viernes, 20 de junio de 2014

“Et les Lumière furent”



A Fabián Rodríguez Pozo,
pupila fina para el cinematógrafo
aplicado a la transformaciòn artística del Universo.

En la oferta turística de Lyon, dos propuestas no se pueden rechazar por oriundas de allí, relacionadas con el arte escénico: el guiñol y el cine. Del guiñol y las  marionetas me acordaré otro día. Hoy toca cine. Y aquí de nuevo la propuesta es doble: el Museo Lumière y/o el Museo ‘Miniature et Cinéma’.
Forzados a elegir ganó el ‘Miniature et Cinéma’, que según el título es también doble: una colección de objetos mayormente horrorosos y a lo que parece usados en películas del género tétrico (algo de pasar a galope), y otra de escenarios miniatura y maquetas  hiper realistas, que fue uno de los trucos más primitivos y efectivos de la técnica cinematográfica. [Así que por eso, porque no visité el ‘Lumière’ que me recomendaste, querido sobrino Christian, debo hacerme y dar una idea de lo que me perdí. Que tampoco fue tanto. Husmear la alcoba auténtica de Mr. Antoine Lumière me parece una pasada.]

Los Hermanos Lumière, los ‘inventores del cine’, hacen una de las parejas estables de la cultura, tal como ellos mismos se vieron, se retrataron y quedaron grabados en medallas y monedas: doble perfil, como las antiguas parejas imperiales, el César con su Augusto.
Así precisamente se llamaba el mayor y más longevo, Augusto Lumière (1862-1954), mientras que el auténtico ‘césar’ del invento fue su cadet. Luis Lumière (1864-1948) fue también el más comprometido con el totalitarismo en auge, primero con el régimen de Mussolini, luego con los nazis bajo el gobierno de Vichy. La ciudad de Lyon, que no es nada rencorosa, sin olvidarlo les absuelve en gracia del invento –también de su filantropía–, y nunca les quitará su calle, qué digo, su avenida. Y eso que ellos no eran lioneses, sino de Besanzón, en el Franco Condado.
Al abrirse la última década del siglo XIX el cine estaba inventado por muchos, en muchas partes. Cantidad de inventores lo gestaban en la cabeza, aunque nadie estaba en condiciones de darlo a luz. La imagen animada era una realidad con base fisiológica científica en varios juguetes de sociedad, y con la revolución fotográfica el cine era inevitable. Fotografía y cine se complementan: la foto instantánea analiza el movimiento, el cine lo sintetiza [1].



Ahora bien, quién y dónde inventó el cine, tiene un algo de guerra patriótica que no es mi guerra, yo sólo estoy de paso por Lyon.
El evangelio del cine lionés tiene varias lecturas sinópticas, he aquí una de ellas. En aquel tiempo, Augusto y Luis, hermanos ‘ingenieros’ [2], dirigían la fábrica del padre, Antonio Lumière, industrial de la fotografía en Lyon. Los tres conocen una palabra nueva: cinematógrafo. Suena a griego y significa algo así como ‘retrato en movimiento’:
No es un foto movida, papá, es una foto que se mueve. Otro juguete óptico, como la ‘pista mágica’ de los ingleses,  o como el nuevo teatrillo de Émile Reynaud, el praxinoscopio y todo eso, que ahora ya funciona con linterna».
¿Con que cinematógrafo? Hasta suena bonito. Es el nombre que ha creado un tal Bouly, León Bouly (1872-1932), un jovencito veinteañero, para un invento que acaba de patentar en 1892. Un molinillo fotográfico. Una cámara que toma instantáneas sucesivas sobre un tira de película, y una vez reveladas las proyecta por el mismo orden y ritmo, creando sensación de movimiento. Una maravilla. Sólo que, ¿alguien lo ha visto? Porque inventar es fácil, realizar y vender es otra cosa.
– «Pues ahí lo tenéis –comenta una mañana Mr. Antoine a sus hijos, mientras golpea con el dorso de la mano un ejemplar de ‘Lyon Républicain’, vuestro cine… mato… grafo, o como se diga. Y bien que vuestro. El pobre diablo de Bouly no tiene dinero para pagar la patente, y desde este año, 1894, el cinéma será de quien lo explote. Cinéma, eso está mejor, la gente lo llamará así, os lo digo yo…  Si alguien lo inventa, desde luego».  
Esta pudo ser la versión verdadera, o una de las verdaderas entre las que circularon sobre la cuna del cine en Lyon, “el invento de los hermanos Lumière”.
Don Antonio se ha dirigido sobre todo a Luis, el ingenioso, que a la edad de Bouly, a punto de quebrar la empresa familiar de material fotográfico sensible, la hizo rica patentando un tipo nuevo de placa seca, a la gelatina-bromuro argéntico sobre vidrio, de lo más práctico.
Don Antonio, antiguo dibujante y pintor de rótulos, había debutado como fotógrafo cuando los pioneros del arte se guisaban ellos mismos sus recetas. Tras un primer fracaso en Lyon, por falta de créditos, triunfa en Besançon, a golpe de buen hacer.
[Sin quitarle mérito, lo de Lumière ayuda. Apellido nada corriente, la clientela de su estudio creía que era un apodo, un reclamo: gabinete fotográfico ‘La Luz’. Si nuestro hoy pequeñito puede ilustrar el gran ayer, llamarse entonces Lumiére un fotógrafo y sus hijos inventores de cine era como ahora un ignoto arribista político de izquierdas llamarse Pablo Iglesias. Toda una tarjeta de presentación. Sobre todo si el Lumière tal vez ni siquiera tuvo nada que ver con la óptica, deformación de L’Humière o La Humière, nombre de algún andurrial más húmedo que luminoso.]
Aquel mismo año de 1894, otro de los juguetes del inventor compulsivo Tomás A. Edison (1847-1931) hace furor en Norteamérica: el kinetoscope.  El principio era el mismo que luego se desarrolló como cine. La serie de instantáneas va sobre una cinta traslúcida de celuloide que se hace pasar por un foco de luz. El paso regular de la cinta se asegura mediante perforaciones a ambos lados, y una ‘cruz de malta’ sincronizada (un ‘cucu-tas’, para entendernos) hace que las imágenes se vean una tras otra, creando así la ilusión óptica de ser todas la  misma en movimiento. La primera exhibición pública  comercial había tenido lugar en Nueva York, el 14 de abril.

¿Así pues, el cine ya era realidad? Sí, pero no. El invento americano, de vocación audiovisual, incorporaba incluso un fonógrafo sincronizado, que prestaba a la imagen voz y sonido. Sin embargo, al artilugio del equipo de Edison le faltaba algo tan esencial como es la proyección ante un conjunto de espectadores, un público. La película –una secuencia de breves minutos como mucho– metida en la caja, se miraba (más que se veía) aplicando el ojo a un ojete (llamarlo ‘ocular’ no cambia la cosa). Para el nuevo espectáculo se contó con un conjunto de hasta diez aparatos, cada uno con su película. Los espectadores, a modo de voieurs, desfilaban uno a uno, de aparato en aparato. Luego, naturalmente, eran muy dueños de contarse  sus impresiones individuales; pero eso no era un público, y por tanto aquello tampoco era espectáculo, no era el cine. En este aspecto, la vieja linterna mágica daba más juego, aunque ya no daba dinero, al menos en las ciudades.
Aquel mismo otoño los Lumière tuvieron ocasión de conocer el cinetoscopio en París, y desde luego comprenden que sin proyección en sala la cosa no funciona. Su solución será combinar el logro americano con la idea francesa del cinematógrafo: la cámara reversible, tomavistas y proyector. En realidad, el proyector solamente, pues es lo que atañe al público. Pero no se olvide que la idea original de los lioneses perseguía un objetivo mercantil para su negocio. Si Mr. Antoine con sus placas fotográficas había contribuido a aburguesar el arte, convirtiendo a sus fotografiados en fotógrafos, ahora sus hijos buscaban que todo buen burgués pudiese ser cineasta de su propio cine doméstico y turístico. Les interesaba el cine, sí, pero un cine no menos mediocre que el de sus rivales americanos, cuyo destinatario y bolsillo pagante era la masa neoyorkina vulgar. Tanto los Lumère como Edison dieron siempre de lado en su negocio a los verdaderos artistas de la nueva industria.
Esta intención socio-crematística se delata desde las primeras exhibiciones. El primer programa de los Lumière se abría con la salida del personal obrero de su fábrica e incluía escenas familiares de bebé-protagonista. El grupo Edison filmaba bailarinas y deportistas, y su corto de bandera era un asalto de boxeo. El medio era el mismo, los mensajes diferentes, según las culturas.
Para los Lumière, el cine era cuestión de prestigio francés frente a América y, por supuesto, frente a Alemania, que también tenía a su Max Skladanowsky con su Bioskop. Era también un reclamo para su industria fotográfica, cuyos operarios salen un día cualquiera de la fábrica tan compuestos, ellas y ellos, como quien sale del teatro o de misa mayor. Esta puede ser buena ocasión para asistir nosotros al nacimiento oficial del cine, en la que pasa por ser la primera sesión de la Historia: París, Salon Indien, sótano del Grand Café, Boulevard des Capucines, Día de los Santos Inocentes de 1895 [3].


Observamos el efecto saccadé, a tirones, que las versiones digitales modernas suelen corregir, y que desaparece con el sistema Edison de arrastre de película.


En aquel primer programa no figuraba la ‘Entrada de Tren en la Estación de La Ciotat’. Esta toma celebérrima da idea, hasta qué punto los Lumière eran ciegos para la estética visual del cine. El efecto angular les dejó fríos, y del mismo sólo celebraron el pavor del público cuando la locomotora se les viene encima. Para ellos, el cine era misión cumplida, lo suyo era la fotografía, ahora en color, y así fue que la explotación industrial de aparatos y películas quedó para otros – en Francia, los hermanos Pathé y su nada escrupuloso Gallo.
El cine triunfó desde el principio, causó sensación como gran avance ‘científico’ que todo persona culta debía ver. El Conde Drácula de Coppola, cuando de día en Londres se transforma en dandy forastero y despistado para seducir a su Mina Ryder, se acuerda de que estamos en 1897 y la invita al cine.
[Por cierto, la otra semana he vuelto a ver el ‘Dracula de Bram Stoker’ y ¡por fin caigo!, a quién me recordaba cierto individuo desde la primera vez que le vi. El Drácula Oldman de la melena y el rictus, seudojoven seductor…  Iglesias por todas partes. Si un día el pueblo pudiente decide cambiar, no la Constitución,  sino algo importante como el look de su líder natural, deberían tomar en consideración las gafas, y que sean de colores.]
Y eso que pronto se produjeron accidentes graves, con aquellos proyectores rudimentarios que jugaban a juntar explosivos y fuego. En París, la tragedia del Bazar de la Caridad, el 4 de mayo de 1897 con gran incendio y muchos muertos y heridos, fue un descrédito para la joven industria, que tuvo que andarse con pies de plomo.
Entre gente bien (y no digamos los clérigos y moralistas) se puso de moda por algún tiempo despreciar aquel invento peligroso y banal. Los ambulantes del espectáculo, con su cámara a cuestas, se enfrentaron a los gustos de públicos poco exigentes, lo que repercute en el desarrollo del ‘séptimo arte’.
Porque el cine era mucho más que mecánica, era un lenguaje y un mundo de aventura estética. Nuevo continente del globo de los sueños, sin parangón hasta la Era Digital.  Llenaba un vacío, una necesidad tan urgente como ilusoria, que el propio cine iba creando.

No saldré de esta visita virtual al Museo Lumière de Lyon, sin recordar que de niño conocí el cine, paradójicamente, por la Iglesia que tanto lo denostaba. La actual parroquia del Buen Pastor del barrio bilbaino de la Peña era entonces sufragánea de San Antón, lo que no impedía al buen cura D. Juan Aguirrececiaga ser visto y comportarse como párroco. Su ayudante era otro cura más joven, cuyo nombre tengo en la punta de la lengua. Este era el que solía darnos la catequesis, porque la escuela era laica.
Recuerdo que, para impresionarnos, este don José María sacaba del bolsillo de la sotana un mechero, lo encendía y nos lo mostraba, invitándonos a poner el dedo en la llama. De mentirijillas, claro. Que yo sepa, de la sotana de aquel cura, fuera del mechero, sólo salían caramelos, si acertabas las preguntas porque acertabas, y si no para que pusieses más cuidado. «A ver, ¿quién aguanta este fuego un minuto?... ¿medio minuto? ¿Diez, nueve…, cinco segundos?» –regateaba– «Pues eso no es nada. El fuego del infierno no te quema sólo un dedo, te abrasa todo el cuerpo por fuera y por dentro. Y no cinco segundos, ni cinco horas, ni cinco días… ¡Toda la E-ter-ni-dad!» Don José María creía en lo que nos enseñaba, hasta tal punto que tiempo después colgó aquella sotana negra para meterse cartujo en Miraflores.
Pues como digo, Don Juan era un avanzado. Para él, el cine en sí no era malo ni bueno, dependía de las películas. Lo que queda de una película una vez censurada como es debido lo puede ver sin escándolo el ojo cristiano, hasta los críos. En consecuencia, él mismo se encargaba, entre risas y protestas,  de tapar con la mano el objetivo de la cámara cada vez que el Chico Bueno y la Chica se acercaban demasiado. Violencia, eso no importaba, y Tom Mix tenía bula para pegar puñetazos y tiros a granel. En cambio el beso final había desaparecido de un tijeretazo. Muchas películas en edición catequesis ya venían sin beso final y con los cortes de rigor. La distribuidora prefería eso a dejar la poda en manos de cada cura.  

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[1] Hoy cualquier camarita puede ‘disparar’ en ráfaga. En los años 80 del siglo XIX la cosa era menos sencilla. Sobre la cronofotografía de aquellos tiempos me ha gustado el artículo de  A. Gunthert, Entre photographie instantanée et cinéma: Albert Londe, en su blog ‘L’Atelier des Icônes’ (2009-12-14); en francés.

[2] «Los hermanos Lumière fueron alumnos de la escuela ‘La Martinière’ en Lyon. Luis sale diplomado en física y Augusto en química. Su colaboración es tal que resulta casi imposible repartirles qué hizo cada uno». B. Girard, Les frères Lumière, en ‘Racines comtoises’ (2007-06-30).  Por lo que respecta al negocio familiar, Augusto habría sido el director administrativo y Luis el director técnico.
[3] En esto de las prioridades suele haber sólo aproximaciones asintóticas. El vídeo que cuelgo adelanta la fecha en unos días. El artículo citado de Gunthert adelanta la primera sesión de cine en tres meses justos: «el 28 de septiembre, en el Eden Théatre de La Ciotat (Provenza), que todavía existe»

viernes, 6 de junio de 2014

Abdicar en vida



Siempre que se me ocurre alguna palabra o expresión más o menos insólita o estrafalaria, antes de usarla procuro consultar con Google, casi siempre para ver que ya circula en la red, confirmando lo poco nuevo que hay bajo el sol. Un ejemplo:
Cuando Rodríguez Zapatero legalizó el matrimonio homosexual (2005), a mí me pareció impropio, no por la unión legal en sí de parejas homosexuales, sino por llamarla matrimonio. Cuando un término tiene un significado definido por el uso, aplicarlo a  otra cosa distinta o incluso contraria es abuso, salvo figura o licencia retórica, generalmente irónica o burlesca; como si alguien llama ‘intelectual’ al citado Zapatero. Matrimonio ha sido siempre un término preciso, tanto en lo civil como en lo religioso. Está ‘ocupado’, y decir ‘matrimonio homosexual’ era oxímoron, por lo mismo que ‘matrimonio heterosexual’ habría sido pleonasmo.
En aquella ocasión recuerdo que, en el Blog de Santiago González, me permití hacer  una propuesta de terminología con varios neologismos útiles, para distinguir la uniones de parejas uni- y bisexuales en general de las respectivas legales, así como gaymonio y lesbimonio para las primeras, etc. Pues bien, al punto hallé que prácticamente todo estaba ya inventado. Por su parte, la Real Academia salió del paso sacrificando el principio léxico de claridad (‘a cada cosa su palabra’), manteniendo la primera acepción propia y metiendo una segunda de compromiso, como un sensu lato («en determinadas legislaciones»):
matrimonio. (Del lat. matrimonĭum).
1. m. Unión de hombre y mujer, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses.
2. m. En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses.

Traigo esto a cuento porque me peta y me ha vuelto a ocurrir con la expresión «abdicar en vida». Otro pleonasmo ingenioso al que sacar punta, pues abdicar un rey muerto es oxímoron, según la definición:
abdicar. (Del lat. abdicāre).
1. tr. Dicho de un rey o de un príncipe: Ceder su soberanía o renunciar a ella.

Pues bien, tanta ingeniosidad para nada, porque viene el Gran Oráculo y me la revienta. Porque resulta que algunos ya lo dicen así como así: «abdicar en vida». Diríase que la «abdicación en vida» es hoy la cosa más natural. Sólo el Príncipe Carlos de Gales tendrá que esperar a que su augusta madre fallezca in articulo mortis, y de ese modo abdique a la usanza antigua.
La abdicación implica frustración, y seguramente por eso en el papado es tan rara, pues es como pecar contra el Espíritu Santo, que es el que realmente gobierna entre bastidores la nave de Pedro. De Karol Vojtyla siempre se supo que moriría con la mano en el timón.  Joseph Ratzinger lleva más de un año como papa emérito, sencillamente porque su temple no es tan recio. (Por lo demás, tampoco es ningún enfermo terminal, salvo por el ‘criterio Bolinaga’.)
[Sobre la renuncia de Benedicto XVI ya hice mi reflexión –‘El Papa lo deja’–, repasando algunos precedentes. Recuerdo esto sobre todo porque mi querido y admirado amigo Santiago González, a propósito de la abdicación del rey Juan Carlos, ha escrito en su blog citado:  
«En una dinastía mucho más larga que la de los Reyes españoles, Benedicto XVI ha sido el primer Papa de Roma en ceder el solio en vida».
Ni el primero ni el segundo ni el cuarto. Ni siquiera vale decir que ha sido la primera abdicación bien vista, pues en la etapa final del Gran Cisma de Occidente (h. 1415) se impuso la abdicación o cesión de los papas en litigio, y la negativa de Benedicto XIII fue un escándalo. Fuera de eso, la renuncia espontánea de un papa no ha tenido predicamento, y eso se vio de modo especial en el caso de san Celestino V (1294). Dante no dudó en meter a este santo varón en el Infierno de los cobardes bellacos. Por lo demás, el heredero Bonifacio VIII ya se encargó de convertir a su antecesor en predecesor, a la mayor brevedad posible, cosas de entonces.]
La abdicación del rey es un poco frustrante también por la estética de los números. «Han pasado 38 años seis meses y diez días desde aquel 22 de noviembre…», recordaba el mismo Santiago González. Un poco más de aguante, y el 22 de noviembre del año próximo se cumplirían los 40 años de reinado. Pues bien, el 40 no es un valor cualquiera, sino un número preñado de misterio en la Biblia, donde se repite casi 150 veces, y referido a tiempos significa por lo general una temporada bien cumplida, sea de días, años o décadas.
Cuarenta días con sus noches duró el Diluvio. Otro tanto permaneció  Moisés en el monte Sinaí (llamado también Horeb), recibiendo la Ley de Dios; y eso no una sino dos veces, pues la primeras Tablas de la Ley duraron bien poco, por lo del Becerro de Oro.
El mismo plazo se tomó el profeta Elías en el mismo monte, ayunando sin comer ni beber. Con otro ayuno de 40 días en el Desierto inicia Jesús su vida pública, para cerrarla ya resucitado con una cuarentena de apariciones antes de subir al cielo.
«¡Dentro de 40 días Nínive será destruida!», tronó el profeta Jonás. Pero el Rey ninivita se cubrió de saco y ceniza, sus súbditos le imitaron, y la ciudad fue perdonada, para gran frustración del pobre profeta.
Pasemos de días a años. Cuarenta años en la Biblia vienen a ser una generación humana. Fue el reemplazo generacional de los israelitas errantes por el desierto, tras su cautiverio en Egipto que había durado 400 años (10 generaciones).
En el antiguo Israel, en tiempo de los jueces, el mandato típico era de 40 años. Luego viene la monarquía, y los grandes reyes David y Salomón reinan también 40 años cada uno, lo mismo que el rey bueno Josías. En cambio el primer rey, Saúl, fue un fracasado.
Para terminar, Jerusalén con su Templo fue destruida 40 años tras la muerte de Jesús, que lo tenía profetizado justo 40 días antes de ser crucificado.
Son cifras a disposición del rey cesante, que ahora tendrá tiempo de meditar sobre Tablas de la Ley, Becerros de Oro, duración de monarquías, ayunos, generaciones y demás cuarentenas.  Ya ve Su Magestad que todo ha sido uno, mentar su abdicación, y echarse el pelotón de republicanos a la calle, no sólo con la bandera tricolor sino con una guillotina bien engrasada. Por su parte, el matemático Juan Tardá, azote de monarcas, sacaba ayer una contabilidad creativa, demostrando cuántas Cataluñas nos gasta un Rey.
Da miedo, una caterva indocumentada creyendo saber que la Corona Real española fue un invento de Franco, con la inmensa mayoría del país en contra. La verdad es que España en su larga historia ha conocido muy poca República, y sin experiencia republicana milagro sería que aquí hubiese, no digo mayoría, pero ni siquiera un quórum significativo de buenos republicanos. Cualquier persona con experiencia ciudadana de lo que es República se percata de que estos vociferantes son republicanos de pega. Peor aún, su referente no es la buena República, encarnada en países que mayormente desconocen, sino nuestra II República, que para modélica le faltó mucho.
Se habla de abolir la monarquía porque no es democrática, porque no fue votada en referéndum. Si nos ponemos a enumerar todos los puntos de sustancia que figuran en la Constitución y en su desarrollo legal sin haberse votado en referéndum, la Monarquía se pierde en el montón. No se votó la bandera nacional, de acuerdo; pero tampoco la ikurriña vasca, por poner un ejemplo. Y esas y otras muchas cosas incluso más graves no se votaron, sencillamente porque los partidos políticos de la transición se lo guisaron entre ellos, escamoteando a la ciudadanía la oportunidad de escoger y decidir.
Sin ser en absoluto monárquico, y creyendo tener experiencia ciudadana de republicanismo –del bueno, como creo que es el francés, y por supuesto, del malo–, entiendo que el cambio prioritario que el país necesita no es precisamente la implantación de la República.
Desconociendo las razones profundas por detrás de esta «abdicación en vida», celebro que haya sido así, para que el rey nuevo tenga en el viejo un espejo vivo dónde mirarse, meditando a su vez sobre bíblicas cuarentenas. Y que sea por cuarenta años.



(Crédito de foto: EFE)