De los cuatro
evangelistas canónicos, sólo dos se interesaron por los orígenes del hombre
Jesús de Nazaret: Mateo y Lucas. Las genealogías discordantes que ofrecen de
José han dado para un mar de tinta, a decir verdad poco útil, si José no fue el
padre biológico, sólo el marido legal de María. Tampoco los respectivos
apéndices biográficos conocidos como ‘Evangelio de la Infancia de Cristo’
son coherentes.
Digo ‘apéndices’ con
toda intención, y aunque van al principio. En la biografía clásica antigua, lo importante de todo gran hombre era su madurez. Podía interesar su
final sobre todo si era trágico, y su cuna y niñez sólo si daba alguna clave de
su destino. Tal era el caso del divo: θεῖος ἀνήρ, el ‘varón divino’.
Pues bien, si para
mensaje de paz y buena ventura hemos tenido el relato de Lucas (2: 1-20), esa historia
muy pronto se oscurece y se tiñe de sangre.
Bandera de discordia
El presagio sombrío ocurre
en el momento menos esperado: en la ceremonia del rescate del Niño primogénito
en el Templo, a los cuarenta días de nacido (Lucas, 2: 22-38). Se celebra como la Candelaria, el 2 de febrero.
En ocasiones tales nunca
faltaban felicitadores espontáneos, decidores de la buenaventura por una
moneda, como también personas de respeto:
–Miren, ahí está don
Simón con doña Ana. Pregúntenles, qué va a ser del niño.
–¡Eso, eso! Tío Simón,
¿a usted qué le parece que va a ser este Jesusito?
El buen viejo Simón tenía la
corazonada de no morirse sin haber visto al Mesías, y con esa idea frecuentaba
el templo. Con su edad, la espera no podía alargarse.
–¿Con que Jesús? Bonito nombre:
‘Salvación’... ¿Pero qué veo, Señor? Ya me puedo morir en paz, porque esta criatura que tengo en brazos, ahí donde la veis, es el Mesías en persona.
–¡Viva Jesusín y viva la
madre que le parió!
–¡Olé por don Simón! ¿Y
qué más hay? Siga usted, siga…
La gente bromea, porque nadie
se ha tomado en serio lo del Mesías. Cada día se presentan en el Templo una
docena de pequeños ‘mesías’, que luego menudos golfos. La gente lo celebra, porque no
tienen ni idea de lo que significa ser el Mesías. Todas las madres de varón sueñan con
que su niño lo será. Todos ríen. Sólo el anciano se pone serio, porque va en
serio.
–Mujer, este hijo tuyo trae la revolución social
de Israel, los de arriba abajo y los de abajo arriba. Será bandera de
discordia. Mujer, y tú que lo veas: será una espada traspasante
que pondrá en evidencia el alma de cada uno.
¡Pero qué ocurrencias
las de don Simón! Con el cuchicheo, la última frase ni se ha podido entender.
–¿Qué ha querido decir?
–Chssst… Parece que le
ha dicho a María: «Este hijo tuyo será una espada que te traspase el alma».
El viejo chochea. ¿A
quién se le ocurre…? Menos mal que andaba por allí al quite doña Ana, la viuda
beata, con más años a cuestas que don Simón pero con más sentido. De un codazo
hizo callar al agorero –«no le hagan ustedes mucho caso»–, y con su
mejor gracia disipó las nubes, contando maravillas de aquel niño ‘Salvador’,
que ya en su misma ceremonia inaugural por poco no debuta como signo contradictorio.
Con que la revolución a Israel. Cada cual, las cartas boca arriba...
Con que la revolución a Israel. Cada cual, las cartas boca arriba...
Hasta aquí sólo sombras.
Ahora viene la sangre de verdad.
La matanza de los Niños
Inocentes, coetáneos de Jesús, fue consecuencia de la torpeza de los Magos de
Oriente, que acudiendo a rendir homenaje
al Mesías Rey de los Judíos, fueron a buscarlo en casa del rey Herodes I el
Grande.
Esta
historia es exclusiva de Mateo y su preocupación fundamental acumular
‘profecías’ cumplidas en la persona de Jesucristo y en todo lo que tuvo que ver
con él.
De los Magos –los ‘Reyes
Magos’, en su leyenda– algo queda dicho en este blog. Como leyenda popular es encantadora, y
como popular tampoco es raro que tenga su parte de horror y violencia.
El malo de la historia
es Herodes, y ni como leyenda ni como historia hay problema para atribuirle una
monstruosidad no mayor que las que ejecutó en su propio harén y familia,
asesinando a su mujer, a varios de sus hijos y a no pocos familiares.
Suprimir en una
localidad de su reino a todos los niños varones de dos años y algo menos –los
coetáneos del niño Jesús, según el tiempo de aparición de su estrella– fue un
crimen más en su carrera. ¿Y qué? Cualquier otro déspota habría hecho lo propio.
¿Cuánta sangre, para ser
exactos? La truculencia es muy del gusto popular, y estas historias piden un
buen baño. Lo que resulta tragicómico y un poco grotesco son los cálculos
hechos con la mayor seriedad sobre el número de víctimas: «entre unas 10 o
12 a 20 y tantas»; o quizá «de 30 a 40», por decir algo, pues
también pudieron aproximarse al centenar, o incluso superarlo [1].
Pero a una saga no le
basta con la salvajada, tiene que ser algo épico, digno del vaticinio de
Jeremías (31: 15) citado por Mateo; digno también del modelo heroico de Moisés,
salvado del infanticidio dictado por el Faraón (Éxodo 1: 15 – 2: 10). El arte
vendrá en ayuda de la fantasía. Algún exagerado pone hasta 144.000 criaturas. Sin llegar ni con mucho a tanta masacre, la Edad Media pudo ser
pródiga en reliquias y hasta en cuerpos enteros de santos Inocentes [2].
Con todo, lo más desconcertante
para el lector de hoy es la poca sensibilidad de los antiguos frente a un relato ‘inmoral’.
La Providencia salva al Niño y a los Magos, mientras los Inocentes perecen y
sus madres lloran [3]:
«Raquel llorando por sus
hijos
inconsolable, porque no existen»
De esas pequeñas
víctimas ‘colaterales’ nadie se acuerda, no tienen nombre. No es que hayan ido al cielo, los hijitos de Raquel; se han ido al carajo, «no existen». Tardarán unos pocos
siglos en recibir honra oficial de mártires –cosa que en rigor no fueron–, por
una causa que tampoco fue suya. Aun así, el día de su fiesta, 28 de diciembre,
fue visto en la Edad Media como de mal agüero, marcando esa mala nota el día de
la semana para todo el año siguiente.
¿Puedo decir con
franqueza qué situación actual me viene
al pensamiento evocando estas historias?...
No. No me atrevo. Podría ser mal interpretado.
________________________________
[1] Cfr. Andrés
Fernández Truyols, Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Madrid, B.A.C., 2ª
ed., 1954; Armando Rolla, en Diccionario bíblico (F. Spadafora, ed.).
Madrid, E.L.E., 2ª ed. 1963.
[2] Uno de ellos,
en urna de cristal, fue donado por Luis
XI de Francia a la iglesia de Los Inocentes de París, demolida en 1786 con el cementerio vecino para hacer sitio al gran mercado homónimo, anexionado luego a Les Halles. Una
pena, porque según dicen, el templo gótico tenía una acústica singular, por el
sistema vitrubiano de los ‘vasos de eco’.
[3] La Sagrada
familia, avisada por un ángel, huyó a refugiarse en Egipto. La leyenda oriental
salvó también al pequeño Juan el Bautista, incluyendo en la masacre su aldea
próxima a Belén. Santa Isabel con su niño Juan fueron escondidos en las
entrañas de la tierra, tal como se ve en un mosaico del nártex de San
Salvador de Chora, en Constantinopla. Cfr. Protoevangelio de Santiago, 22:3-4 (en A. de Santos Otero, Los Evangelios Apócrifos. Madrid, B.A.C.,
1956, pp. 183-184).
[La figura de cabecera tiene referencia.]
[La figura de cabecera tiene referencia.]