miércoles, 31 de julio de 2013

El alumbrado en su sombra (y 4)



Hora va siendo de despedirnos de Loyola. Y qué mejor día que hoy.
Quiero recordar que la ocasión para estas reflexiones ha sido la lectura de una nueva biografía de Ignacio por E. García Herrán. La más completa leída por mí hasta ahora era la del padre Ricardo García-Villoslada, calificada por muchos de ‘definitiva’.
Se abusa de este adjetivo. Uno de los puntos positivos de García Herrán ha sido demostrarme que el San Ignacio del docto jesuita será documentado, monumental, lo que se quiera… menos «definitivo».
Y lo celebro, porque hasta ahora todos los Ignacios de Loyola que he conocido, por escrito, de palabra o en imagen, me resultaban repelentes. Desde ahora, gracias a García Herrán, conozco a otro san Ignacio, que no tiene por qué caerme bien, pero al menos se entrevé a un ser humano.
Sea, pues, esta última entrada un homenaje al hombre que nunca me interesó gran cosa, mientras me lo mostraron encubierto bajo su máscara de santidad propagandística. Tampoco este Ignacio nuevo es ‘definitivo’, pero sí interesante, y espero conocerle mejor.


Las jornadas del ‘Peregrino’. 2. La jornada de Jerusalén
Al Peregrino, Manresa le ha pintado bien. No es todavía un hombre cuerdo, ni siquiera equilibrado, pero se asea y no es un neurasténico roído de escrúpulos.
Sus nuevas manías no son tan chocantes. A sus íñigas, en privado o en grupo, las habla despacio y en voz muy baja, «como en secreto». Y ahora le ha dado por tratar a todo el mundo de ‘vos’; que entonces era como tutear, ya que el ‘tú’ apenas se empleaba más que hablando uno consigo mismo, o desde los púlpitos, para apostrofar al Demonio.
Otra seña de normalidad es que, ahora que todo el mundo le conoce, ya no afecta hacerse el desconocido. Al contrario, vuelve a manejar y ampliar su trama prodigiosa de relaciones humanas, tan necesaria para sus fines. Distinto es que le disguste el que la gente diga de él «grandes cosas», habladurías y exageraciones. Discreción: he ahí su divisa para en adelante.
Desde su partida de Loyola, aun caminando a tientas, tiene claro que su futuro pasa por Jerusalén. «Tan antigua como la conversión en Loyola es la orientación palestinense en los planes ignacianos», escribió el jesuita Pedro de Leturia [1].
La jornada de Jerusalén tuvo para Ignacio una trascendencia que todo el mundo reconoce, empezando por él mismo. A ella dedicó el 15 % de su Autobiografía, y el topónimo Jerusalén es el más repetido, junto con Venecia: 25 veces; 2 más que Roma.
Por cierto, Venecia es la estación de partida para ambas jornadas, la de Jerusalén y la de Roma. De hecho, la marcha definitiva sobre Roma será el sucedáneo o sustitutivo de una Jerusalén que Ignacio no pudo conquistar. «En Roma te seré propicio», es la promesa que la tradición jesuítica puso en boca de Jesucristo, en una de sus apariciones a Loyola.
Pero, volviendo a Jerusalén, hay algo que los biógrafos de Loyola (digo, los que conozco) no han descifrado del todo: ¿qué objetivo tenía exactamente aquella jornada a la Tierra Santa?
Las últimas décadas del siglo XV, que culminan en la Conquista de Granada y Descubrimiento de América, elevaron la tensión escatológica. España respiraba un aura profético-milenarista de cruzada y restauración definitiva del Reino de Jerusalén, con el Santo Sepulcro en manos cristianas para siempre.
Circulan profecías sobre esta reconquista oriental por los Reyes Católicos. Ya en 1489, cuando el sitio de Baza, el maestro de capilla Juan de Anchieta musicó un romance alusivo al Santo Sepulcro recuperado por Fernando e Isabel [2].
También Colón, para su empresa, se inspiró en aquellas fantasías.
«Nada les queda por hacer a VV. MM., como no sea la reconquista del Sepulcro Santo de Jerusalén», dice el viajero alemán Tomás Münzer ante los Reyes, en la audiencia de Madrid (24 de enero 1495) [3].
Muerta la reina, Fernando el Católico se confirma en ello  (visita a Valladolid, 1509), máxime cuando se lo profetiza la Beata del Barco (1515): el rey no morirá sin haber ganado Jerusalén, de la que era nominalmente Rey titular desde 1505.
Todo apunta a que Loyola anduvo tocado de estas aprensiones. Tras su ‘conversión’ no hizo mucho secreto de su proyecto de peregrinación a Tierra Santa, aunque no se prodigó en detalles, ni tampoco parece que se había impuesto plazo. De hecho, Manresa le entretuvo  en  su iniciación al alumbradismo y le van entrando ganas de estudiar.
Fue el notición de la caída de Rodas (Navidad de 1522) lo que puso a Ignacio en urgencia de cumplir sus proyectos respecto a la Tierra Santa. Fue como despertar de un sueño. Íñigo vuelve a ser el hombre de los contactos personales y las influencias. ¡Este año, en Jerusalén!
Pero ¡ah!, surge un extremo nunca explicado de forma convincente: aunque el Peregrino recibe instancias e invitaciones para hacerse acompañar por otras personas que puedan serle de ayuda, él las rechaza.  Claro que no irá solo: los peregrinos del verano de 1523 fueron 21 en total. Pero el viaje lo hizo a título individual, en solitario.
Ya en Jerusalén, nueva sorpresa. El Peregrino guipuzcoano –que por cierto, no se hospeda en el albergue con los demás peregrinos, sino en el convento franciscano de Monte Sión– revela al padre guardián que su propósito es quedarse en Tierra Santa.
Al guardián se le ponen los pelos de punta. Máxime porque tiene noticia de la conducta algo extraña de su huésped, con escapadas por su cuenta y riesgo, poniendo en peligro a toda la colonia cristiana. Y como el Peregrino porfía, el fraile no tiene más remedio que decirle cómo hay bulas papales que lo prohiben bajo excomunión, y que si quiere verlas. No hay para qué, si además están en latín.
Así se frustró el primer proyecto grandioso de Loyola. Grandioso digo, porque no me entra en la cabeza que su idea era imitar a un san Alejo, viviendo el resto de sus días como simple devoto del Santo Sepulcro. Ni siquiera como un auxiliar hospitalero y guía de peregrinos, qué va. Eso no era hacer «grandes cosas». Y Loyola jamás renunció a sus grandes cosas, a ser el pasmo del mundo.
Sé que estoy especulando, novelando tal vez; pero como lo pienso lo escribo. A mí no me extrañaría que al guipuzcoano disfrazado de peregrino le hirviese en la cabeza la gran aventura de convertirse en el super espía destinado por la Providencia para minar y hacer saltar el Imperio Otomano. Sería genial. Como deben ser las locuras: a lo grande.


De lo heroico a lo picaresco: otra aventura del Quijote-Ignacio
Para no terminar este homenaje a san Ignacio con una elucubración subjetiva, lo haré copiando al pie de la letra, con las ipsissima verba del santo, el episodio inaugural de su primer desembarco en Italia. Es un relato que no desentonaría entre lo mejor de la literatura picaresca. Pero no es novela. Está tomado de la Autobiografía, nn. 38-39.
El Peregrino había cubierto el pasaje Barcelona-Gaeta, viento en popa y con mar gruesa, en solos 5 días. Pues bien:

«Como desembarcó, comenzó a caminar para Roma.
De aquellos que venían en la nave, se le juntaron en compañía una madre con una hija que traía en hábitos de muchacho, y otro mozo. Estos le seguían, porque también mendicaban.
Llegados a una casería, hallaron un grande fuego, y muchos soldados a él. Los cuales les dieron de comer, y les daban mucho vino, invitándolos, de manera que parecía que tuviesen intento de escallentalles.
Después los apartaron; poniendo la madre y la hija arriba en una cámara, y el pelegrino con el mozo en un establo.
Mas cuando vino la media noche, oyó que allá arriba se daban grandes gritos; y, levantándose para ver lo que era, halló la madre y la hija abajo en el patio muy llorosas, lamentándose que las querían forzar.
A él le vino con esto un ímpetu tan grande, que empezó a gritar, diciendo: “¿Esto se ha de sufrir?”, y semejantes quejas. Las cuales decía con tanta eficacia, que quedaron espantados todos los de la casa, sin que ninguno le hiciese mal ninguno. El mozo había ya huído, y todos tres empezaron a caminar así de noche.
Y llegados a una ciudad que estaba cerca, la hallaron cerrada; y no pudiendo entrar, pasaron todos tres aquella noche en una iglesia que allí estaba, llovida.
A la mañana no les quisieron abrir la ciudad; y por de fuera no hallaban limosna, aunque fueron a un castillo que parecía cerca de alli. En el cual el pelegrino se halló flaco, así del trabajo de la mar, como de lo demás etc. Y no pudiendo más caminar, se quedó allí; y la madre y la hija se fueron hacia Roma.
Aquel día salieron de la ciudad mucha gente. Y sabiendo que venía allí la Señora de la tierra, se le puso delante, diciéndole que de sola flaqueza estaba enfermo; que le pedía le dejase entrar en la ciudad para buscar algún remedio.
Ella lo concedió fácilmente. Y empezando a mendigar por la ciudad, halló muchos cuatrines. Y rehaciéndose allí dos días, tornó a proseguir su camino, y llegó a Roma el domingo de ramos.»


¿Qué señora era aquella que entendía el castellano? Porque a buen seguro, Íñigo no le hablaría en vizcaíno, la única otra lengua que conocía.
Heinrich Böhmer, historiador protestante de la Compañía (1914), pensó en la española Juana de Aragón, señora de Paliano, como consorte de Ascanio Colonna. Pero los autores jesuitas prefieren a la condesa Beatriz de Appiani, mujer de Vespasiano Colonna, gobernador de Fondi como feudatario del rey de España, la cual sabía español. En cualquier caso, se ve que Loyola está en todo y no da puntada sin hilo.
Fondi está a sólo 20 km de Gaeta. Y ya puestos a contar historias, conozcamos una de Fondi, ocurrida once años después.
Para entonces la Appiani había muerto (1525), y Vespasiano Colonna se había vuelto a casar (1526) con la jovencísima, bellísima y cultísima Julia Gonzaga (1513-1566). Boda desigual,  por el contraste de la chiquilla del brazo de un cuarentón cojo, deforme e iletrado.
       A la muerte de Vespasiano (1528), Julia se convierte en una viuda de apenas 18 años.
Seis años después, el pirata berberisco Barbarroja ve la oportunidad de saquear Fondi. Y por ganar puntos ante Solimán el Magnífico (1520-1566), raptará  a Julia y se la regalará con destino al nuevo harén del Topkapi, en Estambul.
Pero cuando el pirata entra en Fondi, Julia se ha escapado. Furioso por el desplante, Barbarroja pega fuego a la ciudad. Era jueves y 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, que los griegos llaman la Metamorfosis [4]. 



Apoteosis ignaciana
Ignacio de Loyola es uno de los personajes más influyentes en la Historia. Y con todas sus limitaciones y defectos, uno de los santos más canonizables.
Paradojicamente, este vasco español que nada tuvo de barroco es uno de los más barroquizados en su iconografía. Ninguno ha tenido, ni de lejos, un triunfo tan teatral como el suyo, visto desde el suelo por un tubo ilusorio que lleva al ojo directamente a la Gloria.


¿Qué puesto ocupa Ignacio en la Corte celeste? Esta pregunta se ha hecho también sobre otros santos. Incluso algunos santos se la hicieron sobre sí mismos. Pero en pocos casos tenemos respuesta fiable.
San Francisco de Asís es uno de éstos. Francisco asienta sus posaderas gloriosas en el trono del mismísimo Lucifer. Eso fue lo revelado a un compañero del santo, cuando éste aún vivía:
«El hermano Pacífico, arrebatado en éxtasis al cielo, vio allí muchos tronos. Entre todos ellos sobresalía uno más alto, más glorioso y resplandeciente que los demás, adornado con toda suerte de gemas.
Cautivado por tanta belleza, se preguntaba de quién sería aquel trono. Al punto oyó una voz que le decía:
Este trono fue de Lucifer.  En su lugar, se sentará en él el humilde hermano Francisco
No somos los mortales quiénes para discutir revelaciones de lo alto, y menos una tan estupenda, avalada por cuatro testimonios [5].
Pues bien, el propio Ignacio, ya en vida, tuvo repetidas veces la visión de Jesucristo al lado suyo. O viceversa. Y a su muerte, él mismo se apareció a distintas personas para informarles de su nuevo estado.
Así el ánima gloriosa, recién separada del cuerpo, cubre las 55 leguas en línea recta entre Roma y Bolonia, y se apareca a mona Margarita Gillo, gran bienhechora de los jesuitas: «Margarita, me voy al cielo. Tú te encargas de la Compañía.» En efecto, la falta de recursos y el endeudamiento eran ya entonces un mal crónico de la nueva orden, por su expansionismo desaforado, que ni con la fortuna de mil Margaritas se podía financiar.
En Trapani (Sicilia), un demonio habló por boca de una posesa sometida a exorcismo por un jesuita: «Mi mayor enemigo Ignacio ha muerto, y ahora está en medio de los otros grandes fundadores, Domingo y Francisco.»
En aquella ronda de apariciones, algunos vieron al santo con el tórax abierto, mostrando en el corazón el anagrama IHS en letras de oro.
Además de los propios jesuitas, el nada simpatizante Ignacio Döllinger recogió copiosos testimonios sobre el destino glorioso de su santo tocayo [6].
Entre ellos destaca una visión de santa María Magdalena de Pazzis, en que Su Divina Majestad le hizo saber que el alma de San Juan Evangelista le agradaba en tal manera, como si no hubiese más santos en el cielo.  Pero al mismo tiempo veía a Dios deleitándose de igual modo con el alma de Ignacio y proclamando con voz sonora: «El alma de Juan y de Ignacio es una misma». Luego añadía: «El alma más dichosa que hoy reina en la tierra es la de Ignacio.» [7]
Cierto fraile capuchino a punto de morir llama a un jesuita. No es para confesarse con él, solo para comunicarle una revelación:
–«Entre todas las obras de Dios, la fundación de san Ignacio es única, porque todos los jesuitas se salvan.»
–«Reverendo padre, tampoco vuestra orden es manca.»
–«No lo es, pero no iguala a la vuestra. Porque de mi orden me consta que algunos pocos se condenan; mientras que de vuestra Compañía, nadie en absoluto».
Ya basta. ¿A qué amontonar infundios? El milagro del hermano Pozzo en el transepto de San Ignacio, en Roma, convirtiendo un techo plano en una arquitectura cóncava hasta el cielo, muestra bien claro qué lugar ocupa este santo en la cumbre del Empíreo. A. M. D. G.




[1] Citado por Braulio Manzano Martín, Íñigo de Loyola, peregrino en Jerusalén (1523-1524). Madrid, Encuentro, 1995; pág. 17.
[2] Cancionero musical de Palacio, nº 328.
[3] J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, Junta de C. y L., 1999, t. I, pág. 379.
[4] Cfr. B. Manzano Martín, o. cit., pág. 28.
[5] Son éstos: Espejo de perfección, 60; La Leyenda de Perusa, 65; Tomás de Celano, Vida Segunda, 123; Leyenda Mayor, 6, 6.
[6] I. Döllinger & Fr. Heinrich Reusch, Geschichte der Moralstreitigkeiten. N¨rdlingen, 1889, 2 tomos; t. 2, págs. 350 y sigs.
[7]  Ibid., 2ª parte, n. 58, pág. 350.



lunes, 29 de julio de 2013

El alumbrado en su sombra (3)


Las jornadas del ‘Peregrino’
'El Peregrino con su libro' (William Blake)
1. La jornada de Montserrat-Manresa
      «Hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en exercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra».

La ficha podría ser esta:
Autor:  Ignacio de Loyola
Seudónimo:  ‘El Peregrino’
Edad:  62 (según él, pero se quita años)
Lugar: Roma
Género: Autobiografía
Título: ‘Discurso de su vida’ (o bien, ‘Relato del Peregrino’; o ‘Autobiografía’)
Al ponerse Ignacio a dictar, entra hablando –en tercera persona y sin nombrarle–  de su ‘hombre viejo’, Íñigo de Loyola.  Y entra con pie muy típico de la mentalidad hidalga guipuzcoana de su tiempo. (Inevitable recordar el también autobiográfico ‘Discurso de mi vida’ de Esteban de Garibay, otro memorión narcisista, selectivo, tendencioso, autojustificativo, insincero) [1].
¿Qué le ocurrió a Íñigo en aquella edad todavía juvenil, aunque menos? Lo dice él mismo a continuación: el desastre del castillo de Pamplona, inducido exclusivamente por él,  «contra el parecer de todos los caballeros… Y así, cayendo él, los de la fortaleza se rindieron luego a los franceses».
Esto fue en 1521, siendo así que Ignacio había nacido en 1491, según el cómputo más probable. O sea que, como tantos hombres de su tiempo, no sabía bien la edad que tenía.
Diga pues lo que quiera el gran biógrafo García-Villoslada, con el extraño argumento de que «la memoria de Ignacio fue siempre verdaderamente prodigiosa».  Prodigio sería recordar uno el propio nacimiento. En este punto, la buena memoria sería fiable si se lo contaron bien.
Lo que el santo parece insinuar es que desde entonces se quitó de vanidades. De las militares y de las otras. Porque hasta entonces Íñigo había sido «inclinado a armas y a otras travesuras (sic)… combatido y vencido del vicio de la carne» (Laínez).
Pues de esto también se curó, como vimos.  Y de forma mucho más radical que del apetito de gloria militar. La expresión del mismo Laínez al consocio Polanco no puede ser más gráfica: «Cuasi no siente nada en la parte inferior» [2] Más que de castidad parece estar hablando de frigidez sexual o impotencia.
Sobre la causa de esta mutación, hay para elegir: o bien alguna explicación fisiológica, como la ocena que padecía; o (según el propio Ignacio) una aparición  que tuvo de la Virgen con el Niño Jesús en brazos. Entendido que lo uno no quita lo otro.
Hasta entonces, su piedad religiosa había sido elemental. Por ejemplo: «Cuando se desafiaba, componía oración a Nuestra Señora. Música, ni en viernes ni en sábado no tañó», dice el padre Araoz, un jesuita pariente de Ignacio.
En su larga convalecencia, distraía el aburrimiento y el dolor con fantasías, oscilando de lo devoto a lo profano. Mientras lee vidas de santos le da por retarles a cada uno en su especialidad y campeonato; sobre todo en ejercicios de resistencia física a fuerza de voluntad. Resabios de banderizo vascongado, de aquellos ‘parientes mayores’ cuyo sentido de la vida y la acción era «a quién valía más» (Lope García de Salazar, Bienandanzas y fortunas).
Mas cuando cerraba el mamotreto, la loca de la casa tomaba otros derroteros. En especial su monotema preferido, que le ocupaba hasta
«dos y tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que había de hacer en servicio de una señora, los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba, los motes, las palabras que le diría, los hechos de armas que haría en su servicio. Y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuán imposible era poderlo alcançar; porque la señora no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destas.»
¿Pero no quedábamos en que la gloria militar quedó atrás? Pues no, si se trataba de remedar las gestas de un Amadís de Gaula y sus caballerías.
Se cree saber que la dama de sus sueños era una de dos bastardas reales   de Fernando el Católico, confinadas en jaula de oro en las agustinas de Madrigal [3]. Probablemente la menor, María Esperanza de Aragón, más pizpireta y movida que la mayor, doña María a secas, la Abadesa. Íñigo pudo conocerlas siendo doméstico del Contador Mayor Juan Velazquez.  Se debe suponer que el amorío fue platónico y tal vez ni declarado. ¿Se debe?
Prendarse de una monja estaba a la orden del día. Y no siempre a lo platónico (sea lo que fuere lo que eso signifique). A propósito, una de las aventuras más quijotescas típicas de Ignacio tuvo que ver con galanes de monjas. Hela aquí, aunque sea rompiendo el orden del relato.

“Ayer converso, hoy reformador..., ¡y de monjas!”
Algo parecido dijo un sarcástico San Jerónimo. No iba por Íñigo, por supuesto.
Fue en Barcelona (1524-1525), en relación con una campaña contra las ‘clausuras abiertas’, todo un oxímoron. Campaña en la que, curiosamente, tomaba parte la misma María Esperanza de Aragón: la agustina de Madrigal, convertida de pronto en reformadora de las clarisas de Pedralbes. Luego la premiarán haciéndola Abadesa de las Huelgas de Burgos, la mayor dignidad eclesiástica que cabía para una mujer en España. Así pues, agustina - clarisa - bernarda, O tempora!
Pues, Señor, he aquí a nuestro archipopular Peregrino, espontáneo entrometido a visitador de conventos. Jerónimas, benedictinas, clarisas… todas van recibiendo la visita de Ignacio.
Algunas monjas se enfervorizaban tras él, como sor Antonia y sor Brígida, de las jerónimas. Otras no querían saber nada. Todo esto no hacía ninguna gracia a otro tipo de visitantes masculinos, demasiado asiduos y poco respetuosos del horario y de la grada.  Íñigo, como siempre, a lo suyo impertérrito.
Lo realmente duro fue con las terciarias dominicas del convento de ‘Los Ángeles Viejos’, comidilla de la ciudad, porque allí muchas monjas tenían un novio por lo menos, se decía. Inés Pujol –o Pascual, por su segundo marido–, la mujer que tenía acogido a Ignacio en su casa, lo comentó, y el santo caballero, mirando por la honra de aquellas mujeres encerradas no siempre por su vocación y voluntad, emprendió una tanda de visitas diarias, plática o sermón incluído, hasta que las hizo recapacitar.
¡Y cómo! Una partida de galanes desairados y frustrados deciden hacerle  un escarmiento. Una tarde, cuando Íñigo volvía de su buena obra, un negrazo esclavo le sale al paso, lo acorrala en un rincón y a golpes de vergajo lo dejó por muerto.
Todo esto lo contará Juan Pascual, el hijastro de Inés. Como también la llorera de su madrastra, cuando unos molineros le llevaron el herido a casa. Y así termina, no menos quijotescamente, su anécdota el buen Juan: «Visitóle en mi casa lo mejor de Barcelona, así de damas como de caballeros, y todos le agasajaron infinito.» [4]
La ‘íñiga’ Inés, toda pesarosa, instaba a su molido huésped a no poner los pies nunca más en los Ángeles. «¿Y qué cosa más dulce para mí, que morir por amor y honor de Cristo y por mi prójimo?» En verdad, que daba gusto oír a semejante hombre. Por suerte, lo de morir no hubo lugar, porque Íñigo dio por terminada su primera formación en Barcelona para perfeccionarse en Alcalá.
Tras el inciso, volvamos ahora al Peregrino en su primera salida y jornada.

Donde el lector o la lectora verá lo que en el texto y figura se contiene
Íñigo, el menor de los Loyola, rompe de hecho con el mayorazgo de la familia, y con el cerebro cargado de lecturas sacras y profanas emprende su primera salida de la casa solariega. Primera etapa: Montserrat. Allí piensa armarse caballero andante espiritual, tras velar sus armas y dedicarlas a la Virgen.
Al efecto, lleva consigo en una mula o cuartago su armadura vestigial: una espada y una daga. Pero lleva también recado de escribir, porque sabe hacerlo y es calígrafo. Escribe y escribirá en su vida muchas cartas, miles de cartas, a personas de su interés, por los motivos más diversos, sin desdeñar el sablazo cuando la necesidad lo pida.
Lleva también muy envuelto un libro en blanco de buen papel, donde va escribiendo despacio lo que se le ocurre de provecho para su nuevo camino interior, con buena letra y hasta con tintas de colores, según materias. Es el embrión de su primera obra maestra, los Ejercicios espirituales. (La otra serán las Constituciones de la Compañía.)
Por el camino se merca un hábito de peregrino, auténtico disfraz o adefesio, compuesto de túnica talar de saco, bordón de palo y calabacilla. No es impostura, porque su idea es viajar a Jerusalén, y surte el efecto de poder pedir limosna sin buscarse problemas.
Aquél avío cumple además para Íñigo la supuesta función de ocultar su personalidad y humillarle, aunque la realidad será que llame la atención de la gente. Y siendo como es persona bastante conocida aquí y allá, todo el mundo termina sabiendo que Loyola, o se ha vuelto loco, o va para santo.
En cuanto al bordón, era casi necesario para su pierna, muy resentida. Muchos peregrinos lo usaban también como espanta perros. No sospechaba que pronto tendría para él una utilidad casi olvidada desde los Padres del Yermo: espantar al demonio.
El Peregrino ya conocía Montserrat, y era conocido de este monasterio, metido a viva fuerza en la reforma de San Benito de Valladolid. En Montserrat dos comunidades paralelas, catalana y castellana, se llevaban a matar, o dicho más piamente, vivían en conflicto interno, mientras de puertas afuera se guardaban las apariencias hasta cierto límite.
Además de velar sus armas y hacerlas colgar en la iglesia como exvoto, el Peregrino hace y repite una y otra vez confesión general por escrito, sin quedar satisfecho, porque ya apunta su obsesión perfeccionista, escrupulosa. Él, que tan aplomado ha sido siempre.
Recibe consejo espiritual, que tampoco le satisface; y lo que aprecia más, cierta orientación de lecturas para su método. En esta etapa, Íñigo procura ponerse al corriente de la literatura espiritual en boga, hasta donde se lo permite su desconocimiento de las lenguas.

Manresa
Tras esto, el Peregrino baja a Manresa por breve tiempo, que se alargará en varios meses. La pequeña y bonita ciudad del río Cardoner es el verdadero punto de partida de su carrera mística, la cuna de su método, los Ejercicios.
Y por supuesto, en Manresa se convierte en espectáculo viviente y semoviente.  
‘El hombre del saco’ (l’home del sac): así llama la chiquillería  al tipo raro, del que diz que si  era caballero de mucha cuenta y mucha renta, aunque ahora es sólo un mendigo cojo y desaseado.  
¿No era una de su fantasías medirse con los santos atletas? Pues esta vez –como bien sospechó Villoslada– le toca el turno con san Onofre, el anacoreta egipcios que cuando le vio san Pafnució le huyó, tomándole por una alimaña [5]:
«No comía carne, ni bebía vino, aunque se lo diesen…  Y porque había sido muy curioso de curar el cabello, que en aquel tiempo se acostumbraba, y él lo tenía bueno, se determinó dejarlo andar así, según su naturaleza, sin peinarlo ni cortarlo, ni cobrirlo…  Y por la misma causa dejaba crecer las uñas de los pies y de las manos, porque también en esto había sido curioso.»
Otras extravagancias, sin embargo, recuerdan más las tentaciones de San Antonio:
«Le acaeció muchas veces en día claro ver una cosa en el aire junto de sí, la cual le daba mucha consolación, porque era muy hermosa en grande manera. No devisaba bien la especie de qué cosa era; … le parecía que tenía forma de serpiente, y tenía muchas cosas que resplandecían como ojos, aunque no lo eran. El se deleitaba mucho en ver esta cosa… ; y cuando aquella cosa le desaparecía, le desplacía dello.» [6]
Una bonita serpiente que daba gusto verla... ¿Qué diantre podía ser? Ni idea. Hasta que, tras aquella otra iluminación espléndida  del río Cardoner (ya mencionada, que «duró un buen rato», en que por ciencia infusa aprendió de golpe más que todo lo asimilado luego «en todo el discurso de su vida»), dice que se puso de rodillas a dar gracias a Dios ante una cruz cercana,


«y allí le apareció aquella visión que muchas veces le aparecía y nunca la había conocido, es a saber, aquella cosa… muy hermosa, con muchos ojos. Mas bien vió, estando delante de la cruz, que no tenía aquella cosa tan hermosa color como solía; y tuvo un muy claro conoscimiento, con grande asenso de la voluntad, que aquel era el demonio; y así después muchas veces por mucho tiempo le solía aparecer, y él a modo de menosprecio lo desechaba con un bordón que solía traer en la mano.» [7]
Conocemos también sus dudas sobre el futuro, sus escrúpulos y miedos, su idea del suicidio:
« Le venían muchas veces tentaciones con grande ímpetu para echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía… Mas conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar: «¡Señor, no haré cosa que te ofenda!»
Con semejante plan de vida, no puede extrañar que «con ser al principio recio y de buena complexión, se demudó totalmente cuanto al cuerpo» (Laínez). En consecuencia, hubo división de opiniones sobre la santidad o locura de aquel ermitaño y troglodita del Cardoner, ‘el hombre del saco’. O ‘el hombre santo’, que replicaban sus fans, laicos y clérigos, pero sobre todo la clientela femenina que allí empezó a reunir: les ‘íñigues’.
En Manresa
«le seguían los ojos de todo lo mejor de la ciudad, y en particular de mujeres honradas, casadas y viudas, que de noche y de día andaban tras él con la boca abierta, muertas por oír las pláticas espirituales que siempre decía, y por ver las buenas obras que hacía» (Juan Pascual) [8].
En los meses (once, tal vez) de Manresa, su primera protectora y discípula, la viuda Inés Pascual, le remite primero al hospital o albergue de Santa Lucía, luego a los dominicos y por último a varias casas de viudas. No vio prudente recibirle en la suya de allí, pero no por el qué dirán, sino «por los reparos de sus propios parientes, con quienes andaba en pleitos» [9] Luego, en Barcelona, será diferente, como ya vimos que le tuvo en casa con el hijastro.
En Manresa sitúa el Peregrino también su encuentro y trato, que ya conocemos,  con otra mujer de más relieve, pero no en plan de discípula sino de maestra: la citada ‘Beata del Barco’. El padre Villoslada, aunque transcribe el pasaje correspondiente de la ‘Autobiografía’, no la identifica o no quiere saber nada de ella. De hecho, sor María de Santo Domingo ni siquiera figura en su nomenclátor.

(Concluirá)
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[1] Esteban de Garibay, ‘Discurso de mi vida’. Bilbao, Servicio Editorial UPV, 1999. Cfr. J. Moya, ‘Esteban de Garibay: Un guipuzcoano en la Corte del Rey Felipe’. Bilbao, RSBAP, 2000. Garibay llama a su relato autobiográfico (o ‘Memorias’) «discurso de mi vida» (O. cit., libro 1, tít. 1; ed. cit., pág. 43; la misma expresión de Loyola, «discurso de su vida», en tercera persona (Autobiografía o Relato del Peregrino, 30).
[2] Carta de 1547; cit. por G.-V., pág. 95.
[3] También se ha pensado en Catalina de Austria, la bella y jovencísima hija de Carlos V. Respecto al convento de Madrigal, EGH padece aquí un lapsus llamándolo «de Santa Clara» (pág. 103), cuando era de Santa María de Gracia y de monjas agustinas, como bien puso él mismo (pág. 52).  
[4] Recoge la historieta el padre Villoslada, que primero ha dicho, al presentar a Juan Pascual (p. 205), «que en su primera vejez le fallaba la memoria»; y el relato que dio de la entrada del santo en Manresa lo califica de «inverosímil y novelesco» (p. 206). En efecto, «los testimonios procesales en orden a la beatificación o canonización de un sujeto siempre son muy sospechosos»; «testigos generalmente ancianos, que hablan de oídas o recogen rumores populares». Sí, padre; pero diga también, testigos debidamente trabajados y aleccionados por los postuladores, en este caso jesuitas o jesuíticos.
[5]  García-Villoslada, pág. 210, nota.
[6]  Autobiografía, 19.
[7]  Autobiografía, 31. El paralelo antoniano es más explícito luego, de viaje a Jerusalén: «En todo este tiempo… parescíale que vía una cosa redonda y grande, como si fuese de oro, y esto se le representaba» (Autobiografía, 44; cfr. ‘Vida de san Antonio’ por san Atanasio, 11-12 : visión de una bandeja de plata (imaginaria), seguida de visión de piezas de oro (reales) en su viaje por el desierto.
[8]  En G.-V., pág. 209.
[9]  Ibíd., pág. 208.