martes, 16 de diciembre de 2014

La República del Rey Enzo



Bachoqui en Bolonia
Bolonia es una ciudad sorprendente incluso para un bilbaino. Si éste es además nacionalista –y aunque no sea bilbaino–, se encontrará allí como en casa, rodeado de banderas tricolores, rojo-blanco-verde, en ausencia de rojigualdas. Pero cuando de verdad el vasco-vasco del PNV siente calor de nido es al darse allí de bruces con el bachoqui más antiguo y más grande del mundo universo.
–¡No será verdad! ¿Bachoqui en Bolonia?
Pues sí. El Bachoqui, con artículo y mayúscula. Pregunte usted allí por el Bachoqui, y en un pispás dará usted con sus huesos en los Tribunales.
En efecto, en la Plaza de este nombre, tras la bandera nacional rojiblanquiverde y la de Europa, se alza imponente el Bachoqui: un caserón inmenso, diseñado (eso dicen) por el gran Palladio en 1572, que hoy sirve de Palacio de Justicia en grado de Apelación. Y no es por dar ideas, pero es notable que en Bolonia la Justicia se imparta en el Bachoqui [1].
Según eso, no sería mala idea que el Gobierno Vasco se entendiese con Bolonia para, a la mayor brevedad, trasladar allí la estatua de Sabino de Arana, que en los Jardines de Albia de Bilbao vuelve la espalda a un Palacete de Justicia que no se la hace a la talla del personaje. Aquél otro Palacio sí. Tengo hasta la pankarta: ‘SABIN BOLONIRA - ARANA BATXOKIRA - GOIRI KANPORA’
No sólo para el vasco, también para el catalán tiene su detalle Bolonia: los Malcontents o Agraviats tienen allí su via Malcontenti. Los Descontentos de Bolonia, como los de Florencia, Siena y otras ciudades italianas donde tienen calle, eran sujetos que daban esa impresión a la muchedumbre, por el mal gesto que ponían al recorrerla, camino del patíbulo. Eso dicen, aunque para el caso de Bolonia no convence a todos, pues la vía Malcontenti, hoy al menos, no lleva a ninguna parte. Piensan algunos que los Malcontents fueron una familia que tuvo allí casa; y éstos sí que serían catalanes, de Cerdeña seguramente.
Con el Rey Enzo en Bolonia
Dedicamos a Bolonia casi cuatro jornadas, lo justo para una impresión superficial que iré mostrando. En la ciudad hemos sido huéspedes del Re Enzo. No del  rey en persona, obviamente, ni en su palacio, sino en el hotel de su nombre. Albergo interesante, sobre todo cuando le muden las moquetas, bastante traídas.
El Rey Enzo es la mayor institución de Bolonia. Cualquiera diría que tuvo aquí  su corte; y en cierto modo la tuvo, aunque no convencional. Bolonia siempre fue republicana, pero que no le quiten sus papas y, sobre todo, su Re Enzo.
Tal vez sea la fascinación que las coronas regias ejercen a menudo sobre sus sedicentes enemigos. Ahí está el senador vasco por el PNV, Don Iñaki Mirena Anasagasti, que distrae su ocio vitalicio fustigando a la Casa Real. Y no hay halago que más aprecie el sujeto que ser llamado ‘azote de la Monarquía española’, cuando sin ella su existencia apenas tendría razón de ser. Un republicano que, por otra parte, se jacta de ser súbdito de Venezuela, toma modelo. Pero no nos distraigamos nosotros del Rey Enzo.

La Bolonia histórica ocupa un hexágono irregular dentro de la que fue su muralla, con 12 puertas, como la Jerusalén Celeste. O sin ir tan lejos, como en sus días Zarauz o Laredo. Si en un plano de la ciudad recortamos ese polígono y le buscamos su centro de gravedad, veremos que no cae lejos de la Fontana de Neptuno, frente al Palacio del Rey Enzo, Allí vivió encerrado el pobre rey los 23 últimos años de su vida, hasta su muerte.

Quién era el Rey Enzo
Enzo, o Enzio –también mejor Hencio, del alemán Heinz, hipocorístico de Heinrich– es como llaman los italianos al rey Enrique de Cerdeña (h. 1218-1272) [2].
Uno de los muchos bastardos conocidos del emperador Federico II de Suabia, tal vez el segundo. En todo caso fue el preferido y su mano derecha en Italia, aunque curiosamente en su testamento le olvida. Dicen que se le parecía mucho, en lo físico como en la cultura y gustos, con afición a la cetrería y gaya ciencia. Le llamaría Heinz por afecto, por su pequeña estatura (como él mismo), o quizá por distinguirle del primer hijo legítimo que tuvo de su primera mujer Constanza de Aragón, llamado también Enrique (1211-1242). El cual le saldrá traidor  (1234) y morirá prisionero del padre, desheredado y leproso.   
Federico casó a Enzo (1238) con la noble sarda Adelasia de Torres, viuda demasiado mayor para el novio, pero muy indicada para un matrimonio de estado, creando a la pareja un Reino de Cerdeña feudatario del Imperio. Un reino seglar, frente a las pretensiones temporales de la Santa Sede, para quien  todas las islas del mar eran suyas. (Por extensión, también las penínsulas, y desde luego los continentes, que bien mirados en el mapa son islas de marca mayor. De la curiosa ‘teoría insular’ ya traté algo en otra ocasión.)

Enzo se va a la guerra
Sólo ocho meses después, y sin duda con alivio, el jovencísimo esposo deja la isla y la compañía de su casi cuarentona consorte, reclamado por el padre a Italia para compartir jefatura militar en la guerra del Hohenstaufen contra la Liga güelfa (en la que entraba Bolonia) y contra el papa Gregorio IX. Enzo fue nombrado Legado General del Sacro Imperio para toda Italia, mostrándose hábil general, rápido y valiente hasta la temeridad, como para compensar la carencia de potencial militar.  
En mayo de 1247 la güelfa Bolonia declara la guerra a Módena gibelina, provocando la cólera de Federico, que abolió oficialmente la Universidad. Y aunque el decreto no fue obedecido, algún efecto tuvo, luego lo vemos.
Dos años después vuelven a la carga, y entonces acude en ayuda de Módena Enzo. Con tan mala suerte, que en un encuentro en Fossalta  cae en manos del podestà de Bolonia Felipe Ugoni, con otros muchos prisioneros de cuenta (26 de mayo 1249).
La mayoría se libraron, unos por rescate, otros comprando una fuga. Enzo no. Por razones nada claras –presión del poder plebeyo en Bolonia, presión de los papas, orgullo nacional etc.– el prisionero fue condenado a cadena perpetua y así se cumplió, sin descuentos penitenciarios, sin estrasburgos, grados ni permisos.
Haciendo caso omiso a las amenazas y promesas de Federico, el Concejo de Bolonia dispuso para Enzo una jaula de oro en el ‘Palacio Nuevo’, anejo al  Palacio del Podestá, de modo que el preso vino a ser huésped de su captor.
Por otra parte, todo el pueblo que acudió a ver la entrada del cortejo triunfal, con los cautivos detrás del carroccio urbano atados de dos en dos, y el último de todos el prisionero estrella, Enzo, quedó emocionado. Aquella gente sencilla, y en especial el mujerío, se prendó a primera vista de aquel joven elegante y hermoso, «cara de ángel, la cabellera en bucles de oro flotando hasta la cintura, triste y ausente, desarmado caballero de una mula». A cuyo paso, la compasión ponía silencio, y en vez de los insultos habituales en estas ocasiones, aquí sólo se oía el suspirar de las doncellitas y el latir unísono de sus pechos enamorados, «mira que es guapo». Cuántas boloñesas soñarían entonces, «queremos un hijo tuyo».
El Rey Enzo era ya leyenda.


A todo esto, Adelasia en Burgos
La primera vez que leí que Adelasia falleció en Burgos me tuvo perplejo. Hasta que supe –alabado sea Google– que es topónimo italiano de Cerdeña, y que su castillo tuvo que ver con la ocupación aragonesa de la isla.
Burgos de Cerdeña – (c) Thies-Peter Lange
Aquí pues, y no en las Huelgas Reales, fue donde Adelasia abandonada se encierra a llorar su soledad y reconciliarse con la Iglesia. En 1243 el papa Inocencio IV le levanta la excomunión, atento a que se casó con Enzo «engañada por malos consejeros», dándole a entender que la cosa tenía remedio. Y lo tuvo. Previa donación espléndida de bienes a la Iglesia, la reina pide y obtiene el divorcio, y no sé si la nulidad de su matrimonio, por adulterio del marido (1246).
La unión –lo hemos visto– se hizo contra la voluntad del papa Gregorio. Enzo por su parte, acerca de la fidelidad conyugal tenía la misma idea que su padre, polígamo practicante. Obraba también la gran diferencia de edad y carácter con aquella mujer siempre mohína, una  beata miedosa de excomuniones y una provinciana que se escandalizaba ante los adulterios. Se creyó que Elena, la hija mayor de Enzo, era legítima, pero más parece que la tuvo con una querida.
De Adelasia poco más se supo, sino que muere allí algo después de 1255, o sea unos 15 años antes que el ex marido.


El cautivo de Bolonia
La prisión de Enzo fue severa al principio, aunque el rey siempre recibió trato principesco. Sobre su prisión se noveló a placer. Cronistas hubo que lo encerraron en una torre imaginaria, levantada ex profeso en la plaza mayor, entre el Palacio del Podestà y la basílica de San Petronio.
En realidad se le asignó una celda o cámara y un salón amplio y hermoso para pasar el día. Aquí llegó a mantener vida social, entre jóvenes caballeros que por acuerdo del Concejo se turnaban en hacer la guardia, sin que faltaran damas, banquetes, música, versos y juego. Más adelante se autorizó la presencia de su hermana Catalina.
En aquella mini corte, Enzo discurseaba sobre aves y cetrería –en eso era maestro, como su padre– sobre cortesía, modales y gay saber en romance, como imitador de Ovidio en su destierro del Ponto, no se me entienda mal.
Sólo por la noche, a toque de campana, le encerraban en la cámara bajo llaves. Pero  también sobre esto corrieron  fábulas, como que el rey ornitólogo dormía como un pájaro en una jaula de hierro, colgado de la pared o del techo, para mayor seguridad.
Que hubo intentos de fuga, se supone. Aunque no con los detalles novelescos de adorno. Por ejemplo, que escondido en un cuévano, o en la tinaja de un vinatero, cierta mujer le reconoció por la cabellera rubia que asomaba fuera del receptáculo.
Las esperanzas de libertad de Enzo se esfumaron sobre todo en diciembre de 1250, cuando su padre Federico II muere en el sur de Italia, destituido del Imperio y excomulgado.
Si en 1241 el emperador había festejado la muerte del papa Gregorio, ahora fue el turno de Inocencio IV, que escribió a todos los soberanos de Europa cartas congratulatorias harto chocantes, por la inquina feroz que rezuman contra quien, después de todo, en aquel sistema político, era tan representante de Dios en la tierra como lo era el Vicario de Cristo, cada uno en su fuero.


La caída de la Casa Suabia
Para entonces Enzo, en pleno síndrome de Bolonia, parece indiferente a la suerte de su Casa de Suabia, en vías de extinción.
Le quedaban dos hermanastros herederos del padre. Conrado IV, hijo legítimo, le sucedía como rey y emperador en Alemania. Manfredo, otro bastardo –aunque legitimado tal vez in extremis–, gobernaba como vicario suyo en Sicilia con la Italia meridonal. El primero muere en plena juventud (mayo de 1254), dejando un hijo de dos años, Conrado, llamado Corradino. Si por todos los indicios este hermano no movió un dedo por librar al cautivo de Bolonia, menos interés iba a tener Manfredo, decidido a usurpar la herencia de Corradino. De hecho, tras propalar el bulo de que el niño había muerto, se coronó rey de Nápoles y Sicilia (1258), sin hacer caso del papa Alejandro IV (1254-1261), que invalidó el acto y, como de rutina, le excomulgó.
Conrado el Joven (Corradino)  halconero
Códice Manesse - Wikipedia.org
Tras el mediocre Alejandro vino el mediocre Urbano IV (1261-1264). Urbano era francés, y para conjurar el fantasma de los Hohenstaufen invocó al francés Carlos de Anjou, hermano de san Luis IX, a cambio de concederle la investidura feudataria de Sicilia y el cargo de Senador de Roma. Carlos vino, vio y venció a Manfredo, que muere en batalla (Benevento, 1260).
Estas eran las noticias que le iban llegando a Enzo, acentuando su melancolía, mientras su cabellera rubia encanecía prematuramente. La última y más terrible fue que el jovencísimo Corradino, recién estrenada la mayoría de edad,  había bajado a Italia a medirse con Carlos de Anjou. Una locura.
A Conradino al principio le engañó la suerte, tal vez porque el francés no hizo el debido caso de aquel chiquillo, bisoño pero muy valiente. Bien acogido por la ciudades gibelinas –Verona, Pavía y sobre todo Pisa (rica potencia naval)–, Corradino llegó a entrar en Roma, donde le recibe con los brazos abiertos el senador Enrique de Castilla, hermano de Alfonso X el Sabio y primo de Carlos de Anjou. Este último parentesco no impidió al castellano unirse a la empresa gibelina y compartir con Corradino excomunión, esta vez fulminada por nuevo papa Clemente IV (1265-1268).
La batalla de Taglacozzo (agosto de 1268) fue el desastre para Corradino y su bando. Fugitivos, caen en manos de un señor güelfo, un Frangipane, que los entrega a su enemigo Carlos de Anjou. Tras un juicio sumarísimo y fallado de antemano, Corradino es decapitado en el Foro Moricino, la Plaza del Mercado de Nápoles. Así de rápida corría la Historia.
Con el rey alemán fueron ajusticiados todos sus compañeros de fuga, menos uno. Y a todos ellos, como excomulgados, se negó funeral y sepultura religiosa por orden del papa. Sólo Enrique de Castilla, por ser de la familia y por respeto al rey Alfonso, mereció el indulto de Carlos, aunque lo tuvo preso hasta 1291.
Con Corradino se extinguía la estirpe legítima de Suabia, y con tío Enzo la estirpe toda, pues sólo tuvo reconocidas a tres hijas: Elena, Magdalena y Constanza. Todavía sobrevivió al sobrino cuatro años. Casada Elena como heredera de Cerdeña, la compañía femenina del rey fueron las otras dos hijas, la hermana Catalina y al menos una concubina, probablemente más.
También en los amoríos del rey se cebó la leyenda. Sin la menor duda, muchas boloñesas desearon un hijo de Enzo, y algunas lo tuvieron o se lo figuraron. La historia más contada es la de la bella Lucía. Una crónica del siglo XV de esta versión:

«El dicho Rey se enamoró de una joven campesina de Viadagola, llamada Lucía, la muchacha más bonita que se pudiese ver. Cada vez que la dicha Lucía venía a palacio, el Rey decía:
–Alma mía, ben ti voglio (bien te quiero)
Entonces Pedro Asinelli, que cada día estaba con él, intervino y la hizo estar con el Rey, de manera que la joven quedó preñada y parió un putto maschio (un niño varón), y le puso de nombre Bentivoglio. Del cual desciende la noble casa de Bentivoglio».


Bonita leyenda para hacer entroncar con la Casa de Suabia a los Bentivoglio, bolonios de pura cepa, por cierto, más antiguos que el rey Enzo. De su fundamento, baste decir que la cuenta un cronista que a la vez era secretario de Juan II Bentivoglio, déspota ilustrado de Bolonia desde 1463 hasta 1506, cuando el papa Julio II lo echó de la ciudad. Seguro que al Bentivoglio le encantó la noticia y el ingenio del secretario mereció propina.





Por el ocaso a la apoteosis
Mientras a Enzo le llegaron ayudas de costa de su reino de Cerdeña y otras posesiones, se le cobró la estancia y la custodia, pagando él religiosamente. Sabía mostrarse espléndido, hasta que se le acabó el humor daba fiestas, y si era necesario tomaba empréstitos a usura. Consta que el Concejo le puso coto en esto, para que no le desangrase el usurero, que por supuesto sería judío, aunque en Bolonia nunca se sabe. También se sabe que tuvo intereses económicos en la ciudad.
Cuando cesaron los ingresos, fue la propia República la que, sin soltarle, le asignó un pasar decente a un gran señor. Y es de notar que en su día hizo testamento , legando la mayor parte de sus derechos a Federico de Turingia y al rey Alfonso X de Castilla, que ya para entonces se había  embarcó en ‘el fecho del Imperio’: aspirante frustrado a la corona germánica, una operación nada rentable para Castilla. (Recordemos, la madre de Alfonso el Sabio fue Beatriz de Suabia, prima hermana de Federico II.)
Buscando razón a tanta generosidad de los boloñeses, republicanos empedernidos, se ha pensado que tal vez no tenían la conciencia tranquila reteniendo al rey. El haber sido capturado en guerra no le quitaba su condición de legatus, y un legado imperial era tan inviolable como un legado del papa. Bolonia pasaba por tener la mejor escuela de juristas. Uno de ellos había sido el encargado de redactar la carta famosa en respuesta a Federico II cuando exigió la libertad de Enzo:

«No esperéis asustarnos con palabrería vana. No somos trémulas cañas palustres, ni plumas al viento, ni niebla que se disipa al rayo de sol. Sabed que tenemos al rey Enzo. Le tenemos y le retendremos. Si queréis castigar la ofensa poned mano a las armas, oponed fuerza a fuerza. Entonces nosotros ceñiremos espada y rugiendo como leones os haremos frente. Y de nada valdrá a vuestra magnificencia la tropa numerosa, porque como dice el refrán antiguo: muchas veces un gozque clava en el sitio al jabalí.» [3]

El mismo Rolandino Passeggieri que como orador y letrado escribió esas bravatas, como letrado jurista pudo tener sus reservas. Y eso que él era güelfo. Sus colegas del bando gibelino sin duda sopesaron el albur de quedarse sin Facultad y Universidad.
«Viejo prematuro, Enzo enferma a primeros de marzo de 1272. El 6 hizo testamento, el 7 añadió dos codicilos, el 14 moría» [4]
En el segundo codicilo, Enzo mandaba ser enterrado en Santo Domingo. Así se hizo con pompa regia. De nuevo el citado Passeggeri interviene componiendo el epitafio, en seis hexámetros latinos pareados. Su texto es lo único del monumento que se conserva, pues con las transformaciones de la basílica los huesos de Enzo no han estado del todo tranquilos.
En todo caso, comparte techo con Domingo de Guzmán: el vástago del hereje, descreído, libertino y descomulgado Federico, con el fundador de los dominicos, los ‘Perros del Señor’ (Domini Canes), y el primer Gran Inquisidor de la herética pravidad.


El rey trovador
En su testamento, y entre sus objetos personales, el rey menciona sus «libros romanciorum», libros de romances, que lega a sus sobrinos. El que los libros fuesen suyos no implica que lo fuese el contenido.  
En el Rey Enzo vieron algunos cumplida la profecía de Merlín:
«Erit falconellus quidam, filius pugilis, qui in contumacia morietur.»
(‘Habrá un halconcillo, hijo de un púgil, que morirá contumaz’)
Estos oráculos siempre tienen el morbo de su oscuridad. ¿Quién muere en contumacia, el hijo o el padre? Gramaticalmente, el hijo; sólo que éste no fue contumaz en lo religioso, la Iglesia no le negó sacramentos, como a Federico, ni sepultura, como a Manfredo. Y en lo político la contumacia tampoco fue de Enzo, si acaso de los emperrados boloñeses.
Por otra parte, lo de Falconellus les iba bien a los dos, padre e hijo, por su afición a la cetrería y su estatura mediocre, tirando a baja. Hay quien dice que «a Hencio le llamaron el Falconello por su agilidad y celeridad para todo». ¿Se lo llamaron realmente, o lo pone el evangelista de su cosecha «para que se cumpla la profecía»? Falconello, ¿como guerrero, o como poeta? Porque de él también se dijo: «Hombre de lo más sociable y ameno, cuando quería, e inventor de canciones (trovador)», también cuando le daba la vena. Y se cita a propósito la canción que comienza:

Amor fa come ’l fino uccellatore
(Hace Amor como el fino pajarero)


¿Es suya? ¿es del padre? ¿del hermanastro Enrique, de Federico de Antioquía, de Manfredo…? Porque en aquella familia todos fueron bersolaris. Este género de versificación improvisada, reiterativo de suyo, con sus trucos y sus latiguillos, no impide de vez en cuando la hondura, la elevación y la poesía de verdad (aunque la torpeza de este traductor la arruine):
Ecco pena dogliosa
che ne lo cor m’abonda
e sparge per li membri,
si ch’a ciascun ne ven soverchia parte.
Giorno non ho di posa,
come nel mare l’onda.
Con che io non ti smembri?
Esci di pena e dal corpo ti parte.


Ay, penar doloroso,
que el corazón derrama
y a los miembros reparte,
sin que a ninguno llegue en demasía.
Sin día de reposo,
como onda en mar que brama,
¿no hay arte de matarte?
Pues muere tú conmigo, pena mía.


El Rey Enzo habría sido famoso sobre todo como introductor de la nueva lírica volgare en Bolonia la Culta. Culta, pero poco refinada hasta que él vino, y donde sus versos se cantaron por calles y plazas. De tanta invención, apenas nos han llegado ciertas dos o tres canciones, más un soneto, y pare usted de contar. Lo mismo que hago yo, dando fin  a este relato.




Notas:
[1] En grafía italiana, Baciocchi; pronúnciese  ‘batxoki’, como en vascuence. El palacio se construyó primero para la familia Ruini. En 1679 pasa a los Ranuzzi, que lo amplían y le dan su empaque interior actual. Finalmente lo adquiere Félix Pascual Baciocchi (1762-1841), militar paisano de Napoleón Bonaparte y cuñado suyo por matrimonio con Elisa Bonaparte. La buena fortuna del Corso alcanzó a la pareja, elevada al título de Príncipes de Luca y Piombino etc. Al enviudar en 1820 Baciocchi se fija en Bolonia, donde adquiere el palacio Ranucci, que pasa a ser el Baciocchi.  Félix y Elisa con sus tres vástagos tienen capilla y monumento sepulcral en San Petronio, a mano izquierda.
[2] En su retrato ideal en relieve, bajo su lápida sepulcral en Santo Domingo (1731), se le nombra en latín: HENCIUS REX. Una licencia impropia, porque en los documentos oficiales no se tomaban esas confianzas, y siempre figuró como Henricus.
[3] Marino De Szombathely, Re Enzo, nella storia e nella leggenda. Bologna, N. Zanichelli, 1912, pág. 49.  Este libro, junto con las crónicas boloñesas, ha sido mi principal fuente de información. Según recoge la ‘Historia miscella’, Federico ofreció a Bolonia como rescate tantas monedas de plata como para formar un cinturón en torno a la muralla. Una inscripción más tardía añadida al sepulcro encarecía la hipérbole, convirtiendo la plata en oro. La verdad, no hay constancia de ningún trato sobre el particular entre el emperador y Bolonia.
[4] O. cit., pág. 57.