lunes, 30 de abril de 2012

Provincias Exentas (y 5)



En el ejercicio físico-matemático del Real Seminario de Nobles hemos visto al cortesano y académico don Tiburcio de Aguirre moviendo con habilidad los hilos ante Carlos III para el negocio de Peñaflorida y de Guipúzcoa. Al efecto, asoció como ‘arguyentes’ a otros dos personajes de cuenta, y como de encargo: don Alejandro Pico de la Mirandola, y el IV Marqués de Montehermoso.
Ambos eran fuertes en Matemáticas, como Aguirre y Peñaflorida lo eran en la ciencia de moda, la Física experimental, con sus polipastos y caídas de graves, sus bombas neumáticas y sus botellas eléctricas. Pero el reverendo Pico, clérigo como don Tiburcio, amén de desempeñar el arcedianato de Córdoba, prestaba su dominio de los números en servicio del Rey, como consejero de Hacienda. Y el de Montehermoso, sobrino de don Tiburcio y vitoriano como él, además de cortesano gentilhombre de Cámara y recién nombrado Guardia de Corps, era una gran promesa en el proyecto de la Bascongada. Por desgracia, Francisco Javier de Aguirre y Ortés de Velasco no vería la Sociedad, pues falleció en 1763 a la edad de 31 años.

Los caballeritos de Azcoitia
Javier María de Munibe e Idiaquez (1729-1785), VIII Conde de Peñaflorida, se había formado como interno de los jesuitas en Toulouse, donde se aficionó a los números, la música y la ciencia experimental.
De vuelta a su Azcoitia (1746), con otros jóvenes de su clase organizaban tertulias más bien alegres y de francachela, donde entre naipes, baile, humo de tabaco y sorbos de vino o de chocolate, también se trataban asuntos serios.
Si yo fuese un hagiógrafo escribiendo una vida de santo, aquí tocaría hablar de una ‘conversión’, evocando la de Íñigo de Loyola, muy cerca de allí. Munibe no quiso ser un señorito ocioso, y con los más sensatos del grupo transformó la timba en academia.
Así surgió el ‘triunvirato’ con Manuel Ignacio de Altuna y Portu (1722-1762), José María de Eguía, III Marqués de Narros (1733-1803): los «caballeritos de Azcoitia», según el jesuita Isla, que tuvo con ellos un rifirrafe, a cuenta de las n0vedades (no sólo técnico-científicas) de importación ultrapirenaica.
Aquellos jóvenes tal vez ni conocían a su inédito contemporáneo escocés, el psicólogo y economista Adam Smith (1723-1790); pero en cierto modo anticiparon su pensamiento, en cuanto a cohonestar utilitarismo con altruismo, y sus ventajas particulares con el bien general del país [1].
Los jóvenes caballeros intuían que la recuperación económica del terruño pasaba por el saneamiento de sus fortunas personales, con intereses raíces y familiares extendidos por las tres Provincias Bascongadas, y aun muy fuera de ellas. Provincias, por otra parte, bien llamadas ‘Exentas’: auténtico paraíso de delicias fiscales –entre otras muchas reales, más alguna que otra imaginaria–; ventajosas ‘libertades’ que a toda costa convenía conservar, restaurar, fomentar y, sobre todo, unir en esfuerzo común. Y esta era la misión que se habían atribuido aquellos optimates con vocación de clase dirigente, unidos por la Amistad, en Sociedad patriótica; ellos y el País, bajo el lema Yrurac Bat.
He hablado de ‘conversión’, y me reitero, aunque sea en laico. Porque mucha ascesis se necesitaba para cumplir el programa espartano que se impusieron los Amigos para sus reuniones:

Lunes:                    Matemáticas
Martes:                  Física
Miércoles:             Historia y Literatura
Jueves:                   Música
Viernes:                  Geografía
Sábados:                Actualidades
Domingos:             Concierto

Pero es que además el plan no se limitaba a las juntas. Era una vocación y entrega total. Se era Amigo del País a tiempo completo, dedicando no sólo talento y esfuerzo, también hacienda:

«Así los Socios de el Numero, como los Supernumerarios se obligaràn à dejar en sus testamentos una manda, sea en dinero, ò sea en libros, para la Sociedad, sin expresar la cantidad, y ciñendose cada uno à su posibilidad.» [2]

«[La ‘Bascongada’]… no como otras Academias de Artes: el que entra en ella, entra a trabajar y a gastar». [3]

El objetivo económico no debía esfumar el patriotismo, entendido como ejemplaridad ética. Hagiográfico fue también el elogio fúnebre que Narros hizo de su amigo Peñaflorida, y significativo el lema que elige, al modo de los predicadores, aunque tomado de un filósofo y moralista gentil, Cicerón [4]:

Ego autem nobilium vita victuque mutato, mores mutari civitatum puto.

(No perdamos el contexto: Platón decía que las canciones de moda dan el tono a la sociedad. Cicerón prefiere atribuir el mismo efecto moral al ejemplo, bueno o malo, de los nobles en su tenor de vida. Un prejuicio este muy extendido en el despotismo ilustrado.)

¿Masonería ‘blanca’?
Entre idas y venidas, para Xavier Munibe los años de su delegación en Corte (1758-62) fueron de maduración vertiginosa. La idea de una pequeña academia localista provinciana quedó superada, a favor de otro modelo de mucho mayor calado político. Hoy por hoy, no es posible desglosar en esos cambios lo debido a influencias ajenas, en particular las de don Tiburcio de Aguirre.
Lo cierto es que este señor resultó providencial para ganar el favor del nuevo rey Carlos III, que de pequeño tuvo como aya a su abuela, y como compañeros de juegos a pequeños Aguirre, residentes en palacio. [5]
El modelo de Sociedad que finalmente se perfiló fueron las tres Reales Academias borbónicas, en especial la de Bellas Artes de San Fernando (1752), cuyo viceprotector en nombre del Rey era el reverendo don Tiburcio. La Bascongada, juntando los ideales ilustrados del trío académico, cubriría ella en solitario el hueco de las Ciencias aplicadas (o ‘útiles’, como se decía), más la incipiente Economía. [6]
De las Reales Academias, a un provinciano ‘exento’ como Munibe le interesaba especialmente la inmunidad:

«Ningún juez ni tribunal se mezclará de oficio en el gobierno de la Academia: la que estará sujeta inmediatamente al Rey N. Señor, del mismo modo que están las Reales Academias Española, de Historia y de San Fernando».

Así decía el Plan de una Sociedad Económica o Academia (1763), presentado a la aprobación del Rey. Otra exención apetecible era poder publicar por vía expeditiva, sin las trabas de la censura común. Ambas cosas significaban mucho en una época cuando no había libertades de asociación e imprenta.
En el nuevo estatus y panorama, aquella vinculación primera de la Bascongada a las Juntas Generales de Guipúzcoa y los otros organismo provinciales dejaba de ser interesante y pasó al olvido.
Una traba no grata a la mentalidad de Munibe y sus amigos era el elitismo nobiliario de las Reales Academias, que las convertía en clubs de diletantismo, relumbrón e inoperancia [7].
Entiéndase:  nuestros aristócratas para nada deseaban dentro ni fuera de la Sociedad una democracia tal como hoy se entiende. Ellos mismo disfrutaban o aspiraban a títulos nobiliarios. Lo peculiar era que el vasco, con el mito asumido de su hidalguía universal igualitaria, miraba esos títulos como aditivo foráneo, y cedió menos que otros españoles al prejuicio del horror al trabajo [8]

«¿Qué provincia podrá jactarse, como las nuestras, de haber tenido una nobleza que se ocupase únicamente en promover la felicidad de sus pueblos, hasta hacer profesión declarada del estudio por conseguirla?» [9].

«Los Amigos del País tienen por principio el estudio, son los personas más distinguidas. Por esa cualidad, han de emplearse necesariamente en el gobierno de sus repúblicas y provincias. ¡Qué ventaja para ellas, tener sujetos cultivados para el manejo de sus negocios y para ocupar con acierto su representación

Este sorprendente párrafo de un texto anónimo, atribuible a Miguel José de Olaso Zumalave, primer Secretario que tuvo la Bascongada, expresa con absoluto candor una vocación política de gran empeño, por encima de cualquier camarilla o ‘parcialidad’ (partidos políticos no había entonces). Lo que se pretende es una penetración de todo el País por quienes, sintiéndose más capacitados, se disponen a ocupar puestos de decisión en el organigrama administrativo.
El núcleo de la Bascongada eran sus 24 Amigos de Número –8 por cada provincia–, bajo la dirección vitalicia de Peñaflorida. El cuerpo material lo componían los amigos supernumerarios, en número indefinido. Una tercera categoría: los amigos de mérito y agregados, expertos en saberes útiles a la Sociedad, incluso extranjeros.
En Azcoitia, el 24 de diciembre de 1764, reunidos la mayor parte de los 16 caballeros fundadores, adoptan el nombre de Amigos del País. Y el 16 de febrero del 65 en Vergara tienen la primera Junta General, donde se acuerda crear una clase de amigos alumnos para los caballeros jóvenes, hasta cumplir los 18 años. Estos serían el semillero o seminario de socios, asegurando el relevo generacional: «útiles individuos del estado, celosos republicanos y miembros ilustres de la Sociedad».
Para la formación sobre todo de estos «caballeritos» –los alumnos– se funda el Real Seminario Patriótico Bascongado en Vergara (1767). Sin embargo, no creo que la categoría de Amigos Alumnos se deba restringir a los matriculados.  El Seminario era un centro educacional elitista, inspirado en el Real Colegio de Nobles. Más tarde hubo también proyecto de otro Colegio para chicas, que el rey aprobó para alumnas de todo el reino, y no pasó de ahí (1784).
Las gestiones de don Tiburcio dieron resultado en abril, con la aprobación de los primeros Estatutos, con orden a las autoridades provinciales de dar todo su apoyo y libertad de movimientos a la Bascongada. En agosto el Rey aprobaba el Reglamento de Alumnos.
Todavía se ingenieron otras categorías de socios. Un grupo restringido y muy selecto de amigos honorarios («de quienes se pueda prometer sacar ventajas hacia èste establecimiento»), exentos de deberes comunes, tenían por cometido cultivar las cortesías y atenciones a los poderosos, en nombre de la Sociedad... El sistema fue en algún momento más complicado.
En fin, algo hay que decir del socio benemérito: cualquier persona de buena nota, celosa patriota, dispuesta a pagar una anualidad de 100 reales  por adquirir una patente de ‘amigo de la Bascongada’. Y es que una empresa tan vasta requería muchísimo dinero, que en principio se pensó recaudar con una lotería privada. Desechada ésta, se ideó un mecanismo de doble efecto: especie de ‘simonía laica’ –vender prestigio social por dinero–, que a la vez que daba ingresos reclutaba posibles agentes de reclamo e infiltración. De hecho el número de estos amigos creció prodigiosamente, sobre todo por América. Pero fue a costa de un tercer efecto indeseable, y aun un cuarto: inflar listas de amigos benméritos inoperantes, que obtenida la patente se olvidaban de pagar la cuota, convirtiendo en gasto la burocracia recaudatoria [10].
Todo esto, más la insistencia en la Amistad-Amistad-Amistad, más una serie de normas minuciosas, prolijas y algo raras,  sobre el trato de los amigos entre ellos, más el emblema (de sobriedad icónica y laconismo raro para la época), etc. etc., muchas veces ha hecho pensar en influencias masónicas.
Desde luego, no se puede sostener que la Bascongada fue sucursal de la Masonería, o que las llamadas ‘juntas’ fuesen tenutas disfrazadas. Otra cosas es que bastantes socios fueron también masones a título individual. Ni siquiera un historiador tan suspicaz como Vicente de La Fuente se atreve a afirmarlo, sólo lo da como conjetura. En su Historia de las Sociedades Secretas (Madrid, 1870, t. 1, págs. 101 y sigs.) trata de la Francmasonería española en tiempo de Carlos III en Madrid, pasando luego a hablar de ‘Los machines vascongados: Sociedad Vascongada de Amigos del País’ (págs. 121-125).
Este encabezamiento desorienta más que informa. La machinada o revuelta popular de 1776, aunque coincidente en el tiempo con el motín contra Esquilache, fue un protesta local motivada por la carestía de subsistencias, tras un invierno muy duro, «y lo prueba bien el haberse helado el mar en las costas de Vizcaya», según el propio Carlos III en carta de Tanucci (4 de febrero 1766) [11].
Por supuesto, en la coyuntura económica no faltaron manejos especulativos de los jaunchos, la casta de Peñaflorida. Los mismos que acudieron a la represión armada sin contemplaciones.
Pero todo eso nada tiene que ver con masonería ni con la Bascongada, como sugiere La Fuente, apoyándose en que los Amigos leían la Enciclopedia (con permiso del rey), fueron vistos con recelo por el clero (por una parte de él, también tuvo amigos clérigos) y, faltaba más, «la misma divisa de las tres manos unidas… un signo masónico de los más conocidos».
Muy distinto es, como hipótesis de trabajo, estudiar la Bascongada bajo la metáfora de una masonería ‘blanca’, como se ha hecho a veces con la compañía de Jesús o el Opus Dei. De paso, recordemos que tambien los fundadores de la Bascongada la presentaron al Rey, con modestia, como «la Obra».

Un plan político
Aunque las Vascongadas y Navarra capearon la embestida borbónica contra la foralidad, en el siglo XVIII padecen crisis que tuvo sus intérpretes y profetas en panfletistas, como el jesuita guipuzcoano Larramendi o el militar navarro Perochegui. La personalidad del primero es mucho más notoria.
Juan de Perochegui, capitan de artillería, publica en 1731 en tirada muy corta Origen y antigüedad de la Lengua Bascongada y de la Nobleza de Cantabria. Barcelona, 1731. Obra dedicada a don Juan de Idiaquez, Conde de Salazar. Esta obra sería ‘primera parte’ de lo que siguió en 1737/1738 (Barcelona) como partes segunda y tercera, «probando ser dicha lengua la estirpe y origen de la Augustísima Casa de Borbón», y que «la Casa de Capet y la Ausgustísima de Borbón  son de un mes raza», esto es, arrimando el capitán la sardina borbónica a su ascua.
La edición definitiva y más divulgada fue la de Pamplona, 1760, aprovechando seguramente el cambio de reinado, como antes se aprovecho el declive biológico de Felipe V (1724-46).
Entre la edición primera y la definitiva hubo gran movimiento en el fuerismo, hasta provocar repulsa. Los ‘nacionalistas’ de entonces se quejaban de ‘emulación’, celos, envidia a lo vascongado (lo mismo repite uno de los religiosos censores que aprueban la obra).
Leyendo textos primitivos de la vascongada, no es difícil hallar resonancias de esas tesis, y aunque la prudencia de Peñaflorida les pone sordina, la estridencia se hará sentir conforme se evidencie el fracaso de la Bascongada.
Todavía en 1766 (Junta General en Vitoria), en optimismo desbordante y a ratos pueril, no faltan alusiones a la crisis socioeconómica. Por otra parte, el estudio qe allí se hace de la economía del País, en cuanto a Agricultura, Minería, Industria, Comercio, es de la más interesante porque contempla al País Vasco en perspectiva unitaria, como si todo él fuese un estado autónomo viable por sus propios medios.
La sorprendente ponencia trabaja sobre el supuesto autosuficiente de las tres provincias, con explotación a tope de recursos propios como si fuesen ilimitados, contemplando expropiación forzosa de baldíos (p. 192) y trasiego de gente a una Álava agrícola y despoblada.
La más que aconsejable supresión de aduanas interiores o ‘puertos secos’ ni se contempla, para un estado que comercia por igual con Inglaterra y Francia que con Castilla y resto de España (p. 189), para lo que dispone de flota mercante propia, a saber, la de la Real Compañía de Caracas (la Guipuzcoana), «que ha contribuido siempre gustosa a todo lo que sea ventajoso al país» (pág. 190).
Se pregunta uno, hasta qué punto podía interesar a la Sociedad el traslado de las aduanas al mar, o incluso la franquicia, dada la circunstancia de que los Montehermoso en Vitoria detentaban la escribanía de todo el distrito aduanero de Cantabria.
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[1] Smith publicó The Theory of Moral Sentiments en 1759, y The Wealth of Nations es de 1776. Peñaflorida alcanzó a conocer las dos obras. Los Sentimientos se tradujeron al francés desde 1764 (como Métaphysique de l’Âme como sobretítulo), y Jean-Louis Blavet, que también hizo su versión en 1775, tradujo La richesse en 1781. La riqueza de las naciones se publicó en español en  1794, en versión de José Alonso Ortiz, con algunas notas propias, así como retoques y cortes impuestos por la censura de Godoy.
 [2] Estatutos de la Sociedad Bascongada de los Amigos del País. San Sebastián, 1765, art. xxxij, p. (24).
 [3] Peñaflorida, III Ensayo (privado), 1770. El propio conde dio ejemplo, en este sentido, con gran quebranto de su hacienda.
[4] Cicerón, Legibus, 3, 13, 4. (debe decir 3, 31, XIV). El Elogio de don Javier Munive se publicó tras el Discurso de Apertura de las Juntas Generales de la Bascongada en Vergara, 28 de julio de 1785 (en Extractos del mismo año).
[5] Ferrer del Río transcribe algunas expresiones del afecto íntimo de Carlos a doña María Antonia de Salcedo, viuda de Vicente José de Aguirre. No recuerdo ahora el pasaje, en la Historia del reinado de Carlos III.
[6] Las Ciencias en general venían envueltas con la Medicina, y así nació embarullada una Real Academia de Medicina y CC. Naturales (Felipe V, 1734), por lo que el Marqués de la Ensenada encargó a un super ocupado Jorge Juan separar ambas ramas. En 1752 se redactó el plan de la Real Sociedad de Ciencias de Madrid; pero pronto cae Ensenada y el proyecto se paraliza. Medicina siguió absorbiendo malamente la Historia Natural y Botánica, la Química y Física, en competencia con Farmacia, que tampoco tuvo academia, sólo Real Colegio de Farmacéuticos (Felipe V, 1737), refundación del viejo Colegio de San Lucas y la Purificación.
[7] De las tres Academias, Bellas Artes era la más técnica, y de hecho fue iniciativa de artistas. Fue por ello la que tuvo una metamorfosis más radical, hasta poner la Real institución en manos de nobles, y a los artistas como quien dice ‘en su sitio’. Otra versión del despotismo ilustrado: ‘todo para el artista, pero sin el artista.
[8] Antes habían sido los oficios ‘mecánicos’ o serviles; luego fueron las empresas mercantiles. Los textos pedagógicos de la primera Bascongada inciden en inculcar a los caballeritos jóvenes hábitos de laboriosidad, quitándoles prejuicios contra el ejercicio del comercio.
[9] Junta General de Vitoria, Discurso preliminar, p. 7.
[10] También se había pensado en crear una lotería propia como fuente de ingresos, coincidiendo con la puesta en marcha de la Lotería Nacional (la ‘Primitiva’); pero sin efecto.
[11] Cit. por Ferrer del Río, o. cit., t. 2, p. 11.


miércoles, 25 de abril de 2012

Provincias Exentas (4)




«La estancia en Madrid de Xavier María de Munibe, VIII Conde de Peñaflorida, se halla necesitada de un estudio histórico riguroso… Las noticias sobre la etapa madrileña del conde son muy escasas… »
Así empieza el más reciente estudio que conozco sobre los orígenes de la Bascongada [1]. Ya sabemos que aquel desplazamiento nada breve –casi cuatro años (1758-1762)– fue por cuenta de la Provincia de Guipúzcoa en misión de Diputado en Corte, con un adlátere de su parentela, un Areizaga. No quepa duda, de manera sinuosa, Munibe se había auto elegido para esa misión, a través de unas Juntas Generales que él y su clan controlaban fortiter et suaviter, como pide la Sabiduría (8: 1).
En aquella España autonómica del Antiguo Régimen, desde la Baja Edad Media, cada administración periférica tenía su agencia en Corte con encargados de negocios ordinarios y extraordinarios, usando de contactos, influencias, y lo que en lenguaje pulido de época se decían ‘guantes’ [2].
Las Provincias Exentas, precisamente por ese carácter privilegiado, cuidaban de modo especial sus respectivas delegaciones o ‘embajadas’ en una Corte y Administración central que, por lo demás, estaba infiltrada toda ella y a todos los niveles por oriundos del País.
En Madrid, como ocurría en las grandes ciudades, cada paisanaje se agrupaba en torno a su cofradía ‘nacional’. La de los vascos era la Real Congregación de San Ignacio de Loyola. Más que otras de su género, esta asociación pía traspasaba lo religioso y humanitario, convertida en eje social y político del lobby vasco, como revela el citado estudio [3].
Por lo demás, ahí terminaba la convergencia vasca, porque teniendo cada provincia exenta sus propios fueros e intereses distintos, incluso reñidos, mantenían agencias y representaciones separadas [4]. «De aquí nació el mirarse como naciones diversas, y de esta impresión, el que se interesasen muy poco las unas en los negocios de las otras», en expresión de Peñaflorida [4].
Un ejemplo:

En 1705 la recién creada Junta de Comercio, para acabar con el monopolio mercantil de Cádiz, se plantea autorizar hasta cuatro nuevas lonjas o bolsas, una de ellas en Vizcaya.
‘Vizcaya’ fue durante siglos, además del Señorío, el conjunto de las Vascongadas; algo que al padre Larramendi le parece muy mal y lo criticará acerbamente (Corografía, 1756): «el nombre de Vizcaya se extiende a Guipúzcoa y Álava; pero se extiende muy mal, y por pura ignorancia» El abuso, dice, nació en ambientes universitarios, repartidos tradicionalmente en ‘naciones’ con base lingüística, y así «sucede en los colegios mayores,  en que hay becas de vascongados, que se llaman becas de Vizcaya, y esto se remediará diciendo becas de Cantabria» [5].
Pues bien, lo que cuando convenía ofendía, también se defendía, llegado el caso. Y amparándose en el equívoco, las Juntas Generales de Guipúzcoa, la ciudad de San Sebastián y su Consulado, todos tres de acuerdo contra Bilbao, reivindicaron en Madrid la candidatura de San Sebastián.

Siendo la foralidad vasco-navarra la única respetada en la Nueva Planta de los Borbones, el nombre y condición de ‘Provincias Exentas’ cobró un matiz odioso. No se trataba de derechos a lo ‘Juan Palomo’ –nacer con escudo heráldico en la frente, derechos sucesorios, representatividad en juntas así o asá, etc. etc.–, sino de exenciones de cargas, ventajas fiscales y protección arancelaria, con base en unos derechos históricos esquivos y en unos Fueros tan arcanos como las Tablas de la Ley de Moisés.
El hecho de que el sistema foral coincidiese con un progreso relativo de los Territorios Exentos daba pie a los extraños para mantener dos opiniones opuestas:
1. Los menos, ante la aparente relación ‘causa-efecto’ (foralidad y bienestar), admiraban el sistema y habrían deseado su extensión a otras provincias.
2. La inmensa mayoría, en cambio, protestaba de la injusticia y abogaba por la supresión de todo fuero, como antiguallas impropias del tiempo y contrarias al progreso. Además, argüían, en lo económico que más importa, la foralidad no hace milagros, no crea riqueza. Es un reparto desigual, sin más ventaja que la excepción. Hágase norma común lo excepcional, y el Estado va a la ruina.
Precisamente sobre la defensa de un privilegio foral guipuzcoano versó la delegación en Corte de Peñaflorida.

La alcaldía y renta de sacas
1 de mayo 1758. La Diputación de Guipúzcoa reunida en Azcoitia conoce una carta recibida del Despacho de Hacienda, sobre la cuestión recurrente de las ‘sacas’ en la aduana de Irún-Behobia. La Provincia importaba del extranjero subsistencias y otros bienes, pagando al contado en metálico; por tanto, haciendo sacas de metales preciosos amonedados, lo cual estaba prohibido.
El Conde de Valparaíso, secretario (ministro) de Hacienda, pretendía llevar un control. Los guipuzcoanos denunciaron contrafuero, poniendo el asunto en manos de su agente en Madrid, el azpeitiano Joaquín de Altuna, y de dos diputados en Corte, el mismo Peñaflorida y un cuñado suyo, Martín José de Areizaga.
¿Contrafuero? Ciertamente el Fuero de Guipúzcoa recogía la costumbre inmemorial de abastecerse así la provincia, comprando subsistencias extranjeras para su consumo, dada la insuficiencia de sus recursos agrícolas para la población, y la carestía de esos mismos productos de procedencia española, debido a las aduanas interiores.
Precisamente de eso se había tratado en un principio: de suprimir tales aduanas –y con ellas la zona franca vascongada– llevándolas ‘a la mar’. Cosa que para los guipuzcoanos era también contrafuero.
Exigía además Hacienda tomar el control de las transacciones en Irún, que estaba en manos de la Provincia: he aquí un tercer agravio de contrafuero.
Allá los expertos sobre el contencioso, y sobre los fueros en general. La verdad es que uno de los puntales a la defensiva, sobre todo para Guipúzcoa, era la pobreza del suelo y territorio, de modo que sin exenciones forales las Vascongadas no podían subsistir.
Si el argumento podía ser discutible en lo general, en el punto concreto de la aduana no, porque la penuria guipuzcoana fue la base para gozar de un privilegio otorgado a la Provincia por los Reyes Católicos (22 de diciembre 1475), concediéndoles el derecho y control de aprovisionarse por la frontera, según su necesidad, o si se prefiere, a su guisa.
A partir de ahí, la Alcaldía de Sacas con puesto en Irún-Uranzu, con alcalde-juez nombrado por las Juntas, controlaba el contrabando de artículos prohibidos: metales preciosos, moneda, armas, caballos, granos etc., decomisando todo lo que no fuera parte del abasto provincial, y eso tanto en tiempos de paz como en guerra [6].
¿Y qué se hacía de los decomisos? El mismo privilegio cedía a Guipúzcoa 1/5 del decomiso, 1/3 para el vista denunciante, y el resto para el alcalde y costas. Ahora bien, a este reparto se reclamaba la plaza de Fuenterrabía (1708), de modo que Hacienda ya no pudo cerrar los ojos ante un contrabando oficializado, al amparo de un supuesto ‘fuero’ que consistía en un privilegio real con fecha.
La posición débil de Guipúzcoa llevó en 1717 a una Real Orden trasladando las aduanas a la costa. Ante tal ‘ofensiva antiforal’, la Provincia usó de una estrategia muy probada por los vascos: ir al Rey. Tras mucho forcejeo, por fin hubo suerte. Felipe V estaba bastante ido, pero los diputados vascos y sus enlaces en Corte pudieron llevar al ministro José Patiño a la firma de un concierto aduanero (1727).
Un parche con fecha de caducidad y conflicto renovado a mediados de siglo. El recurso al rey (ahora Fernando VI) volvió a funcionar, pero la impresión es que Guipúzcoa con su prurito foral, hasta arrancar al monarca un compromiso de respeto a los fueros guipuzcoanos hizo pírrica la victoria (8 de octubre 1752).

“…hasta el pie del trono”
El nuevo atentado de Madrid contra Guipúzcoa consistía en pretender Valparaíso que los salvoconductos emitidos por la Alcaldía de Sacas, con las fechas en letra (para evitar bailes de números), fuesen a manos del Capitán General de la zona, que los pasaría a la Dirección General de Rentas y, en su caso, castigaría las infracciones.
Hasta ahí podíamos llegar, una institución foral, bajo control de los aparatos del Estado.
Era patente que la propia alcaldía aduanera de Irún emanaba de un privilegio real, y su único adobo foral era la corruptela. Aun así, el que en una aduana fronteriza, con tráfico de moneda y armas, metiese las narices un gobierno militar y una Hacienda real tan insultante que ni se fiaba de números y pedía letras, tal vez no violase la de ningún fuero concreto, pero para el caso iba en contra del espíritu de los Fueros, y por tanto, contra la voluntad del Rey. Así al menos lo veía Guipúzcoa.

Las Juntas Generales de Guetaria (julio 1758) dan sensación de deja vu. La división interna se hizo patente desde el principio: mientras los moderados proponen de momento elevar al rey «una representación persuasiva», otros más radicales quieren dar ya la batalla en Madrid.
       Para reducir el nivel de ruido se crea una juntilla de caballeros procuradores; pero la misma división se mantiene a grandes rasgos, con las villas interiores y Fuenterrabía por la moderación, frente a las ariscas ‘repúblicas marítimas’, con Tolosa, y  con empate en la Azcoitia de Munibe.
Vencieron las ‘repúblicas marítimas’, que si no se llamaban Venecia ni Génova, para el caso eran las villas de Guetaria, Deba, Motrico, Zumaya, Zarauz…, y en cabeza de todas San Sebastián [7].
El Consulado donostiarra además tenía su guerra propia, sobre todo en lo de la lana, muy de capa caída a favor de la rivalísima Bilbao, con los vistas en el muelle de Pasajes cruzados de brazos esperando el cese. Según eso, San Sebastián encabezaba el interés por el envío de Diputados a Madrid, hasta el punto de correr con un terció del gasto si se incluían sus demandas.
Siempre para amortiguar el ruido democrático, que a veces no deja oír la sabia voz de los mejores, se designó a una pareja de compromisarios, Joaquín de Eguía y Martín José de Areizaga, encargados de elegir a los Diputados a Corte. Como ya sabemos, fueron estos Peñaflorida y el propio Areizaga.
La estrategia de los plenipotenciarios guipuzcoanos era invariable: dejarse de tientas por covachuelas o de capeas por despachos, y lidiar el toro. Llegar  «hasta el pie del Trono», recordarle al Rey que Guipúzcoa era su más leal provincia en virtud del pacto foral, y obtenida la real firma aguantar hasta la próxima.
El acceso al monarca estaba asegurado por el parentesco de los diputados entre sí y con dos cortesanos clave. Uno era nuestro conocido don Tiburcio de Aguirre. El otro, un Areizaga llamado don Carlos, que además de tío carnal de uno y otro diputado era un veterano palaciego, y para Fernando VI un real criado como de la familia.
El estudio citado de Blanco Mozo insiste en la excelente información de las Juntas y los Diputados sobre asuntos de Corte, gracias a la red de ‘valedores’ que la Provincia mantenía allí [8]. Pero información no era omnisciencia ni clarividencia, y en todo caso, los dos flamantes plenipotenciarios que el 7 de agosto 1758 entran en Madrid no llevan clara idea del mal pie con que lo hacen.
La reina doña Bárbara de Braganza enferma de muerte, y don Fernando cae en depresión, que desde su viudez, el 27 de agosto será locura. Las camarillas hierven. Con el rey no hay nada que hacer; pero es que tampoco don Carlos de Areizaga es ya nadie más que un viejo de 78 años, con un pie en la sepultura. Nuestra pareja no pinta nada en Madrid –nada de lo que les ha traído, se entiende–, por lo que se vuelven a casa, a esperar un desenlace que finalmente se produce en agosto de 1759.
Muere Fernando VI, y la venida de Carlos III abre un compás de espera incierto, entre cábalas y rumores. En diciembre ya están de nuevo los diputados en la Corte. Pero de momento, sólo para tomar el pulso al nuevo reinado, con un objetivo prioritario: que don Carlos confirme los fueros.
Una noticia que hasta podría ser buena es que Hacienda no la lleva ya Valparaíso, sino Esquilache. Bueno es también que la muerte de Areizaga ha abierto camino a nuevos conseguidores, en la misma trama de influencias: los Idiáquez, los Marqueses de Montehermoso…

El hecho es que, de pronto, el 22 de mayo siguiente, 1760, el rey firma los fueros. Y no sólo eso. Atónitos vamos a ver a Peñaflorida no ya a los pies del trono, sino sentado junto al monarca y su esposa doña Amalia. Es como un milagro, el joven Munibe, un desconocido en la Corte, va a intervenir en público ante la real pareja como un experto matemático y científico. El milagro deja de serlo al saber que su introductor y mentor es don Tiburcio de Aguirre.
El acto tuvo lugar el domingo 6 de julio de 1760 en el Real Seminario de Nobles, y consistió en dos ejercicios de los llamados Conclusiones, derivados del método escolástico y modernizados por el jesuítico. De hecho, la presidencia académica recayó en sendos padres de la Compañía de Jesús, la orden religiosa que antes de siete años cumplidos será expulsado del reino sin contemplaciones, como preámbulo de su extinción. Aguirre y Munibe intervienen como examinadores de dos caballeros cadetes guardias marinas, carrera prestigiosa por rigurosa.
Significa que el académico don Tiburcio ha acertado de lleno propiciando el lucimiento del que ya se perfila como fundador de la Bascongada… ¿La cuarta de las grandes academias, Real Academia de Ciencias Útiles y Aplicadas, quién lo sabe? 
Quedaba pendiente la decisión del rey sobre la cuestión de Hacienda. Finalmente, el 30 de mayo 1761 don Carlos firma un documento que Guipúzcoa saludó como satisfactorio, aunque esta palabra apenas tiene entrada en el léxico foralista, y de hecho reincidía en la intervención desde Madrid. La verdad, uno no ve diferencia sustancial entre lo nuevo y lo que pedía Valparaíso, salvo sutilezas más bien formales.
Pero si la Provincia estaba contenta, mejor para ella y nada que objetar. De hecho, al rendir cuenta los diputados en Corte en 1762, las Juntas Generales les dan las gracias y les obsequian con una fuente y jarrón de plata. No tardarán en surgir nuevas fricciones; y desde luego, el buen semblante no se extendía a San Sebastián, en relación con sus lanas y pesquerías de bacalao. No nos concierne. Sí en cambio la eclosión de la Bascongada y un atisbo de su verdadero carácter.
¿Masones? La masonería estaba prohibida por Real Ordenanza de Fernando VI (1751); es decir, entonces pasó a la clandestinidad. Nuestra Bascongada nunca tuvo vocación de sociedad secreta, aunque ciertos resabios y tics lo mismo pueden apuntar a esa escuela, que a convergencias con la idiosincrasia vasca.

(Concluirá)
_________________________________________ 
       [1] ‘La Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en Madrid’. En: Juan Luis Blanco Mozo, Orígenes y desarrollo de la Ilustración Vasca en Madrid (1713-1793). De la Congregación de San Ignacio a la Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Madrid, 2011, págs. 163-310.

       [2] «Guantes. Usado siempre en plural. Se llama el agasajo que se da al artífice después de acabada la obra, además de lo ajustado». Es la definición, manifiestamente tímida, del Diccionario de Autoridades; tomo 4 (1734), p. 86.

       [3] Blanco Mozo, en el mismo libro, pp. 21-159, estudia la congregación en sí misma y en su relación con la Bascongada. A la sazón estaba ubicada en San Felipe el Real, aunque en tratos para tener iglesia propia.

       [4] Historia de la Sociedad de los Amigos del País, cap. 1º. Hasta las Encartaciones de Vizcaya iban a su aire; y la parte de Oñate no era de Guipúzcoa, como tampoco Treviño era ni es de Álava.

       [5] Manuel de Larramendi, Corografía o descripción general de la M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa. Barcelona, Vda. e Hijos de J. Subirana, 1882, (pág. 20). Hay ed. facs., MAXTOR, y nueva edición crítica y comentada de J. I. Tellechea Idígoras. En la misma obra, y no como chiste, cuenta Larramendi esta anécdota, ocurrida al parecer en un panegírico aniversario de la Real Congregación:

«Dijo un predicador en Madrid: Nacio San Ignacio de Loyola en Vizcaya, y la interrumpió otro, miente, voto a Cristo, que no nació sinó en Guipúzcoa, donde está Azpeitia, y en su jurisdicción Loyola. Si fueran de este humor los demas guipuzcoanos dieran su corrección á los que los tratan de vizcaínos» (ibíd., p. 19). 

       La propuesta de llamar Cantabria al País Vasco fue otro de los empeños promovidos desde Guipúzcoa y desde la Bascongada, intentando el mismo Peñaflorida refutar a Enrique Flórez, que en la España Sagrada había hecho de la Cantabria antigua una interpretación muy diferente.

       [6] Leyes de ‘Conversa’ o reciprocidad humanitaria con la región aquitana.

       [7] Blanco Mozo, o cit., pp. 175-176.

       [8] Ibíd., p. 176.

lunes, 23 de abril de 2012

San Jorge Megalomártir




Algo tarde llego, pero todavía con tiempo de sobra para felicitar a los Jorges. Téngase en cuenta que los visigodos lo celebraban mañana, 24 de abril.
También entró con retraso este santo oriental en España –en Galia era conocido ya en el siglo VI–, y el Pasionario Hispánico ni le menciona.
¿Pero existió san Jorge?
Según lo que se entienda por existir. Si a uno cualquiera de los yelmos auténticos de este santo militar le alzamos la visera, lo más probable es que no haya nada dentro. O no debería haber, porque el cráneo auténtico, encontrado en Roma en tiempos del papa Zacarías a mitad del siglo VIII, se depositó en la iglesia de San Jorge in Velabro, muy cerca de donde la loba crió a Rómulo y Remo. Otro cráneo de san Jorge, que estaba en Grecia, en 1462 fue llevado en triunfo a la isla de San Jorge en Venecia.
Ahora bien, yo recuerdo que entrando en la ciudadela de Alepo, en un rincón había un sepulcro de un santo, que según entendí era San Jorge el Verde (Al-Khidr), y nadie sabía nada de que le faltase la cabeza. Por lo demás, desde el siglo VI es de dominio público que el auténtico san Jorge está enterrado en Lydda (Lod), en el actual Israel. Con su correspondiente testa, pues no faltaba más.

San Jorge en la leyenda
En el santoral antiguo es frecuente que los héroes, con generosidad cristiana, se presten vidas y hazañas los unos a los otros, hasta hacer pensar que un mismo santo tuvo no una, sino múltiples existencias. Incluso unos pocos, como este megalomártir Jorge, han tenido el privilegio de perder por la fe varias vidas, en martirios sucesivos de nunca acabar.
¿Cuándo vivió san Jorge?
La leyenda tardía le sitúa bajo «Daciano, emperador de los Persas»:

En aquel tiempo, el Diablo arrebató al Rey de los Persas, rey sobre los Cuatro Cedros del Mundo, o como antes se decía, Rey de Reyes. El cual emitió un edicto, convocando asamblea de todos los reyes del mundo, 72 en total.

El motivo de aquella junta era buscar una solución final a la cuestión cristiana. En aquella persecución, supuestamente definitiva, el mártir estrella fue Jorge, un tribuno capadocio, protagonista de una pasión truculenta que duró siete años. Pesadilla de sus verdugos, tres veces muerto y otras tantas resucitado. Los episodios fueron tan salvajes como cortarle en dos con una sierra circular inventada al efecto: una rueda armada de clavos y hojas de espada.
Entre tanto, sus prodigios parecían cosa de magia. De hecho mantuvo un desafío frente al mago Atanasio, al que venció y convenció. Más estupendo aún, llevado a un panteón con 17 cadáveres muertos hacía 460 años (anteriores, por tanto, a la Era Cristiana), le emplazan a que los resucite. Sin la menor dificultad, él les devuelve la vida y acto seguido les bautiza y los hace desaparecer.
Con estos atletas de Cristo, tan correosos, por lo general no había otro desenlace sino cortarles la cabeza. Es lo que se hizo con san Jorge. El cual, antes de morir definitivamente, pide y alcanza de Dios una última gracia: el emperador Daciano y sus 72 reyes son reducidos a cenizas.
A partir de ahí Jorge, cual ave fénix, renace de las suyas como uno de los héroes más fotogénicos del santoral. Los bizantinos hicieron de él uno de sus santos militares, defensores del Imperio.
Pero fue en tiempo de las Cruzadas cuando la leyenda de San Jorge toma sus rasgos, si no del todo originales, sí los más definitivos. Nuevo Hércules y nuevo Perseo, a su paso por Libia libra a los habitantes de Silena, ciudad pagana, de un dragón con mucho apetito y mucha halitosis, que desde un lago allí cerca cuando estaba en ayunas envenenaba el aire. 

La buena gente procuraba tenerle ahíto con dos reses diarias. Escaseando el ganado, reducen la ración a la mitad, más una criatura humana, a suertes. Mientras hubo hijos de plebeyos, la probabilidad respetó a los nobles. Lo peor fue cuando las suertes se igualaron. Y la tragedia, cuando le tocó a la princesa, hija única del rey de Silena.

–Tomad el oro y la plata, más la mitad de mi reino, pero dejadme a mi hija.
–Tú firmaste el edicto, ¡oh rey! Nuestros hijos han muerto, ¿y tú pretendes ahora librar a la princesa? O cumples tus propias órdenes, o quemamos el palacio contigo dentro.
–Por favor os pido, ocho días de plazo para despedirme de ella.

El buen pueblo, siempre sensible a las desdichas de sus soberanos, se muestra conforme. Pero al cabo de los días las puertas de palacio amanecen cerradas. Es la hora del sacrificio, la real Casa no da señales de vida, el populacho se impacienta:

–¡Qué! ¿piensas acabar con nosotros por amor a tu hija? El aliento del dragón nos mata.

Viendo el rey que no había escape, ensaya un golpe de efecto. Viste a la princesa como una novia, con sus mejores galas, y pone ante los ojos del pueblo el drama tremendo que es para todos hacerla morir sin bodas y sin descendencia. ¡Ah, si pudiese morir él en su lugar! Pero ni el reino podía correr tanto riesgo, ni el dragón admitía el trueco.

Lo que vino después lo conocemos por haberlo visto cien veces en pinturas, como la de Paolo Uccello. Cómo pasando por allí el caballero san Jorge se compadece de la joven y abate al dragón de una lanzada.
Jorge sabía que en estos lances los cinturones de las doncellas castas obran maravillas. La vestal Claudia, por ejemplo, con su cinta puso a flote en el Tíber la nave encallada, que traía el ídolo de Cibeles. Y la virgen santa Margarita con la suya sujetó al dragón que la había devorado. Según eso, para alargar el suspense,

El santo caballero dijo a la princesa:
–Echa tu cinta, sin miedo, al cuello del dragón.
Así lo hizo ella, y la bestia  como un cordero la seguía hasta la puerta de la ciudad.
Allí san Jorge predicó al rey y al pueblo la fe de Jesucristo. Luego, echando pie a tierra, con su estoque dio muerte a la bestia.

Es de notar que el mismo motivo figura en la leyenda de san Teodoro, otro santo militar muy popular en las iglesias de Oriente.
Muchas leyendas proceden de alguna imagen mal entendida. Para el caso se sabe que en Constantinopla hubo una efigie de Constantino con una cruz en la cabeza, matando con dardos un dragón demoníaco a sus pies. También en Egipto se representaba al dios Horus ecuestre (su cabeza de halcón podía recordar un yelmo), armado a la romana y traspasando a un cocodrilo, que puede ser su enemigo Set, o bien figurar la purificación anual del Nilo, tal como parece en un relieve del Louvre en época cristiana (siglo IV) . Por último, Daciano, que fue gobernador de España y no emperador persa, como gran perseguidor de cristianos llevó el apodo de «dragón de los abismos».


Santos y héroes, hagiografía y mitología, todo anduvo muy envuelto. Si a mi querido Piero di Cosimo, en vez del ‘Perseo y Ariadna’, le hubiesen encargado un San Jorge, la idea no habría sido muy distinta. Algo más de ropa sobre la chica, claro, y poco más.
Para los cruzados, san Jorge fue otro matamoros, que se apareció y ayudó en el cerco de Antioquía (1089). Más tarde, en la III Cruzada, el rey Ricardo Corazón de León creyó verlo, como los españoles a Santiago o a San Millán, arrollando a la medialuna y llevando a los cristianos a la victoria.
Para entonces san Jorge era medio inglés, desde que en el siglo XI, guiando a los normandos de Guillermo el Conquistador, él mismo conquistó la devoción de los isleños. Finalmente, en el XIV se proclamó patrón del reino bajo Eduardo III, fundador de la Orden de San Jorge, o de la Jarretera (1384).







lunes, 16 de abril de 2012

Provincias Exentas (3)



Amigos del País de los Amigos
Si el juntero guipuzcoano Conde de Peñaflorida, como Delegado en Corte por la Provincia (1758-61/62) usó de epiqueya para atender asuntos propios, no está claro en qué concepto entraba su proyecto de la Bascongada. Porque nada más volver, y de manera harto extraña, Munibe presentó a Juntas Generales e hizo aprobar un Plan de una Sociedad Económica, o Academia de Agricultura, Ciencias y Artes Útiles, adaptado a las circunstancias particulares de Guipúzcoa.
Extraño, sí, porque el documento, sin nombre de autor y avalado por las firmas de 16 junteros, con el Conde a la cabeza, se admitió sin debate, aunque al editarlo en los Registro de la Provincia se hizo con paginación independiente. Ahora bien, un año después (1764)  se produjo el acta fundacional de la Bascongada, con lista de 17 socios fundadores bien distinta de aquélla. Tampoco parece que a todos los junteros les sentó bien la novedad. En su momento lo veremos.
De ahí en adelante, hasta lograr la aprobación y amparo como Real Sociedad (1770), se puentea a la Provincia y la tensión subió de punto. Pero es que también con Madrid hubo sus más y menos.
Y es que ciertos fundadores con ideas muy propias a veces tienen que proceder de forma tortuosa para salir adelante. Máxime cuando esas audacias se van perfilando sobre la marcha. Pensemos por ejemplo en José María Escrivá ‘barruntando’ –como él decía– su futuro y metamórfico Opus Dei. O sin salir de Guipúzcoa, Íñigo de Loyola, en una gestación de la Compañía de Jesús tan mutante, que al propio fundador le mudó la personalidad y hasta el nombre, haciéndose llamar Ignacio desde que puso los pies en la corte de Roma.
Esa gestación difícil afecta, sobre todo, a las sociedades con cierta vocación de cuerpo extraño o ‘estado dentro del estado’, incluidas las que el vulgo entiende por ‘mafias’ y masonería.

Un asunto de familia
La Bascongada desde sus orígenes tuvo buen cuidado de ir perfilando por escrito la imagen que el fundador iba deseando para la posteridad. A su muerte (1785), el empeño se alargó en abundantes escritos, con más difusión de los favorables, obviamente.
Nunca se ignoró del todo la evidencia de sombras en la obra y en su creador, como tampoco en definitiva el fracaso de una Bascongada que había, como quien dice, ‘nacido de pie’.
Al analizar las causas de esa trayectoria, con una constelación de nombres propios abrumadora, los historiadores se han ido fijando en los personajes, con sus nombres y apellidos, descubriéndose cómo no sólo Guipúzcoa, sino el conjunto de las Tres Provincias, estaba atrapado en una red endógama de jaunchos (‘señoritos’) con sus clientelas. Por circunstancias históricas en que no entramos, el sistema medieval de Parientes Mayores de raíz campesina se había urbanizado y adaptado, ganando iniciativa sin perder poder, constituyendo una fuerza viva puntera en España.
Así en el Siglo Ilustrado se da aquí la paradoja de un País Vasco dotado de instituciones y exenciones forales arcaicas (respetadas por los Borbones en atención a su lealtad), en poder de una burguesía tronco-piramidal capitaneada por una mini nobleza emparentada, reducida y cerrada, pero eso sí, ilustrada como ella sola. Si todo el país no era una ‘cosa nostra’ (todavía), el único estorbo era la triple foralidad autónoma (Territorios Históricos). Pero por ser triple, no por foral. Los caballeros de las Provincias Exentas jamás tuvieron la ocurrencia de jugar sin esa ventaja.
En el siglo XVI, el fenómeno de la lengua propia da pie a una conciencia incipiente de singularidad y unidad étnica. Pero con una pequeña contradicción: esa lengua, el vascuence, era una y única sólo en la apreciación de los extraños que no la entendían. Los vascohablantes siempre fueron muy conscientes de su fragmentación en dialectos, tan distintos entre sí como lo eran los del romance, o sea el catalán y valenciano o el galaico-portugués respecto al castellano. Si la frontera borrosa entre dialecto y lengua se define en función de la inteligibilidad, la noción de una ‘lengua vasca’ preservada intacta por la Providencia desde el Paraíso, o al menos desde Babel, al par de los sagrados Fueros ágrafos, se vuelve improbable.
La idea de una lengua vasca supra-dialectal –idealizada, por ejemplo en el apóstrofe famoso de D’Etchepare («¡Hescuara a plaza, hescuara al mundo!»)– tendría su correlato institucional en una unidad política supra-foral, que por diversas razones no se había sentido  necesaria hasta el siglo XVIII.

Proyecto de País
Es verdad que las ideas de cambio no suelen florecer cuando las cosas van bien. Sin decir que antes lo fueran, el hecho es que en la generación de Peñaflorida una alta burguesía con problemas económicos y en contacto con el fermento ilustrado extranjero, entiende llegada la hora de su revolución, legitimando lo que para ellos era realidad: Irurac Bat, la unidad de las Tres Provincias Exentas.
Monárquicos leales, si no todos convencidos, aquellos hombres encuentran en Xavier María de Munibe e Idiáquez un líder nato, con la fórmula o receta del aglutinante capaz de obrar el milagro: la Amistad. Amistad entre ellos, como miembros de una sociedad de élite, y amistad a la ‘patria’ o país que ellos poseen y controlan en virtud de sus títulos, señoríos, mayorazgos, patronatos, alcaldías y juntas, arrendamientos, préstamos, clientelas de todo tipo. Su País [1].
Los ilustrados vascos no tienen la menor idea de otra revolución fuera de la suya. Su ideal es que el interés individual y el de su Sociedad coincidan con el interés y bienestar del País en su conjunto. Como no podía menos de ser, si los tres territorios asumían el liderazgo natural de su clase dirigente. Y como tenía que ser, si toda España y sus Indias se dejaba penetrar e impregnar por los mismo ideales inspirados en la Bascongada.
Desde luego, un hombre sensible como el Conde no iba a empañar con particularismos familiares el espejo de la nueva Sociedad. Conozcamos su visión idealizada sobre el estado de cosas encontrado, y que los Amigos se propusieron reformar [2]:

1. Las tres Provincias de Alava, Vizcaia, y Guipuzcua, igualmente Illustres porque fueron noble y distinguida porcion de la antigua Cantabria, como por los heroicos hechos con que ha mantenido y aumentado el blason de su esclarecido origen, tenian en su vecindario un crecido numero de Cavalleros, dignos hijos de tal Patria.
Vna brillante educacion en muchos de ellos, los havia impuesto en las ventajas, que dan a las republicas, la cultura de las ciencias, y las artes; y el Amor a la Patria, que animava y distinguia a todos, les hizo pensar con seriedad en el establecim.to de varios proie(c)tos dirigidos todos á este alto fin.
2. Pero como las grandes empresas, nunca carecen de contradicciones, igualmente grandes, y aun á vezes maiores,  se sumergieron estos nobles pensamientos sin que llegasen á Execucion.
3. No contribuia poco á esta desgracia, la falta de motivos que juntasen con la frecuencia que pedia proiecto tan grande, los Cavalleros de estas tres Provincias.
De aqui nacia el mirarse como naciones diversas, y de esta impresion, el que se interesasen mui poco, las unas, en los negocios de las otras.
4. Esta indiferencia, era ciertamente perjudicial á todas tres, y desde luego se pribavan de las ventajas que la union, y buena correspondencia, devia procurarles; yá promoviendo su comercio, yá facilitando sus manufacturas, yá procurandose reciprocos socorros, que hiziesen comunes los intereses de todas juntas.
5. No estaban ynsensibles á estos males los Cavalleros Bascongados. Penetravan sus funestas consecuencias, deseaban con ansia el bien de la Patria, y solo esperavan, á que se presentase ocasión favorable de establecer sus nobles pensamientos y cimentar con ellos la gloria y la felicidad de la Patria.

Pues bien, aquellos caballeros bascongados –que en un principio se presentaron como caballeros guipuzcoanos, o en expresión burlesca del jesuita Francisco de Isla, los «caballeritos de Azcoitia»– pertenecían prácticamente todos a un puñado de troncos y apellidos, epígonos de la aristocracia parental y muchos de ellos decorados con títulos de nuevo cuño. Es lo que han demostrado pacientes estudios genealógicos, con árboles harto elocuentes. Así Aguinagalde, en los 24 socios de número de la Bascongada en su primera época, traza los nexos de parentesco como ‘ejes’ onomásticos: el eje Munibe, eje Corral, los Barrenechea – Mata Linares, eje Olaso – Unceta – Olaeta, eje Moyua (Marqueses de Rocaverde) [3]
Estos eran los elegidos, la aristocracia natural del País, una vez depurada de algunas excrecencias impropias. Me refiero concretamente al pequeño ‘misterio’, antes apuntado, de la diferencia entre los junteros guipuzcoanos promotores de un Plan de Sociedad Económica o Academia acomodada a las necesidades de Guipúzcoa, y los efectivos socios fundadores.
Ya José Ignacio Tellechea se mostró perplejo, sin respuesta a la triple pregunta:
– ¿Por qué no suscribieron el Plan todos los junteros?
– ¿Por qué lo suscribieron sólo los mencionados?
– ¿Por qué la inmensa mayoría de ellos no aparece luego en la futura R. S. Bascongada?
Por su parte, Cécile Mary-Trojani vuelve sobre lo mismo, proponiendo una explicación tan lógica como poco caballeresca, y en definitiva impresentable: la mayoría de junteros firmaban como ‘clientes’ de los magnates, firmaban como  sin leer el papel que les ponían delante, sobre la estructura de la Sociedad, y desde luego, firmaban sin idea de pertenecer a la misma. La autora no entra más a fondo.
Personalmente me he fijado en un juntero que por su condición de alcalde de Vergara tuvo que ver con las celebraciones de estreno de la Bascongada: el alcalde Moya.  Joaquín Ignacio Moya Ortega (1722-1785) era un vizcaíno experto en ferrerías, que se había casado con la hija de un empresario vergarés  para dirigir los talleres. Y aunque con el tiempo los Moya fueron recibidos en sociedad y labraron su escudo en la casa de su nombre en la plaza de Vergara, todavía en el momento de fundarse la Bascongada no son como para figurar como socios. En este caso concreto, es lo que me parece.

(Continúa)
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[1] Mikel Azurmendi, en su libro ‘Y se limpie aquella tierra’: Limpieza étnica y de sangre en el País Vasco (siglos XVI-XVIII) –Madrid, Taurus, 2000–, tituló el último capítulo, ‘Los Amigos del País o el País de unos Amigos’.
[2] Peñaflorida, Historia de la Sociedad de los Amigos del País, cap. 1º.
[3] F. Borja de Aguinagalde, ‘¿Por qué los archivos de la Bascongada son complicados? Notas archivísticas a un Coloquio sobre la Amistad.’ En A. Risco y J. M. Urkia (eds.), Amistades y Sociedades en el siglo XVIII. Real Sociedad Bascongada Toulouse, I Seminario Peñaflorida (1-3 Diciembre 2000), pp. 21-41. Cfr. Álvaro Chaparro Sainz, La formación de las élites ilustradas vascas: El Real Seminario de Vergara (1776-1804)  Tesis doctoral. Baracaldo, 2009, pág. 84; José María Imizcoz y Álvaro Chaparro, ‘Los orígenes sociales de los Ilustrados Vascos’; en J. Astigarraga et al. (eds.), Ilustración, ilustraciones, Donostia-San Sebastián, Real Sociedad Bascongada, 2009, pp. 993-1027.