Y como nuestros cartujos están rezando Completas, hora es de terminar este primer palique.
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[1] Recogidas en Estudios literarios de D. A. Cánovas del Castillo, t. 2. Madrid, 1868, págs. 243-283.
[2] Enrique Florez, La Cantabria, n. 254. 3ª ed., Madrid, 1877, pág. 145.
Iturriza lo adornaba un poco más, poniendo esa etimología tan improbable en boca del emperador César Augusto, enfadado por la resistencia vizcaína, y por lo que se ve, muy puesto en Historia Sagrada.
[3] Maximiliano, apremiado por su deudas y por su suegro Leopoldo I de Bélgica, aceptará ser el segundo emperador de Méjico, donde muere fusilado (junio de 1847). Cánovas murió en el balneario (luego hospital psiquiátrico) de Santa Águeda en Mondragón, Guipúzcoa, tiroteado por un pistolero anarquista italiano (1897). El veterano Concha había muerto de un balazo en la III Guerra Carlista (1874).
[4] O. cit., págs. 255-256.
[5] Francesco Pirovano, Visita alla Certosa di Pavia. Milán, 1857, pág. 5.
[6] Nova collectio Statutorum Ordinis Carthusiensis. 2ª ed. Grenoble, 1681, Directorio de Novicios, c. 2, pág. 11. Cfr. Pío XI, Constit. Apost. ‘Umbratilem’, n. 8.
Escribo «variante ‘definitiva’» (entre comillas el adjetivo), porque sinceramente me queda algún escrúpulo, que no voy a revelar aquí por no hacerme el pesado. Me atengo a los ‘Estatutos cartujanos’ vigentes, Nº. 20-21 :
Distribución del Domingo y solemnidades
20. Los domingos y solemnidades cantamos en el coro Tercia, Sexta y Nona … A Tercia sigue la Misa conventual. Las Misas rezadas se celebran según la costumbre de las Casas. Cuando nos reunimos para cantar Sexta y Nona, tocamos cada uno la campana.
23. Vamos al refectorio después de cantar Sexta.
27. En la solemnidad que ocurra en Cuaresma, cantamos Sexta en la Iglesia más tarde, y de allí vamos al refectorio. Nona la rezamos en la soledad.
[7] Por ej., el jesuita Alonso Rodríguez, Exercicio de perfección y virtudes cristianas. Sevilla, 1609, Parte I, pág. 570.
[8] Carlo Magenta, La Certosa di Pavia. Milano, Bocca, 1897, pág. 121.





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