martes, 13 de julio de 2010

Las Brujas de Zugarramurdi (1)



Este año, el 10 de Noviembre, se cumple el IV Centenario (1610) de la sentencia del Proceso de la Inquisición de Logroño a un grupo de personas mayormente de Navarra, de fama mundial como ‘Las brujas de Zugarramurdi’. Invitado a participar en la conmemoración con una conferencia, me veo todos estos días enfrascado en ese caso estupendo, del que se ha dicho casi todo, pero que nos encandila con el señuelo de algo oculto entre las raíces profundas, con aroma de trufas.

El caso en sí se inscribe en una patología social, enfermedad imaginaria, generada y reinfectada por los mismos supuestamente encargados de extirparla. Es un fenómeno descrito en procesos muy diversos, empezando por la Medicina. El diabolismo, que cundió por Europa en los siglos XV-XVII, tuvo etiología y desarrollo similar, retroalimentado y amplificado por los fantasmas de los propios inquisidores.

La Inquisión, ¿por qué?

Lo primero que sorprende es el papel de la Inquisición en tales historias. En principio, el Santo Oficio no tenía por qué intervenir en supuestas creencias y prácticas que serían más o menos aberrantes, pero no pasaban de supersticiones vulgares. Lo suyo era la herejía, empezando por la de los albigenses del Languedoc y otros cátaros, renuevos del maniqueísmo.

Para ser hereje hay que tener algo de intelectual. Las pobres brujas, en opinión del clero, eran sólo unas mujerucas que se creían, o se las creía dotadas de poderes maléficos para fastidiar al vecindario en cualquiera de las patas del trípode del bienestar: salud, hacienda y amores.

Fantasías ancestrales de vuelos nocturnos o invisibles, transformaciones y mutaciones de gatas y luchuzas, cocimientos inmundos y nefandos de yerbajos y sabandijas con despojos humanos y manteca o sangre de criaturas de pecho. Ni con todo ese adobo encajaban los cuentos de brujas en el molde de las causas de fe. Hubo que forzar más el ingenio. Empezando por la transexuación de las brujas en brujos, pues sólo en cabeza y pecho viril cabía ciencia; y más una ciencia tan alta y honda como la magia.

Por ahí ya sí. Porque frente a la magia natural –la magia ‘blanca’–, respetable por su origen divino (cuyo exponente más noble fueron los Magos de Oriente), hay otra diabólica –‘magia negra’–, que el Demonio sólo enseña mediante pacto a los que le venden el alma.

Por ahí vamos entrando. Pero ojo, que uno podía pactar con el diablo para un fin determinado, y una vez conseguido, ir al confesonario, y con dos golpes de pecho y diez avemarías dejar chasqueado al cornúpeta Maestro. Y claro, Satanás no es bobo. Por eso la brujería pasó del pacto y la cedulita, que luego la Virgen rompía o dejaba en papel mojado, para reconvertirse en «la secta de los brujos», la religión de los adoradores del Diablo. Y aquí la Inquisición venía como anillo al dedo, cercenando la nueva cabeza de la hidra maniquea, que fue su objetivo fundacional. No es casual que las primeras referencias al conventículo o junta sabatina de culto al Diablo en documentos de Inquisición, entre 1330-1340, serían de Carcasona y Tolosa, la cuna del dualismo cátaro [1].

La existencia de cultos y ritos exclusivos de sexo era bien conocida del mundo clásico: colegio de vestales, cofradías femeninas devotas de Ceres, de Venus, Isis, Dionisio… La misma religiosidad, en algunos aspectos, se miró como cosa de mujeres (el «devotus femineus sexus»). En versión cristiana nunca se admitió una ‘Sinagoga de Satanás’ reducida a mujeres, y así, para explicar la frecuencia mucho mayor de brujas que de brujos se ideó otra explicación. El nombre de la mujer lo dice todo: femina, que viene de fide y minus: fe minúscula, criatura de ‘menos fe’ que el varón. Esa es la etimología que se les ocurre a los dominicos autores del Martillo de Brujas, poco antes de 1490.

En suma, expertos demonólogos y brujólogos coincidieron en presentar la brujería como una religión secreta insospechada. Hacia 1450, los inquisidores dominicos denuncian el carácter herético de la brujería, ‘nueva’ herejía. Así lo hace en Carcasona fray Juan Vineti, que en su Tractatus contra daemonum invocatores teoriza aplicando a su imaginada realidad social las ideas de Santo Tomás, de cuando todavía no se hablaba de brujas. Poco más tarde, su cofrade Nicolás Jaquier, inquisidor en Francia y Bohemia, se pronuncia en igual sentido.

Un canon molesto

Había un problema. Desde principios del siglo X, el Derecho Eclesiástico venía recogiendo un canon –titulado por su primera palabra, Episcopi (‘Los obispos’)–, que parecía ir frontalmente contra aquella interpretación e intervención inquisitorial [2]. El texto recoge una tradición de creencias en brujería, con cabalgatas nocturnas de mujeres seguidoras de Diana, o también de Herodías (¡!), o Holda, acudiendo a remotas asambleas en servicio del demonio. Abominable todo ello, algo que se ha de extirpar sin contemplaciones, dice el canon. Pero añadieno que, aunque ellas así lo creían y persuadían a la gente, eran unas ilusas, pues todo aquello sólo existía en su imaginación enfebrecida por el diablo.


El canon, atribuido a cierto concilio de Ancira (hoy Ankara, Turquía), siglo IV, y relacionado por otros con textos de san Agustín, con su lucidez deslumbrante, no dejaba lugar para la tesis de los inquisidores. Éstos se sacuden el molesto canon, alegando que hablaba de otra cosa, de otros tiempos. Lo de ahora no era fantasía supersticiosa, era la pura realidad.

La propia creencia en la brujería era moderna, no anterior al siglo XIV. La inocuidad aparente de aquella brujería popular sólo la hacía más peligrosa. La reacción general en toda Europa fue de pánico. En aquel desvarío, España fue donde menos se cebó la cacería de brujas, cosa atribuible al tacto y prudencia de la Inquisición española [3].


Un nombre enigmático

Ni siquiera había nombre para tal novedad. Brujería: los doctos no conocían esta palabra. Ellos en sus latines preferían hablar de maleficium, sortilegium, fascinum y otros cultismos.

¿De dónde viene bruja, y qué significa? «De origen desconocido» Leo el prolijo artículo ‘Bruja’, en el Corominas-Pascual (1: 679-681), y la variedad de opiniones dispares me desorienta más que ilustra. Sólo me quedo con esto: que el masculino «brujo es forma derivada secundariamente del femenino». Echo de menos un origen ciertamente improbable, pero que tengo apuntado desde hace muchos años en el diccionario hebreo, y me suena cada vez que en la Biblia leo u oigo leer la expresión brukha att, ‘bendita tú’. No se prodiga, no, este femenino; sólo un par de veces en toda la Biblia Hebrea. Más bien una rareza, al lado del masculino barukh, incluso nombre propio de un profeta (Baruc, Benedicto o Benito), aunque el Bendito por excelencia es Uno.

«Bendita tú», saluda Booz a Rut (Rut, 3: 10), y David a Abigaíl (1 Samuel 25: 33). En el Nuevo Testamento, María recibe ese mismo saludo: «bendita tú entre las mujeres», dice Isabel a María (Lucas 1: 42). El entusiasmo mariano lo atribuyó primero al ángel Gabriel: «Ave, María, la agraciada, el Señor sea contigo, bendita tú entre las mujeres.» (Lucas 1: 28). Así por ejemplo, en la antigua traducción vulgata siríaca, y le siguió la Vulgata latina. No tiene mayor importancia [4].

La traducción moderna del Nuevo Testamento al hebreo bíblico por Delitzsch retoma la misma expresión, brukha att, incluyéndola en el saludo del ángel: «¡Hola, María, maja! queda con Dios, tú bendita entre las mujeres» [5].

¿Es verosímil ese origen hebreo de bruja. Ya digo que no lo veo tenido en cuenta; hablo sólo de homofonía curiosa. ¿Y la semántica? Curioso también, que en la biblia se diga ‘bendecir’ y ‘bendito’ en sentido contrario (‘maldecir’, ‘maldito’ ), para evitar palabras de mal augurio (cfr. 1 Reyes 21: 10 y 13; Job 1: 5 y 11). En tal sentido una bruja se puede llamar ‘bendita’ por eufemismo.

Sea cual fuere el origen y significado, bruja y sus equivalentes en otras lenguas vulgares eran lo mismo que en latín se llamaba maléfica, sortiaria, saga, lamia etc.

Bula contra canon. Se levanta la veda


La nueva visión del viejo fenómeno se plasmó en una serie de tratados teórico-prácticos para orientar a los inquisidores seglares y eclesiásticos, en causa común. El más sistemático fue sin duda el citado ‘Martillo de Brujas’ (Malleus maleficarum), que aparece en Colonia antes de 1490, precedido por una bula del papa Inocencio VIII, Summis desiderantes affectibus (Roma, 5-12-1484). En ella se daba el espaldarazo a los autores, los dominicos Jacobo Sprenger y Enrique Institor (o sea Krämer), campeones del frente reaccionario.

Jamás se vio, tras título y encabezamiento tan emotivo, una soflama más incendiaria y sangrienta. De tal suerte, en pleno amanecer del Renacimiento, se sancionaba lo que ni el peor oscurantismo medieval osó proponer.

En especial, la bula equivalía a una abrogación del canon Episcopi, a efectos prácticos. Paradójicamente, lo que el canon prohibía creer –la realidad de los supuestos fenómenos brujeriles–, ahora cobraba rango de dogma de fe, hasta tal punto, que los tratadistas clásicos del siglo XVI defenderán que la mera duda o mirada crítica respecto a la ‘nueva verdad’ era también herejía.

No se puede negar al magisterio eclesiástico, en momentos críticos de la Historia,  esa rara habilidad para enredar y enredarse la vida con especulaciones a contrapelo de la razón y el sentido común. Hecho el daño, cuando no queda más remedio, se da un golpe de timón y a otra cosa. También si no hay más remedio se canta la palinodia, como en el caso Galileo. Con las míseras brujas, esa contemplación no ha lugar.


La consecuencia más grave del enfoque inquisitorial fue que lo principal y cierto no podía depender de lo secundario y dudoso. Lo principal y cierto eran las figuras de delito capital: herejía, apostasía, satanismo; el aquelarre y homenaje al Diablo. Lo discutible y secundario era toda la parafernalia de fenómenos más o menos creíbles y pintorescos: los viajes volando en palo de escoba, a favor de linimento mágico, los actos obscenos en el aquelarre, la variedad de maleficios, la identificación de brujos y brujas por estigmas o marcas corporales (en la pupila, en el hombro), las propiedades sobrenaturales de insensibilidad y mutismo en el tormento, más otras gabelas. Todo ello podía ser indicial, delator, agravante, lo que se quiera, pero supeditado a lo esencial, que casi se daba por supuesto, y era el auténtico delito capital.

La veda de la bruja estaba abierta.

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Notas

1) Hansen, Zauberwahn... (1900); cit. por Ch. Lea, o. cit., 4: 207.

2) Decretum, II, c. 26, cuest. 5, can. 12: ‘Episcopi, eorumque ministri’. PL 187: 1349-1351.

3) Ch. Lea, Inquisition of Spain, 1907, 4: 207).

4) Las ediciones críticas omiten el inciso en la perícopa de la Anunciación. A la razón paleográfica se suma la crítica interna. No parece propio de un ángel (masculino) referirse a una ‘famosa’ (o ‘bendita’) en boca de mujeres, al contrario de la lógica en boca de Isabel, que pondera a la madre junto con y por causa del ‘fruto del vientre’.

5) Frantz Delitzsch (1813-1890), Hab-berith ha-hdashah. Edic. de Londres, Oxford Univ. Press, 1920.

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