lunes, 27 de abril de 2015

Espeleología sacra


Sepulcro de David y Cenáculo de Cristo, con la Torre de David, en Sión, Jerusalén  (Según Pierotti). 

En el artículo anterior nos propusimos bajar a las entrañas de la Cueva de Macpela en Hebrón. Tan rara de ver en estos últimos mil años, que si se juntaran dentro todos los presuntos visitantes, el tráfico se colapsaría como en un bazar.
No será sencillo; así que, a modo de entrenamiento, practiquemos en otra cripta más fácil: la Tumba de David en Jerusalén. Si la Macpela la han visitado oficialmente pocos, de esta otra se puede asegurar que no la ha visto absolutamente nadie. Bajaremos, pues, con la imaginación, como el poeta Dante descendió a sus Infiernos guiada por su colega Virgilio.
Andanzas de Rabí Benjamín
Ferrara, 1556
Nuestro primer cicerone en esta aventura será el judío navarro-aragonés Don Benjamín de Tudela (h. 1130-1173), que durante los reinados de Sancho VI el Sabio, Petronila y Alfonso II el Casto  emprende desde su Zaragoza viaje a Oriente de unos 13 años, visitando juderías a su paso. De todo ello se compiló un libro titulado Andanzas (masa‘oth) de Rabí Benjamín (1ª ed. Constantinopla, 1543; 2ª ed. Ferrara, 1556)
El Tudelano estuvo en Jerusalén hacia 1163, cuando se estrena rey Amalrico, hermano y sucesor de Balduino III. Allí conoce a un Rabí Abraham, prohombre de la pequeña judería local, muy respetado por el patriarca latino Amalrico de Nesles (1157-1180).
Jerusalén era de nuevo para los judíos ciudad prohibida, tras la matanza realizada por los cristianos cuando la tomaron (1098, 14 de julio), en el episodio más infame de las Cruzadas, como colofón de los pogromos improvisados sobre la marcha por Europa y Asia. Medio siglo después, sólo algunos hebreos lograban permiso de ‘aliyah (subida, retorno), por razón de interés público material o espiritual [1].
Este último era el caso de Rabí Abraham, de la cofradía de los ‘plañideros’ o llorones por Jerusalén, dedicados a lamentar el infortunio de su pueblo. Así le llama el Tudelano: «devoto retirado –(hasîd parûsh, no precisamente fariseo–, que era de los ’abalê Yerushalaim». Benjamín es uno de los primeros testigos de las lamentaciones judías junto al Monte del Templo. Un espectáculo que a los cristianos les calmaba la conciencia, como testimonio del abandono del Señor al que fue su pueblo elegido.
Aquel buen rabino fue quien dio noticia a Don Benjamín sobre un lugar santo muy peculiar, por su eventual interés político: el sepulcro de David y mausoleo de la Monarquía judía.
«En torno a Jerusalén hay grandes montes. En el monte Sión están los sepulcros de la Casa de David, y los de los reyes sus sucesores, pero no se sabe dónde. Porque hace 15 años se cayó una pared del santuario (bamah) que hay en el monte Sión, y mandó el Patriarca al cura reparar dicho santuario, utilizando piedras de la muralla antigua de Sión para la obra. Así lo hizo, y pregonada contrata ajustó a una veintena de obreros, que se pusieron a sacar las piedras de la base del muro de Sión.
Pues bien, entre aquellos hombres hubo un par de amigos jurados, y un día el uno hizo a su compañero un convite, y después de comer fueron al tajo.
–¿Cómo habéis tardado en venir?– les pregunta el capataz.
–¿A tí qué más te da?– respondieron. –Cuando nuestros compañeros vayan a almorzar, nosotros haremos nuestro trabajo.
Estaban, pues, sacando las piedras; y al levantar una, descubrieron  la boca de la cueva. Se animan el uno al otro:
–Entremos a ver si hay mamón (dinero).
Y adentrándose en la cueva, avanzan hasta la proximidad de un gran palacio construido sobre columnas de mármol, revestido de plata y oro, donde se mostraba una mesa con un cetro de oro y corona de lo mismo. Era el sepulcro de David, rey de Israel. A su izquierda, Salomón, y así mismo los sepulcros de todos los reyes sepultados allí, de los reyes de Judá. Había también arcas cerradas, de contenido ignoto.
Dispuestos estaban los dos hombres a entrar en el palacio, cuando he aquí que una ventolera de la boca de la cueva dio sobre ellos derribándoles a tierra como muertos. Allí quedaron tendidos hasta la tarde, cuando he aquí que otro viento vino y clamó como voz humana:
–¡Arriba, y fuera de aquí!
Así expulsados, salieron aturdidos y despavoridos  y fueron a notificarlo al Patriarca.
El Patriarca envió recado a Rabí Abraham de Constantinopla –éste era un hasid parûsh, un devoto en su retiro, y uno de los ‘plañideros por Jerusalén’– refiriéndole el caso tal cual salió de boca de los obreros. Rabí Abraham le respondió:
–Se trata de los sepulcros de la Casa de David, los de los reyes de Judá. Mañana, pues, entramos yo y tú y esos hombres, y vemos qué hay allí.
Al día siguiente mandaron en busca de los dos individuos, y les encontraron al uno y al otro encamados, asustados y diciendo:
–Nosotros no entraremos a donde Dios no quiere espectadores.
En consecuencia, el Patriarca mandó condenar el lugar y esconderlo a los hombres hasta la fecha. Todo esto me lo contó el propio Rabí Abraham.» [2]
Esta especie de cuento de Las Mil y Una Noches encierra, a mi modo de verlo, una moraleja: paz a los muertos. Sobre todo si pueden despertar  emociones mesiánico-políticas. No era el mejor momento para evocar a los fantasmas de David y Salomón, pues bastantes problemas acogotaban al Reino Latino.
Pero lo pintoresco de la anécdota es el tópico de la cueva mágica, el palacio subterráneo repleto de tesoros. Pocos escenarios han excitado tanto la fantasía de la gente como las criptas y las cavernas.
Aunque la Biblia nada dice, el historiador judío Flavio Josefo se había hecho eco del rumor: el sepulcro de David encerraba una fortuna incalculable depositada por Salomón [3].
El rey y sumo sacerdote macabeo Juan Hircano y Herodes el Grande –cuenta Josefo– ya anduvieron de visita por aquí. El primero, asediado por Antíoco, «abrió una cámara del Sepulcro de David y tomó un depósito de 3.000 talentos en dinero», que le sacaron de apuro. Con la misma idea, un Herodes en quiebra,
«con nocturnidad y a cencerros tapados, ‘en petit comité’, buscó sin encontrar numerario como Hircano, sólo alhajas de oro y preciosidades, arramblando con todo. No contento, quiso llegar hasta el fondo, y hasta los mismos cuerpos de David y Salomón. Pero en esto, según se dijo, brotó de allí una llama que devoró a dos de sus guardias. Tan espantado quedó, que a la salida ordenó construir un monumento propiciatorio, y que fuese de piedra blanca, a la boca de la cueva, y muy costoso» [4]
Toda esta parafernalia la traigo aquí, por si nos alumbra en nuestra excursión subterránea hebronita.

Las entrañas de la Macpela
Estamos de nuevo en Hebrón o Qiryat-Arba –la ‘Villa de Cuatro’–, sobre el Haram,  esa mole rectangular ciclópea maciza que  envuelve y cubre la Cueva de Macpela. Es obra herodiana, que la opinión pública musulmana atribuyó su construcción a los genios, dirigidos por el arquitecto Salomón.
Tumbas de los Patriarcas en Hebrón, según Thomazzo

Hemos conocido arriba los grandes cenotafios en forma de contenedores al gusto islámico, ordenados en doble hilera: a la derecha los tres patriarcas, con sus matriarcas respectivas a la izquierda. Abraham y Sara en medio, al sur Isaac y Rebeca, al norte –éstos no los vimos– Jacob y Lía. En tiempo de los cruzados, los monumentos consistían en seis pirámides, como veremos, pero su construcción venía de antes, no se sabe de cuándo.
Se da por supuesto que debajo en la cueva, en la vertical de cada una de estas ‘tumbas’, se sitúa el sepulcro correspondiente verdadero. Precisando más: en una galería recta las damas, y en la otra paralela los caballeros. Tanta geometría no parece acorde con las condiciones de una cueva natural.
Como ya sabemos, la primera ocupante fue Sara, seguida de Abraham, sepultado aquí por sus hijos Isaac e Ismael (Génesis, 25: 9). La cueva funeraria tuvo, en la tradición hebrea, un valor legitimista. Ismael, el hijo de la esclava Agar, no será enterrado en ella. También a la muerte de Isaac le entierran aquí sus dos hijos, Esaú y Jacob (Ibíd. 35: 29). Jacob en su testamento de viva voz habla como dueño de la ‘Cueva Doble’, donde manda a sus hijos que le sepulten con sus padres y con su difunta mujer Lía (Ibíd. 49: 29 - 50: 13). Así se hizo, por cierto, embalsamado a la manera de los egipcios ricos, a expensas de su hijo José. ¿Y Esaú?
Esaú, el primogénito tonto, y Jacob, el israelita listo, siempre anduvieron a la greña, ya desde el vientre materno (Ibíd. 25: 22-23), pero sobre todo desde el mal acuerdo del ‘Plato de Lentejas’. Finalmente, Esaú cede el campo a su hermano y se retira al sur, al país de Sheír o Edom (Ibíd. 36: 6-8). Y como de su entierro nada dice la Escritura, será la leyenda la que supla la falta, siempre sobre el motivo de la disputa. Dice así:
«Los hijos de Jacob tuvieron asamblea con Esaú y sus hermanos, cuya pretensión era esta:
–Dejemos abierta la puerta de la cueva, para poder enterrar a los que vayan muriendo de la familia.
Discutieron, riñeron y en el rifirrafe a alguien se le fue la mano y pegó un bofetón a Esaú, cuya cabeza se desprendió de los hombros y rodó por la cueva.
La familia procedió a levantar el cadáver decapitado, y tal cual lo sepultaron, dejando emparedada en la Macpela aquella extremidad superior o apéndice que su propietario tan mal había usado en vida.» [5]
Esta leyenda hebronita da a entender que el entierro no tuvo lugar muy lejos. En efecto, a legua y media de Hebrón está la aldea palestina de Seír, con la supuesta tumba de Esaú. Pero seguramente se confunden dos nombres parecidos, porque Sheír/Edom o Idumea cae al sur, hacia el golfo de Aqaba y el Mar Rojo. Por lo demás, la noticia de la cabeza de Esaú en la cueva de Macpela es de fuente rabínica [6].
Otra leyenda busca una explicación más lógica:
Esaú fue enterrado fuera de Macpela, porque no quiso descansar con su padre y hermano que le habían engañado. Éstos, en su aniversario, van a hacerle las abluciones junto a su sepulcro y le dirigen la palabra. Pero aunque Alá le permite hablar, Esaú calla, por temor de que le engañen de nuevo.


La cueva Macpela tiene varios orificios al exterior, algunos bien conocidos de siempre. Uno de estos se abre en el muro meridional, hoy bajo dominio israelita. Allí rezaban los judíos, como en Jerusalén ante el Muro de las Lamentaciones, depositando papeletas deprecatorias en las juntas de los sillares, pero aquí también las metían por el orificio, más directas a su destino. 

La abertura más vistosa está arriba, en el suelo de la mezquita y muy cerca del túmulo de Abraham y de la ‘huella de Adán’. Es como el brocal de un pocito, y se cierra con una tapa de plata perforada, con bisagra y un candado prosaico. Este boquete se perforó en la roca viva, «para que los fieles puedan respirar el aire sano y santo de la Cueva y del Edén» – según explicaciones dadas al Príncipe de Gales y su séquito, en su visita al lugar (1862): un privilegio no concedido por autoridad musulmana a ningún infiel desde hacía 600 años [7].
El carácter religioso de este agujero viene señalado por el templete que lo cubre. Ahora bien, frente por frente al otro lado de la mezquita, a la derecha del mihrab y del púlpito, arrimado a la pared sur hay otro templete parecido, como indicando otro acceso a la santa cueva. Y así es, sólo que está tapado y disimulado. Los turistas se fijan poco en este lugar y yo mismo le presté poca atención, distraído por el hermoso púlpito, sin adivinar que por aquí se iniciaría nuestra aventura espeleológica. Unos cuatro metros por encima del orificio deprecatorio judaico.

En la ciudad cristiana, el testimonio judío
Ahora volvamos con Don Benjamín de Tudela, a que nos cuente cómo vio todo esto en su siglo XII. Desde Jerusalén, el viajero pasa por Belén, donde registra la presencia de un par de judíos tintoreros, y de allí a Hebrón, donde no encuentra a ninguno.
«La ciudad vieja estuvo en lo alto, pero hoy está en ruinas. La ciudad moderna está en el valle, junto al Campo de Macpela. Aquí está la gran iglesia de San Abraham, lugar de culto judío bajo el gobierno mahometano. Los goyim (gentiles, aquí musulmanes o cristianos) han erigido aquí seis tumbas, llamadas de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob y Lía.
Los guardas explican a los peregrinos, previa propina, que esas son las Tumbas de los Patriarcas. Pero si viene un judío y afloja la bolsa lo suficiente, el guarda de la cueva le abre una puerta de hierro, construida por nuestros antepasados, de donde puede bajar por peldaños, sosteniendo en la mano una candela.
Pasada una primera cavidad,donde no hay nada, y otra igualmente vacía en apariencia, en llegando a una tercera sala, en ella hay seis sepulcros, los de Abraham, Isaac y Jacob, enfrentados a los de Sara, Rebeca y Lía. Los sepulcros llevan inscripciones grabadas en la roca: ESTE ES EL SEPULCRO DE ABRAHAM etc. [...]
Una lámpara arde día y noche sobre los sepulcros en la cueva.
Se ven allí muchos jarros llenos de huesos de israelitas, pues los hijos de la Casa de Israel solían traer los huesos de sus padres y depositarlos aquí, hasta hoy.
Más allá del campo de Macpela está la casa de Abraham, etc.» [8]
Recordemos, el Tudelano visita Hebrón bajo dominio cristiano. Al tiempo de la conquista árabe (638), los bizantinos habían tapado la boca de la cueva, de modo que los nuevos amos no sabían cómo entrar. La comunidad judía, obsequiosa, les reveló la entrada, a cambio de permiso para construir una sinagoga aneja al recinto.
Del relato de Don Benjamín se deduce que el acceso, aunque restringido, no era imposible, si bien nos deja en la duda de si nuestro viajero se pagó la entrada.
Años después del Tudelano, le toca el turno a Rabí Petaquia de Ratisbona, o de Praga. Probablemente hacia 1180, en todo caso antes de 1187, pues su Tierra Santa está todavía en poder de los cruzados. Escuchemos las impresiones de viaje a Hebrón y la Macpela –topónimo que él no usa, hablando sólo de ‘la Cueva’– de este judío alemán de bohemia (como tantos), narrador en tercera persona (como Julio César):
«Fue a Hebrón y vio sobre la cueva un templo grande que edificó Abraham nuestro padre. En él hay piedras grandes de 27 o 28 codos, y cada esquinera es como de 70 codos (!).
Dio al llavero de la cueva una moneda de oro por introducirle al sepulcro de los Padres, y se lo abrió. Sobre la puerta había una imagen [tselem, tal vez una simple cruz], y siguiendo de frente tres salas. Los judíos de Acre le había advertido:
–Ten cuidado, porque han puesto tres sarcófagos sobre el techo de la cueva, y dicen que son los Padres, y no lo son.
Eso mismo fue lo que le dijo el guarda de la cueva. Entonces él añadió otra moneda de oro por dejarle entrar en la cueva, y él se la abrió diciendo:
–Jamás antes permití a un pagano entrar por esta puerta.
Trajo luces y penetraron, descendiendo por peldaños, quince en total delante de la cueva por fuera. Pasaron al interior de una cueva muy amplia. En medio de ella hay una entrada en el suelo, que es todo él de roca viva, con todos los sepulcros excavados en ella.  dicha entrada de en medio está provista de gruesos barrotes de hierro, que el hombre no puede hacer si no es con ayuda del cielo. Un ventarrón sale por los huecos entre hierro y hierro, de modo que es imposible entra allí con luces. Entendió que allí estaban los Padres y rezó allí. Y mientras estaba orando a la boca de la cueva, salió el ventarrón y le echó para atrás [9]

Nada tiene de increíble que en una cueva soplen corrientes de aire. Otra cosa es la explicación que algunos daban. El golpe de viento se producía tres veces al día, cuando los Patriarcas y Matriarcas despertaban de su sueño para orar por su descendencia hebrea.
Cerrado el Haram a los infieles (siglo XIII), también la cueva se cerró incluso para los musulmanes. Se cita como excepción a los miembros de una cofradía especial, los jaulíes, con sede social en la mezquita Jaulí, aneja al Haram. Estos habrían gozado del privilegio de celebrar ritos en la Macpela.
Sin embargo, todavía un tercer judío tuvo la oportunidad de bajar allá, aunque no parece que viese mucho, ni lo puso por escrito. Fue un caso muy especial, hace unos 300 años. Según dicen, un sultán turco metió su sable por una ranura en el suelo y el arma cayó por ella. Baja un soldado a recuperarla y no vuelve; luego otro, y otro… El sultán da su arma por perdida.
A todo esto, su intención era renovar el bando de exclusión de los judíos en Hebrón. Para evitarlo, un ‘hasid l’ Abraham’ (devoto de Abraham), de nombre Rabí Abraham Azulí se ofrece a bajar a la Macpela. Así pudo el turco recuperar su sable, junto con el certificado de defunción de sus soldados desaparecidos. No, no eran desertores; eran cadáveres todavía calientes, muertos allí abajo de forma misteriosa.

El testimonio musulmán
Uno de los primeros relatos musulmanes se atribuye a un Abu Bequer al-Askafi (s. X):
«Para mí es cosa cierta  que la tumba de Abraham está donde se dice, porque yo la he contemplado y he visto el cuerpo con mis propios ojos. Yo había gastado una fortuna, casi 4.000 dinares, en donativos al santuario y sus custodios, esperando con ello el favor de Alá (¡exaltado sea!). Nada más razonable que querer comprobar si era cierto lo que se decía. Así ganadas por mí las voluntades de los custodios…, un día expuse a los custodios reunidos mi deseo. Su respuesta fue:
–Por nuestra parte no hay inconveniente. Pero ahora es imposible, por la afluenia de peregrinos. Ten paciencia y espera al invierno.
Entrado el mes de enero vuelvo a la carga. Esta vez me dijeron:
–Quédate aquí  hasta la primera nevada.
Cuando nevó y los caminos se cortaron, me llevó a una losa en el suelo, entre las tumbas de Abraham y de Isaac (¡la paz sea con ellos!), alzaron la losa, y uno de ellos, llamado Sa’luk, santo varón, se dispuso a guiarme. Bajó, y yo detrás, 72 peldaños, hasta una estancia a la derecha. allí vi un sarcófago grande de piedras negras, semejante al mostrador de una tienda. en él estaba el cuerpo de un anciano tendido de espaldas, de larga barba y mejillas peludas, todo vestido de verde.
–Es Isaac (¡la paz sea con él!).
Algo más adelante llegamos a otro sarcófago todavía más grande, y en él, en la misma postura, otro anciano, con el vello de su pecho encanecido, blanca también la cabeza, barba, cejas y pestañas. Vestido también de verde:
–Este es Abraham, el Amigo (de Alá)– dijo Saluq, y yo me postré alabando a Dios.
Pasamos adelante, hasta otro sarcófago más pequeño, con otro anciano de tez bronceada y barba espesa. Sus vestidos, también de verde.
–Este es Jacob el profeta.
Aquí dimos media vuelta, como de regreso al Haram. Y aquí se acaba la historia.»
Un tal Al-Anbari, oyente de Abu Bequer, no se quedó contento con este final, y este fue el resultado de su pesquisa:
« Así que, a la primera ocasión, vine a Hebrón, a la mezquita, y pregunté por el tal Saluq.
–Estará al llegar–, me dijeron.
Llega,  me dirijo a él, y sentado a su lado le cuento lo oído de boca de su amigo Abu Bequer. Él se me quedó mirando, como si no supiera de qué le hablaba. Entonces, para ganarme su confianza, le aseguré que mi intención era buena, pues el Askafi era mi tío paterno. Con esto, el hombre se me abre, y yo le espeto:
–¡Oh Saluq, por Alá!, ¿qué es lo que pasó realmente cuando os volvisteis al Haram?
–¡Pero cómo! ¿no te lo dijo Abu Bequer?
–Quiero que me lo digas tú.
–Pues bien, lo que ocurrió es que oímos una voz como de la parte de las tumbas femeninas, que nos gritó: “¡Fuera de lo prohibido! ¡así Alá se apiade de vosotros!” Los dos caímos al suelo desmayados. Recobrado el sentido nos levantamos, pero sin esperanza de vida. Como también los demás desesperaron de volver a vernos.
Tiempo después supo Al-Anbari que Al-Askafi había muerto pocos días después de haberle contado su historia, y preguntando por Sa’luk la respuesta fue que también había fallecido en breve tiempo –¡Alá tenga piedad de ambos!
Esta historia fantástica, de tiempos de la dominación musulmana, responde muy bien a una preocupación cultural: los caballeros no visitan a solas los aposentos de las damas, aunque se trate de sus sepulturas. Y es que, no quepa duda, las tres matriarcas se hallaban de cuerpo presente entero, pues el relato refleja también la idea de que los cuerpos santísimo son incorruptibles. La voz misteriosa juega con la palabra haram, que significa lugar prohibido, como lo es un santuario o también un harén. En este caso, el harén sagrado de los Patriarcas.
El hallazgo cristiano de 1119
Veamos ahora otros dos testimonios de musulmanes sobre un mismo suceso ocurrido en la Cueva de Hebrón en 1119, reinando Balduino II. Ese año (o el siguiente tal vez) causó sensación el hallazgo de los cuerpos de los Tres Patriarcas.
El primer testimonio –que en realidad procede de cristianos– es tan escueto como interesante, y para nosotros fundamental, para no perder nuestro hilo por este laberinto.
Alí Abu Bequer al-Harawi (m. en 1215), natural de Mosul, de profesión sufí andante, fue un contemporáneo de D. Benajamín de Tudela y de Rabí Petaquia, gran viajero y observador como ellos, que visita Hebrón bajo el Reino Latino. Este sujeto extraordinario compuso una Guía para conocer lo que se visita.
Al-Harawi conoce la historia de Al-Askafi y Sa’luq, que oyó recitar en Alejandría (1179) y la resume al comienzo de un capítulo de su libro. Pero luego, en el mismo capítulo, apunta otra noticia sobre la Macpela de naturaleza muy distinta :
«Pasé a Jerusalén en 569 (1173) y en esta ciudad y en Hebrón encontré ancianos que me contaron cómo, reinando el rey Balduino, se produjo en la Cueva un corrimiento de tierras. El rey dio permiso a algunos francos para entrar, y vieron a Abraham, Isaac y Jacob, con los sudarios cayendo a pedazos. Estaban arrimados a las paredes de la cueva, y sobre sus cabezas destocadas pendían lámparas. El rey hizo renovar los sudarios y cerrar la brecha. El hecho tuvo lugar en 513 (1119).
El caballero Birán, residente en Belén y todo un personaje entre los francos por su calidad humana y su mucha edad, me dijo haber entrado en la cueva con su padre, y cómo vio a Abraham, Isaac y Jacob, los tres con la cabeza descubierta.
–¿Qué edad tenías?
–Trece años.
Añadió que el caballero Jofre, hijo de Jorge, fue quien recibió el encargo del rey para renovar los sudarios y reparar la brecha de la cueva. Pregunté por él y me dijeron que había muerto hacía mucho.
Si esta relación es cierta, he hablado con alguien que ha visto a Abraham, Isaac y Jacob en realidad y no en sueño.»

He ahí un relato realista y perfectamente creíble. Los personajes son históricos: Birán podría ser Bailán de Ibelin (o de Belén), y en Jofre se puede reconocer a Jofre le Tort (o de Tor). Porque el testimoni en rigor es cristiano, aunque sea musulmán el que lo recoge. Su condición de místico sufí no impide al autor estudiar el caso con espíritu de encuestador científico («¿Qué edad tenías?», buena pregunta).  Pero fijémonos sobre todo en la fecha del accidente: 1119. Más de 40 años antes de la visita de Benjamín de Tudela.
Aquel hallazgo pronto se adornó, los esqueletos cobran cuerpo y casi vida, el antro desolado se adecenta:
«Este mismo año, algunos que vinieron de Jerusalén refirieron el hallazgo de las tumbas de los profetas, Al-Khalil (Abraham) y sus dos hijos Isaac y Jacob, sobre ellos la bendición de Dios y la paz. Refirieron que estaban todos juntos en una cueva en tierra de Jerusalén, y que parecían talmente vivos, sin parte alguna de su cuerpo deteriorada, ni huesos cariados, y que sobre ellos en la cueva pendían lámparas de oro y plata. Los sepulcros se restauraron a su estado anterior. Esta es la historia fiel tal como se contó, pero Dios lo sabe mejor.»  
Esta nota, muy citada por cronistas árabes, es del historiador Hamza ibn Asad ibn al-Qalanisi al-Tamimi, en sus Anales o Crónica de Damasco, al final del años 513/1119. Ni que decirlo, cada versión sabrá más detalles sobre el aspectos de los patriarcas, su indumentaria, hasta la cabellera y blanca barba de Abraham flotará al  aura de la cueva.
Aquí cambiamos el turbante islámico por el bonete cristiano, para tener otra perspectiva del mismo suceso.
Una siesta provechosa
En el siglo XII la iglesia de Hebrón la administraban canónigos agustinos. Uno de la orden compuso por encargo una obra en latín: Tratado de la Invención [o hallazgo] de los Santos Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.  
Ya el título es preocupante. Invención significa ‘hallazgo’, no tiene malicia. Pero en cambio tiene una carga técnica canónica, y eso, desde un punto de vista arqueológico, no augura nada bueno. El hallazgo de aquellos restos los convertía en candidatos al rango de  reliquias, que tras el proceso canónico de rigor solían sufrir un traslado a lugar más digno y apto para el culto de los fieles. Arqueológicamente, un desastre.
Un desastre que no habría hecho sino empezar. Porque las reliquias salidas del proceso canónico entraban en otro proceso crematístico, en un tráfico y mercado al alza, donde el fraude estaba a la orden del día, hasta ser imposible distinguir el original de las imitaciones.

Piero della Francesca: La Invención de la Vera Cruz por Santa Elena - San Polo de Arezzo
Pero, vamos a ver, ¿eran milagreros los restos de los patriarcas? Aunque en el siglo XII todavía no estaba fijado el procedimiento canónico, no se concebía santo ni reliquia sin taumaturgia. Así fue como santa Elena, en la invención de las tres cruces iguales en el Calvario (año 326), supo identificar científicamente la de Jesucristo y distinguirla de las de los dos Ladrones: sólo aquella curó a un enfermo. Más adelante se identificaría también la del Ladrón Bueno, san Dimas, por el mismo procedimiento, cada cosa a su tiempo.
El Talismán de Abraham
¿Y cómo no iban a obrar milagros los huesos de Abraham, si los obraba una simple joya de este patriarca? Lo dice un tapete que hoy día cuelga delante de su monumento, en la ventana del lado judío, citando el Talmud Babilonio (Baba bathra, 16, b):
« Rabí Simeón ben Yohay dice: “Un piedra fina pendía del cuello de nuestro padre Abraham, que todo enfermo que la veía, al punto se curaba”
Los extractos que siguen dan a conocer lo esencial del hallazgo, en apariencia fortuito, ocurrido en junio de 1119. Nada que ver con lo que le contaron gentes de por aquí al viajero sufí, vaya esto por delante.
Comienza el anónimo Canónigo Hebronense con una homilía, recordando a sus lectores/oyentes el significado religioso de Hebrón, donde reposan los huesos de los Patriarcas, salvo Jacob, traído de Egipto «en adobo con aromas» (conditum cum aromatibus), esto es, momificado.
Esto le lleva a especular con el posible hallazgo o invención de otra reliquia más estupenda; porque,
«según dicen, allí también fue depositado el primer hombre Adán; lo cual bien puede deducirse del libro de Josué (14: 15), donde está escrito: “Josué dio a Caleb, hijo de Jefone, Hebrón, donde se encuentra Adán el más grande”.»  
Digresión sobre Adán
¡Pero cómo! ¿Esa leyenda es auténtica, de la Biblia? Sí, y no. Se trata de un quid pro quo. La expresión «adán el [más] grande» ciertamente figura en hebreo, y en la traducción latina de la Vulgata.
En los relatos antiguos de la Biblia es frecuente recordar que un lugar tuvo más de un nombre: «Betel antes se llamaba Luz», «Esaú es Edom», o incluso, «Esaú es Sheír, o sea Edom»,  «Hebrón o Qiryat Arba» (la capital de los gigantes anaquíes),  etc. Este estilo se les pegó a nuestros cronistas medievales, tan bíblicos ellos, que a menudo tomaban su relato literalmente ab ovo, desde la creación del mundo, con un resumen de la Historia Sagrada.
El colmo del refinamiento ha llegado con el nacionalismo vasco y su moda de los topónimos dobles, como Vitoria/Gasteiz, por si se nos olvida que Vitoria es nombre moderno (y sobre todo, maqueto). O visto de otro modo, nos recuerda que la hermosa ciudad de Sancho el Sabio fue primero un caserío de mala muerte, sin más historia que haber sido tributario de San Millán, y sin otro mérito que su nombre vasco, que tampoco parece indicativo de antigüedad.
Traigo este ejemplo sólo para entendernos. Porque imaginemos ahora que alguien pregunta por Gasteiz. Una ocurrencia sería inventarle un epónimo, ‘el Mozo’, un legendario héroe local. Pues ese sería el caso bíblico de Qiryat Arba, la Villa de ‘Cuatro’ Algún escriba hebreo amigo de consejas estimó conveniente interpolar una glosa explicativa chusca: «El tal [Arba/Cuatro] fue el adán más grande entre los anaquíes». Por algo le llamaban el ‘Cuatro-Hombres’.
¿Lo pillan? Adán significa ‘hombre’. De las 50 veces, más o menos, que la Biblia hebrea repite esta palabra, casi siempre es es como nombre propio de Adán. Dejando aparte la expresión ‘hijo(s) de Adán’ –el género humano–, sólo aquí, y en otro lugar que ahora no recuerdo, ni pienso levantarme a mirarlo, se toma como nombre común: «el tal Arbá fue el hombre más grande entre los anaquíes» – el supergigante de los gigantescos  pobladores de esta región.
Pero san Jerónimo entró al envite –o quien fuese el intérprete latino de este versículo– y sin cortarse un pelo tradujo adam por Adán: «Adán el mayor fue depositado entre los gigantes». Ya tenemos leyenda en ciernes (si es que no existía ya). No necesitó más san Ambrosio para sacarse de la manga que si Adán fue sepultado entre estas gentes de Hebrón, fue porque aquí murió, donde había vivido y (según la idea clásica) donde había venido al mundo. Nuestro canónigo se sabe al dedillo ese pasaje ambrosiano del libro de La Creación de Adán [10].

Reliquias: entre la cacería y el respeto
Recuerda luego el canónigo, que las reliquias patriarcales ya fueron objeto de piadosa codicia en tiempos de Teodosio II (408-450), que envió una misión a Hebrón para llevárselas a Constantinopla. Una fracaso, porque teniendo todo listo, a la entrada misma de la cueva los operarios fueron heridos de ceguera y de una parálisis rara. El predicador, que a todo le saca punta para edificación de su auditorio, tiene la humorada de comparar aquella situación –quamvis dispariliter (sic), sin pasar de la raya– nada menos que con el castigo de los sodomitas buscando a ciegas la puerta de la casa de Lot para abusar de sus huéspedes angélicos (Génesis 19: 11).
Como premio de consolación, los bizantinos vaciaron el sepulcro de José «en Luz, que hoy se llama Nápoles (Nablus)». La manía del doblete a veces juega esas bromas. El erudito se equivoca, porque Luz era Betel, y aquí debió decir Siquem. Ocurre también con nuestros dobletes vascos topo-patrióticos. En todo caso, el hallazgo, digo, invención del cuerpo de José se acompañó de las meteoros y voces de ordenanza, más el olor de santidad, tan conocido, y como traca final, la muerte anunciada del eclesiástico hebronita  que dirigió la operación (septiembre de 415).
Corre el calendario y (año 638)
vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos ...

El invasor transforma la iglesia en mezquita, pero no logra entrar en la cripta, porque los fugitivos han ocultado la entrada.  
«Intervienen entonces unos judíos que habían vivido allí bajo la jurisdicción griega, diciendo:
–Aseguradnos el derecho de residencia entre vosotros, con permiso para construir una sinagoga a la entrada del santuario. Con esa condición, os mostraremos dónde debéis abrir la puerta.»
Con toda honradez, el canónigo reconoce el respeto exquisito de los musulmanes por el lugar santo,
«donde nadie entraba sino descalzo y con los pies lavados, y el oratorio de fábrica estupenda que construyeron, con adorno maravilloso de oro, plata y ricas sedas»; en contraste con el cristiano y católico «Arzobispo de Apamea, el que, tras la captura de Jerusalén por los Francos, saqueó a conciencia el  santuario de los Patriarcas» [11]
Y entramos (por fin) en materia
Con este desahogo, el anónimo ya se decide a contar su historia. Corría el año 21 del Reino Franco (1119) y era prior de San Abraham el piadoso Raniero. En su comunidad figuraban dos sacerdotes, Odo y Arnulfo, dedicados con él a la oración para que el cielo les revelase el secreto de las Tumbas de los Patriarcas. Un secreto que, por lo que se ve, también los musulmanes y judíos se lo llevaron consigo.
«Ved, hermanos carísimos, cuánto puede la oración asidua del justo…
Un día del mes de junio, mientras los canónigos regulares en sus camas echaban la siesta de costumbre, un hermano de la misma iglesia, artista amanuense, por evitar el calor estival entró en la iglesia y se acostó sobre el pavimento, junto a la pirámide que dicen de San Isaac.
Allí, entre dos losas grandes del pavimento, había una ranura, de donde salía un vientecillo suave pero frío, por un conducto subterráneo. Estando así tumbado y recibiendo a pecho descubierto el aura de allá abajo, como por juego se puso a arrojar piedrecillas por la ranura, y al oírlas caer en lo profundo dedujo que allí había una cisterna o antro. Tomó una varita y atando a su extremo un hilo largo y fuerte, con una pequeña plomada en el cabo del hilo, lo metió y midió una profundidad de once codos.
A todo esto, el prior estaba ausente en Jerusalén, por negocios. Despiertos los frailes y cantada la hora nona, el hermano refirió su hallazgo. Sospechando que era la entrada a la Cueva, durante dos o tres días estuvieron rogando a Dios que llevase a buen fin su trabajo, preparando entre tanto la herramienta necesaria para cortar las piedras, porque eran duras y casi a prueba de hierro.
Al cabo de dos o tres días, de común acuerdo y con el asentimiento del gobernador militar, que a la sazón era un tal Balduino, en nombre de la Santa Trinidad ponen manos a la obra, aunque sin entusiasmo...
Con gran trabajo, los canteros al fin consiguen poner al descubierto la boca de la cueva… Todos quieren entrar a una, pero no habiendo sitio, ceden el paso a Odón (o Eudes), el canónigo decano y segundo de la casa, después del prior… Él acepta, y atado con una soga le bajan, pero al no encontrar camino grita que le suban.
El día siguiente toca el turno a Arnulfo. Le pasan una luz, porque el sitio era lóbrego. Estudia lo que ve, una pared como de una pieza. La primera experiencia es frustrante. Pero, como entendido, pide un martillo y golpe aquí y allá. En la parte que da aponiente suene a hueco y eso le anima un poco. Pide que bajen algunos capaces de retirar una gran piedra. En cuatro días de trabajo lo consiguen, descubriendo como un acueducto grande pero seco, de 11 codos de altura por uno de anchura y 17 de longitud, obra de cantería. Lo exploran, y vuelta al desánimo…
Pero Arnulfo, que ya tenía casi certeza de encontrar las reliquias, retoma su martillo y vuelta a golpear, hasta que vuelve a sonar a hueco. Retiran otra piedra, y en otros cuatro días de trabajo abren un orificio por donde ven una caseta a modo de basílica redonda, obra de fábrica admirable, capaz para unas 30 personas y cubierta por una losa continua. Llorando de alegría dan gloria a Dios, pero no se permiten la entrada, pensando que allí estaban las reliquias de los santos. Aguardarán al superior cuando vuelva de Jerusalén…
El acuerdo fue acudir la comunidad en pleno. Pero ya dentro de la basílica no encontraron lo que pensaban. Su admiración era mayúscula, a la vista de aquell pequeña morada (mansiuncula). Y en verdad, admirable sigue siendo una estructura tal como apenas o nunca podría encontrarse, en especial bajo tierra.
Pero a los que entraron con el prior, y a éste mismo, lo que les importaba era averiguar si se descubría por algún lado el acceso a la cueva doble. Vuelve Arnulfo a la entrada de la basílica, y allí mismo, en la roca viva, advierte una piedra no grande, encajada a modo de cuña. Manda retirarla, y entonces sí, aparece la entrada tan deseada a la cueva…
Abrióse, pues, la Cueva el 25 de junio. El prior mandó a Arnulfo, a título de obediencia y penitencia, pues que era el que más había trabajado, entrar el primero para concluir así su obra. Dicho y hecho, con un par de cirios en las manos, armándose con la señal de la cruz, cantando a voz en cuello el Kyrieleison entra, aunque no sin miedo. Le preocupaba que Balduino, el defensor del lugar, sospechara haber allí un tesoro de oro o plata, y así sugirió al prior que le invitase a entrar consigo. A ruego vino y entró, pero el miedo le pudo y no tardó en salir.
Entre tanto, Arnulfo a lo suyo, dando vueltas por la cueva, por si daba con los huesos de los santos. De momento nada halló, salvo una tierra como salpicada de sangre. La noticia dejó a todos mohínos.
Al día siguiente el prior encargó a Arnulfo nueva visita a la cueva, y no dejar tierra por mover. Obediente el religioso empuñó su bastón, y removiendo con él la tierra descubrió los huesos de san Jacob, que puso todos juntos, sin saber todavía de quién eran. Pasando adelante y poniendo más cuidado, a la cabecera de san Jacob vio la entrada a otra cueva, donde estaban los huesos de los santos Abraham e Isaac. La entrada estaba cerrada, pero una vez abierta, en efecto, vio la cueva, y entrando en ella, al fondo encontró  el cuerpo sacratísimo con inscripción del ‘Santo Patriarca Abraham’, y a sus pies los huesos del bienaventurado Isaac, su hijo.
Porque, al revés de lo que algunos piensan, que todos fueron depositados en una misma cueva, no fue así, sino Abraham e Isaac en la de dentro, y en la de fuera Jacob…»
El gozo de aquellos varones sencillos fue pueril, expresado en himnos y cánticos y glorias a Dios. Más flemático y práctico, el feliz descubridor hace una primera intervención sobre su hallazgo:
« Arnulfo lavó con agua y vino los huesos de las santas reliquias, poniendo las de cada patriarca por separado en tablas de madera preparadas al efecto, y allí las dejó. Y una vez todos fuera, el prior selló la entrada con cuidado, para que nadie entrase sin permiso suyo.»
Aquí dos cosas llaman la atención. Una, el silencio sobre las Matriarcas, que al ser absoluto, sin comentario alguno, suena a despectivo y misógino. Como quiera que Benjamín de Tudela habla de una «última cripta» con los huesas de ellas, debe entenderse que los canónigos no la hallaron, porque no la buscaron.
La otra sorpresa viene del hallazgo de huesos mondos, sin rastro de la momia de Jacob, embalsamado al estilo egipcio. Cierto que el clima de Hebrón/Qiryat Arba no es el de Luxor/Tebas, acercándose más al de Vitoria/Gasteiz. Pero una cueva es siempre cueva, y alguna diferencia hubo de notarse.
Discúlpese la ironía, pero es que, a punto de concluir el documento, vamos entrando en el meollo de un negocio que promete ser una mina. Aquel sello del prior en la cueva no duró mucho, porque
«Al otro día, algunos de los religiosos que entraron con objeto de orar observaron, a la mano derecha según se entra, una piedra con letras grabadas. Examinadas por todos, de momento ninguno supo descifrar. Así que tomaron de allí una piedra, donde encontraron tierra, nada más [12]. Pero pensando que aquellas letras no se grabaron porque sí, al otro lado, es decir a mano izquierda de la entrada, perforando el muro, el día VI para las kalendas de agosto [sic] descubrieron como unos 25 vasos de arcilla llenos de huesos de muertos. Mas no supieron a ciencia cierta de quienes fuesen, aunque es de creer sería los restos de la gente principal de los Hijos de Israel.
Tras esto, el prior partió para Jerusalén a informar al patriarca Guarmundo de santa memoria, con ruego de que viniese a Cariatarbe a levantar los cuerpos de los Patriarcas. El cual prometió de buena gana que vendría, pero no bien aconsejado faltó a su promesa.» [13].
Este juicio severo de nuestro canónigo sobre el Patriarca de Jerusalén –Guarmundo o Veremundo– podría ser injusto, atendida la coyuntura histórica. Precisamente el 28 de junio de 1119, el regente de Antioquía Rogerio de Salerno moría en la batalla del Campo de la Sangre (Ager Sanguinis), junto con casi la totalidad de su ejército, 700 caballeros y 3.000 infantes. Recibida en Jerusalén la noticia del desastre, Balduino II acude a hacerse cargo de la regencia y defensa de Siria. Tal vez no era el mejor momento de ausentarse el Patriarca a festejar en Hebrón una invención tan poco clara.
Pero nada de esto parece importar a nuestro Anónimo, que cierra aquí su informe:
«Viéndose el prior engañado por el Patriarca, en presencia de gran muchedumbre popular venida de Jerusalén y ciudades vecinas a la solemnidad de los santos, el día 6 de Octubre, mientras el clero modulaba a voz en cuello cantando el Tedéum, sacó las preciosas reliquias, y tras pomposo recorrido por el claustro las mostró al pueblo deseoso.
¡Bendito tú, Señor Dios, que escondiste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los párvulos!...» [14]
Hasta aquí la homilía. Todavía hay otro documento que llaman Breviario o Resumen del Tratado, aunque en realidad es un informe, por cierto más técnico. Pero lo que aquí nos interesa es qué se hizo de las reliquias.
Pues bien, se hizo lo acostumbrado en aquellos tiempos: convertir la ceniza en oro. Uno de los principales pujadores fue más tarde el abad de San Gall, Ulrico IV, que por agencia del conde Rodolfo de Pfullendorf ofreció 10 marcos de oro, con el consiguiente regateo en la cantidad y calidad del artículo. Reliquias que, para mayor garantía, se tomaron del mismo altar mayor de la iglesia de Hebrón.
Sobre la pauta del Anónimo Hebronense se trazó este plano ideal de la cripta:


En el alzado, I y J son los templetes enfrentados que hay en la mezquita: I, al sur, junto al púlpito; J, al norte, sobre la abertura circular con la rejilla. El orificio y conducto de los judíos se aprecia en el lado sur, por debajo del dosel de entrada.
En el plano figura la boca de la cueva (os speluncae) y los peldaños, el pasadizo «a modo de acueducto, de 11 codos de alto»  (¡6, 6 m!), que lleva a la «casilla a modo de basílica rotonda» , donde estaría la entrada a la doble cueva, la exterior (de San Jacob) y la interior (de Abraham e Isaac). Esta segunda cae debajo de la abertura J de la mezquita, junto a la pared norte y el túmulo de Abraham.
En el pasadizo se señalan el hueco de los «vasos de barro llenos de huesos de muertos», así como el lugar con letras grabadas («elementa litterarum»).
Lo más notable es que todo el complejo subterráneo estaría comprendido debajo de la parte cubierta de la mezquita, con exclusión del patio. 
El material de que se hacen los sueños
Ya daba por cerrado este capítulo, cuando me sale al paso sin buscarlo otro relato estupendo, también cristiano, pero con una versión totalmente distinta y contradictoria de la que acabamos de ver. Es otra pieza de retórica clerical, de cuyo fárrago extraigo el meollo  [15].
Érase un clérigo galo de la Turena, que por devoción peregrina al Santo Sepulcro. De allí pasa a Hebrón, a los santos Patriarcas.
De vuelta a la patria, se da a una vida de rezos, día y noche, en la iglesia de San Martín. Su problema es que se duerme rezando, como si le diese la narcolepsia. En una de estas sueña con Abraham, que le reprende –sueño en el sueño–, y le encarga volver de inmediato a Hebrón, donde recibirá instrucciones. Todavía medio dormido, sin más sustento que su bordón, se pone de nuevo en Tierra Santa.
En Hebrón profesa como canónigo regular. Una noche se queda solo en la iglesia rezando, y otra vez le da el sueño. Ocasión que Abraham aprovecha para aparecerse al durmiente y darle el encargo convenido. Irá al rey Baldueino y al Patriarca Veremundo y les dirá que levanten el pavimento y descubran la cripta de los Patriarcas y sus mujeres, a nadie revelada hasta ahora.
Nuestro canónigo se despierta, pero no hace nada. Poco después, por Pascua, vuelta a rezar salmos, y vuelta a quedar dormido, y vuelta a soñar con el anciano, esta vez amenazante, «atente a las consecuencias». Ni por esas. Pide consejo y le dicen que los sueños sueños son. Salimos, pues, de Pascua, y es ya la Trinidad. Miércoles de témporas a mediodía, con la debilidad del ayuno y la monotonía del rezo le vence el sueño, y aquí de nuevo Abraham con gran cortejo de santos le echa el rapapolvo.
El soñador se excusa: «¿Y si luego allí no hay nada y quedo en ridículo?» Aplastante. Abraham le invita a seguirle y le muestra la piedra que tapa la cueva, «a la derecha, en el ángulo oriental de la iglesia». La cual se levanta por sí sola y bajan todos en procesión. Atraviesan las Siete Puertas de mármol, que también se abren y cierran por sí solas a su paso, y entran en una basílica. Dentro, a la entrada, retirada otra losa, descienden a la cueva inferior. Aquí en un mausoleo se hallaban reunidos los cuerpos de los santos patriarcas, junto con otros muchos santos.
Despierto el canónigo se dirige al lugar indicado, remueve sin dificultad la losa, y bajando por allí una luz suspendida de un cordel inspecciona el antro.
Esta vez sí, descubre su secreto, la comunidad se entuasiasma, y aunque era mediodía se olvidan de comer. ¡Maravilla! La losa tan dócil en sueños, realmente resultó pesada, pero cedió. Con una lámpara colgada de una soga a modo de plomada, miden cinco codos (unos 3 m) de profundidad.
La realidad de la vigilia puso a prueba un esfuerzo suplementario, que en sueño no hizo falta para recorrer la cripta. Los muros eran solidísimos, hasta llegar a la basílica con un cerco de 29 sillares, bajo el suelo de la iglesia, y capaz para 100 personas. Otra losa en caracteres hebreos indicaba el mausoleo de Isaac y Jacob. Más allá, tras una puerta de mármol, el de san Abraham. De esta brotó una fragancia nunca antes percibida por nadie, como aroma del Paraíso, que trascendio a la iglesia superior llena de público jubiloso.
« Esta revelación ocurrió en la vigilia de la Asunción de la virgen María. ¡Oh favor de Dios admirable! ¡Oh alegría de dios inenarrable!... ¡Oh feliz Hebrón! ¡Oh Cueva maravillosa!...»

El siguiente paso fue dar parte al rey y al patriarca de Jerusalén, invitándoles a comprobar el hallazgo y obrar en consecuencia. La afluencia fue enorme, mezclados gentiles con cristianos. «¡Oh varones loables, que de forma tan diversa comparten una misma fe! ¡Oh qué alegría! ¡Oh cuánta devoción! ¡Oh…! ¡Oh…! ¡Oh…!»

Kohler, el descubridor y editor de la pieza, no le concedía valor histórico, considerándola mero ejercicio escolar. De acuerdo con lo primero, se puede discrepar de lo segundo. Fervorines como este se oían en los púlpitos y se estampaban en los libros con toda seriedad.

Visitantes modernos
Hermes Pierotti (*Módena, 1821) fue un ingeniero y arqueólogo italiano que trabajó en Palestina al servicio del gobierno turco, pero también como espontáneo. Sin entrar en sus méritos y fallos, aquí interesa su pretensión de haber sido el primer europeo en siglos que entró en la Cueva; pretensión plasmada en el opúsculo Macpela o Tumba de los Patriarcas en Hebrón, visitada por el Dr. Ermete Pierotti, arquitecto-ingeniero (el único que ha visto el interior de la caverna), con Apéndice concerniente al Sr. conde de Vogüé y al Sr. Ernesto Renan. Lausana, 1869.
Como arqueólogo, Pierotti era de los que toman el libro clásico como guía, para buscar y encontrar todo lo que allí dice. Así hacía su coetáneo Schclieman excavando Troya, la azada en una mano y la Ilíada en la otra. El clásico de Pierotti, por supuesto, era la Biblia. La Biblia dice que Roboam realizó construcciones en Hebrón, luego la obra ciclópea del ‘Castillo de Hebrón’ era roboamita, y no herodiana, como pretendió Renan tras una visita de médico, en compañía de Vogüé.
La fanfarronería de Pierotti, su agresividad personal a quienes no le hicieron caso, le crearon enemigos y en todo caso desluce la ejecutoria de un técnico muy preparado. Antes de zurrar en el Apéndice a los dos ilustres comisionados franceses, en el prólogo había hecho burla de la visita del Príncipe de Gales, saludado por la prensa como «el primer visitante europeo de las Tumbas de los Patriarcas», cuando ese primer visitante había sido él, el Dr. Pierotti, que además conoció la verdadera Macpela, la subterránea…

Cualquiera diría que lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni corazón humano sospechó, se había revelado de par en par al italiano. Sin embargo, su monografía es decepcionante, y lo que es peor, fantástica, pues con haberse asomado un par de veces unos pocos segundos a la entrada de la cripta, se atreve a levantar un diseño completo y detallado de la Macpela, extendida por todo el subsuelo del Haram, y con cada tumba donde tenía que estar. Después de todo, en su excelente trabajo sobre la Tumba de David en Sión (Jerusalén) tampoco falta la correspondiente cueva [16].

El ojo de Dayán
Moisés Dayán, el gran militar, fue también arqueólogo aficionado. Las victorias judías –también las ocupaciones–  han dado ocasión a tanteos arqueológicos israelitas en campo ajeno. Ahora mismo, en Hebrón, hay al menos un contencioso sobre el particular. Pues bien, los colonos hebronitas lamentan que, tras la victoria  de los Seis Días (1967), Dayán como ministro de Defensa tuvo la debilidad de dejar las llaves del santuario al Waqf, organismo musulmán de la estrecha observancia. Un primer efecto fue la prohibición de turbar el descanso de los Patriarcas.
Dicen que, pesaroso, el propio Dayán no tuvo empacho en infringir la ley aquí en la Macpela. «¿Tal vez buscaba artefactos que añadir a su colección personal?», ironizan algunos compatriotas suyos, como Noam Arnon. Porque es fama que el general se hizo dueño de todo un museo arqueológico particular, trabajado con sus propias manos.
Con el mayor sigilo, el arqueólogo se dirigió al templete y orificio por donde se introducen las lámparas, que aunque pasa por ser la boca de la cueva, con poco más de 25 cm de diámetro no es lo que se dice ‘agujero de hombre’.
El ingenioso Dayán contaba con una niña judía de 12 años llamada Micol, tan menudita como para embutirla y descolgarla por allí. Traduzco del relato de Arnon [17]:
«Micol se encontró en una sala redonda con el suelo cubierto de monedas, velas y papeletas escritas. Mirando en torno vio al sur un corredor estrecho y oscuro. La valerosa chiquilla se mete por allí, y a los 17 m descubre una escalinata. En total oscuridad [sic, ¿por lo visto Dayán no le facilitó una caja de cerillas, o una linterna?], topa con una pared que le cierra el paso. Una gran piedra le impide avanzar. Imposible moverla. No le quedó sino volver a subir los peldaños de la escalera y dejarse izar por donde entró.»
Esta pifia no hizo sino picar la curiosidad de los colonos hebronitas. Un equipo espontáneo de un colegio, en el que participaba Arnon, ataca el problema por otro lado (2006). A la distancia recorrida por Micol, la piedra que le cerró el paso estaba en la sala de oración de la mezquita, espacio casi siempre ocupado por árabes.
El truco empleado recuerda el que nos contaba al principio Benjamín de Tudela, de los obreros que bajaron a la Tumba de David en Jerusalén. Si aquéllos aprovecharon el tiempo de la comida, los nuevos exploradores se valen del mes de Elul, especie de ramadán judío preparatorio del Cabo de Año; mes de oración y penitencia con algo de jarana nocturna en su sinagoga, mientras los guardas de la mezquita confiados se van a dormir.
Sobre lo hallado, me remito al artículo de Arnon. De momento, nada como para excitar a los operadores turísticos. ¿Ha contado la Macpela todo lo que sabe? Ojalá esa paz improbable entre los hijos de Abraham y de Isaac llegue de improviso y propicie esa y otras empresas comunes a ambos pueblos.





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[1] ¡Qué abismo, entre las garantías y moderación respetuosa del califa Omar en la capitulación de la Ciudad Santa (febrero de 638), o también entre los términos concedidos por Saladino en la rendición incondicional (octubre de 1187), y la salvajada cristiana tras el asalto de una plaza donde sólo quedaban musulmanes y judíos, abrasados vivos estos últimos en su sinagoga! «La masacre de Jerusalén impresionó profundamente al mundo entero. Imposible fijar el número de víctimas, pero acabó con la población musulmana y judía de la ciudad. Incluso muchos cristianos se horrorizaron… Aquella sed de sangre, prueba del fanatismo cristiano, reavivó el fanatismo del Islam. Cuando, más tarde, latinos más avisados en Levante buscaron alguna base de colaboración entre cristianos y musulmanes, siempre se interpuso el recuerdo de la masacre». Steven Runciman, A History of the Crusades (C. U. P., 1951; Folio, London, 1994), 1: 1-2, 236-238; 2: 377-380.
[2] Benjamín de Tudela: Mase‘oth shele-Rabbi Benyamin /Itinerarium D. Beniaminis. Leiden, Elzevir, 1583, págs. 44-47 (hebreo con trad. latina y notas).
[3] Antigüedades Judías, 7, 15; cfr. Guerra Judía, 1, 2.
[4]  Antigüedades, 16, 7.
[5] De la Historia de Jerusalén y de Hebrón de Mugîr ad-Dîn (m. 1521); en Henry Sauvaire, Histoire de Jérusalem et d’Hébrón, depuis Abraham jusqu’à la fin du XVe. siècle de J.-C. París, 1876, pág. 5.
[6] Talmud Babilonio, Sotah, 1, 13).
[7] La primicia periodística fue la visita, no el permiso. Años antes que el príncipe Alberto Eduardo, otro británico, el judío Sir Moisés Montefiore, había obtenido licencia del pachá Mohammed Alí, que a la sazón gobernaba Palestina, para visitar la Tumba de los Patriarcas (1839). Cosa que finalmente no pudo realizar, por el alboroto que se produjo en el pueblo.
También la visita del Príncipe de Gales estuvo rodeada de precauciones, acordonado el edificio militarmente, sin poderse evitar las protestas del público. Los musulmanes Hebronitas tenían ganada fama de fanáticos, cosa que hoy los colonos israelitas suelen recordar con mucho gusto.
La prohibición terminante del Haram (valga la redundancia) a todos los infieles se atribuye al sultán mameluco Baibars, hacia 1263.
[8] B. de Tudela, o. cit., págs 48-49.
[9] O «le derribó de espaldas». El traductor inglés, leyendo shûhah (con shin), interpreta: «Cada vez que se inclinaba hacia la boca de la cueva, un ventarrón salía y le echaba atrás». Travels of Rabbi Petachia of Ratisbon. Ed., trad. y notas de A. Benisch. London, 1856, págs. 60-63.
[10] La versión griega de los LXX va por otro lado: «El nombre de Hebrón era primero Ciudad de Arbok, la capital (metrópolis) de los Enakim» (Josué 14: 15).
[11] El arzobispo rapaz fue Pedro de Narbona, pero su expolio sacrílego de Hebrón, a falta de otro testimonio, debió de cometerlo antes de  1102, cuando los cruzados ocupan la ciudad y se establecen los canónigos regulares; por tanto, cuando sólo era obispo-capitán de fortuna.
[12] ¿Tal vez urnas osarias rectangulares de piedra rotuladas en hebreo?
[13]  Según eso, el nuevo hallazgo de las urnas con huesos habría tenido lugar un mes más tarde, el 27 de julio. Creo, sin embargo, que podría tratarse de un error, o mejor, sustitución intencionada de las kalendas de julio por las de agosto. El párrafo comienza hablando de «el otro día» (altera siquidem die), esto es, el 27 de junio. El retraso de un mes tendría por objeto evitar la coincidencia de la visita del prior de Hebrón al Patriarca de Jerusalén con la fecha del desastre de Antioquía, el 28 de junio. También es posible, y muy probable, que los canónigos gastaran algún tiempo buscando las reliquias de las Matriarcas, pero es extraño un silencio que dice poco en su favor.
[14] El texto crítico y anotado del Tractatus del Canónigo Hebronense se encuentra en Recueil des Historiens des Croisades (RHC), Historiens Occidentaux, t. 5, VIII (Paris, 1895), págs. 302-316. Anteriormente había publicado el documento según ms. de Leiden su descubridor el Conde Riant, Invention de la sépulture des patriarches Abraham, Isaac et Jacob à Hébron le 25 juin 1119 [sic], en Archives de l’Orient Latin, 2 (Paris, 1884), págs. 411-422. Los Bolandistas habían conocido y utilizado en parte el documento por otro ms. enviado desde el monasterio de S. Martín de Tours; Acta Sanctorum Octobris, Bruselas, 1780, 4: 688-691, al día 9 de Octubre, De San Abraham en Palestina. Comentario histórico-crítico, págs. 571 y sigs.
[15] Texto latino, según ms. de Avranches, editado por Ch. Kohler, “Un nouveau récit de l’Invention des Patriarches Abraham, Isaac et Jacob à Hébron.” Rev. de l’Orient Latin, 4 (1896), págs. 477-501.  
[16] E. Pierotti, Jerusalem Explored, London, 1866, vol. 2 (planchas), Plancha XLVI.
[17] Noam Arnom, Inside the Cave of the Machpela (20-06-2006). El autor habla del hallazgo de cerámica «de la era del I Templo, la era de los Reyes de Judá».