lunes, 30 de noviembre de 2009

El Ocaso de los Dioses (1)



De Constantino a San Constantino el Grande

Anque el día a día invita a hablar de política, yo imaginé esta bitácora en principio como lugar de evasión. Al bosquejar secciones temáticas, a la primera y preferida mía la llamé La Biblioteca de Focio, sobre mis lecturas. A fecha de hoy, con tantas entradas publicadas, veo con bochorno que mi querida Biblioteca es la sección más pobre. 

No puede ser. Tengo que escribir más sobre lo que me da más que pensar. ¿Que voy a interesar a menos gente? Sólo pensarlo, me parece desconsiderado, falto de respeto, incluso fatuo. ¿Acaso floto yo en el Olimpo, para mirar de arriba abajo a unos mortales entretenidos en boberías?

El caso es que últimamente releo un libro que tiene más de siglo y medio, y que ya era un clásico cuando al fin se puso en castellano, hace más de 60 años. La época de Constantino el Grande, de Jacobo Burckhardt (1818-1897), traducida por Eugenio Imaz (1900-1951) en su exilio de Méjico, por alguna razón salió llamándose Del paganismo al cristianismo, quedando como subtítulo el título verdadero. Buen trabajo el del malogrado donostiarra, sin quitarle mérito por decir que el original se lee 'como una novela'.


Original disponible, por cierto, en el 'Proyecto Gutenberg', que descargado y puesto en formato PDF es tener el texto completo indexado. Una gozada. Y por si fuera poco, muchas de las obras citadas, de consulta difícil hasta hace bien poco por su antigüedad, son también ya de dominio público, con Google. Así, mientras doña Milagros del Corral, la directora de la Biblioteca Nacional, deshoja la margarita digital dando calabazas a Google y declarándose por Telefónica, la espera de nuestros fondos nacionales podemos llenarla gracias a los norteamericanos digitalizados y digitalizables. 

A ver lo que dura tanta ventura. Yo estoy que canto el Nunc dimittis.

Hablar de lectura 'como una novela' no es frase hecha. La época de Diocleciano y Constantino (284-337) es tan apasionante como enigmática. En ella se produce una de las mayores revoluciones de la Historia: la legalización y oficialización del cristianismo: Edicto de Milán (313). Al uso de entonces, la leyenda rodeó de prodigios unos acontecimientos mucho más prosaicos y coherentes, mientras esa misma propaganda política cristiana nos dejó sin claves lógicas esenciales, escamoteadas con el trampantojo del numine divino, como suele ocurrir siempre que una religión desplaza a otra.

No fue lo menos intrigante el que la gran promoción del cristianismo estuvo precedida por un pogromo sistemático, la Gran Persecución, impulsada por Diocleciano. Persecución de exterminio, por la que uno de los mejores emperadores de Roma quedó como un monstruo. 

Para explicar el fenómeno, Lactancio y otros cristianos propalan bulos pueriles, o combinan silencios con noticias de despiste. Ni Diocleciano ignoraba estar rodeado de cristianos en su propia corte y familia, ni éstos con la señal de la cruz se dedicaban a reventar ceremonias paganas. Los hechos ciertos, aunque su conexión no conste siempre, incluyen:

Una conspiración de militares cristianos para el golpe de estado, 
  • Unas comunidades cristianas en auge, aunque de conducta social poco edificante, con muchos de sus dirigentes mundanizados en exceso, y hasta descreídos.
  • Levantamientos y motines de ciudades de mayoría cristiana, abortados por la policía y reprimidos para escarmiento.
  • Un incendio provocado y repetido en el palacio imperial de Nicomedia, precisamente en la residencia privada de Diocleciano.
  • Last, but non least, los complots e incendios coincidieron con la presencia en Nicomedia del joven y ambicioso Constantino, el futuro emperador.
Burckhardt no es ningún Gibbon. Cuidadoso de no escandalizar, sembrando este capítulo aquí y allá de reservas y medias palabras, con gran habilidad hace que el lector 'descubra' por sí mismo la intriga y se construya una versión razonable del rompecabezas. Una versión donde, desde el principio, Constantino emerge como el gran conspirador contra Diocleciano, utilizando con astucia la máquina de la tetrarquía ideada por el viejo como solución sucesoria, para destruir esa misma institución, eliminar a sus rivales uno por uno, y erigirse en amo absoluto, incluída la esfera religiosa. Para ello entra en connivencia con el cristianismo en auge, ya metido en ambiciones de intriga y poder.

Pero tampoco se ensaña el autor con los escritores cristianos del momento, dejando también en esto al lector la tarea de ir poniendo los adjetivos que le parezcan más eficaces para retratarlos, en especial a un impresentable Eusebio de Cesarea: «el primer historiador absolutamente insincero de la Antigüedad» (Burckhardt).

En aquellos años gloriosos de sangre y de victoria, el cristianismo se nos aparece como un lobby generalmente discreto –mejor que secreto–, aunque eventualmente se comporte aquí o allá como sociedad secreta, sin perjuicio de arrojar la máscara llegada la ocasión. Su diferencia con el lobby judío radica sobre todo en su proselitismo y su vocación de integración social. El ajuste de cuentas entre estos dos grupos hermanos, y a la vez enemigos irreconciliables, quedará para más adelante en la Historia.

Constantino era hijo del césar de Occidente, Constancio Cloro, con Elena, una concubina o esposa sin rango y repudiada por razón de otro matrimonio de estado. Ya mayor de edad, entra en contacto con militares cristianos que, de acuerdo con su clero, conspiran para administrar la púrpura. Abortada la intentona en una marea de sangre cristiana, iniciada por una purga en el ejército, Constantino ve y deja hacer, aguardando su ocasión.

La abdicación de los dos augustos emperadores, Diocleciano y Maximiano (305) fue seguida de cerca por la muerte del nuevo augusto, el césar Constancio (York, 306), y la aclamación ilegal de su hijo Constantino por la tropa. 

Fue la señal. Comienza una curiosa guerra civil, desarrollada a modo de torneo o liga eliminatoria entre los tetrarcas sucesivos del Imperio, a ver quién se apodera de la monarquía. 

En el envite, los cristianos no se quedan al margen. Ahora más que nunca su favorito es Constantino, por su parte cada vez más convencido de llevar dentro el toque numinoso, infalible, del ganador. Nace el mito del caudillo visionario y converso cristiano, liberador providencial de la Iglesia.

Pero Constantino fue además el gran arqueólogo que, como un zahorí, entre recuerdos desvaídos, revelaciones y milagrería, va redescubriendo los loca sacra del cristianismo, jalonando los hallazgos con monumentos que hagan respetable esta religión, en competencia ventajosa con los decrépitos templos y los tartamudos oráculos paganos.

En esta labor le asistió mucho su amada madre santa Elena, la antigua tabernera y mujer del partido, la amante arrinconada de Constancio, convertida ahora en augusta a título personal y con derecho a meter mano en el tesoro. Ventaja que ella aprovechó en empresas benéficas, constructivas y otras de igual interés eclesiástico. Sin poner en tela de juicio la devoción y virtudes de esta señora ya viuda, lo cierto es que por los servicios prestados, ella con su hijo, se convirtieron en la gran pareja icónica: San Constantino y Santa Elena.

Santa pareja. A pesar de un doble asesinato atroz: el de Crispo, el hijo del emperador y nieto de Elena, y el de su madrastra Fausta, la emperatriz, ahogada en el baño por orden del marido bajo instigación de la vieja suegra. Una historia sórdida y tenebrosa, justificada luego por aplicación del mito de Fedra con Hipólito. 

Por lo demás, la nueva corte asume la etiqueta oriental implantada por Diocleciano. La majestad imperial es una emanación divina que aplasta todo lo que se le pone por delante:

«Acaso la única relación sana en torno a este gran Constantino, "quien persiguió a sus más allegados, empezando por el asesinato de su propio hijo y de un sobrino, luego la esposa, y después toda una serie de deudos y amigos", es la que mantiene con su madre Elena» (B., citando a Eutropio).

Nada impide creer que Constantino, el político expeditivo, el parricida, el cristiano oportunista y siempre devoto del Sol Invicto, se hizo finalmente bautizar in articulo mortis, aunque fuese de mano de un obispo heterodoxo arriano. Y eso que había sido él, Constantino, quien en su papel de autonombrado «obispo externo» de la Iglesia, organizó el Concilio de Nicea (325), victoria formal de la ortodoxia sobre el arrianismo.

Con su muerte (mayo de 337), la leyende no había hecho más que empezar. Su bautismo tardío se adelantó en más de veinte años, a las fechas de la supuesta conversión, adornándolo con una fantástica Donación de Constantino al papa san Silvestre, origen de los estados de la Iglesia y del poder temporal de los papas. Y es que a los tradicionales bautismo de agua, de sangre y de deseo, habría que añadir un cuarto bautismo putativo, por el que la literatura cristiana cristianizó a paganos simpáticos, como el otro corregente Licinio, y a semipaganos simpatizantes, como Constantino.

Más que interesante, apasionante el relato de Burckhardt. Releyendo sus viejas páginas, cuánto material y argumento para una construcción fílmica moderna. Un filón de mucha más sustancia y consistencia que 'Ágora'.

¿Hipótesis? En todo caso, no infundios como los de la propaganda cristiana de entonces. En su búsqueda de la lógica histórica, el erudito suizo no omite pieza aprovechable para su mosaico. Tal por ejemplo, en el enfrentamiento entre Constantino y su cuñado Licinio, el testimonio del historiador godo Jordanes, que deja al primero lisamente como traidor: 

«Ocurre a menudo, ser los godos invitados [por los emperadores romanos], y también entonces, a solicitud de Constantino, irrumpen y arremeten contra el cuñado...».

Una lectura de las que hacen pensar, para seguir leyendo, pensando, penetrando en ese misterio que fue y es la implantación del cristianismo en el Imperio.

3 comentarios:

  1. Pues a mí me sigue gustando mucho leerle, señor mío, incluso agradezco que no sea de política... así me despejo.

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  2. Encantado de su artículo, Belosticalle.

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  3. Excelente aportación, querido amigo. Me temo que es difícil cribar las muchas adherencias pegoteadas a los relatos históricos, por lo que no quedará más remedio que acudir a diversas fuentes de la manera más desprejuiciada que sea posible, porque todo cedazo deja pasar ciertos calibres de cereal, reteniendo otros que a lo peor son semillas parásitas.

    Ahora mismo estoy leyendo un libro estupendo, editado y coordinado por el profesor Anthony A. Barret, de varios autores/historiadores, cuyo títtulo parafrasea a Suetonio: "Vidas de los Césares" y que tiene aportaciones modernas, como documentos recientemente descubiertos en Ankara de las "Res Gestae" escritas por Octavio Augusto (Son copias; los originales al parecer se han perdido).

    Es notable ver cómo descripciones de un mismo ser humano difieren tanto hasta el punto de hacer de él un personaje, difícil de calibrar en lo que tuvo que se en la vida real. Leyendo al "Tiberio" de Marañón, dejando de lado lo maravillosamente bien que estaba escrito (y, por supuesto, la forzada impostación del gran Don Gregorio del cambio de época por haberle tocada al "princeps" el comienzo de la era cristiana, de la que por supuesto el hijo de Livia no se percató en absoluto, pero Marañón quiere hacer ver que algo se barruntaba en el ambiente), no casa ni una línea con lo que Veleyo Patérculo escribió del General que veneraba, a cuyas órdenes estuvo como legionario.

    De todas maneras, cada versión, cada visión, depara alguna sorpresa. En el citado libro, en el primero artículo dedicado a Augusto de Werner Eck, además de una considerable aportación de datos pertinentes sobre la ambiciosa habilidad del triunviro Octavio, me encuentro estas frases, referidas a Julia, la única hija de Augusto: "Ella dejó de ser tan importante para su padre, puesto que discrepaban demasiado en ciertos aspectos de su política y ella tuvo que exiliarse en la isla de Pandateria". Más adelante (y esta vez, al parecer, con fuente en Suetonio): "a su hija Julia, a quien había exiliado por mediación del Senado a la isla de Pandateria -por sus elecciones vitales poco convencionales-...".

    O sea, que Julia no "tuvo" que exiliarse en la isla de marras (especie de Castillo de If de la época) por diferencias políticas, sino por esas "elecciones vitales poco convencionales" que Suetonio indica, como un Rodríguez Zapatero avant la lettre. De esas "elecciones vitales" nos habla Marañón, precisamente, insinuando que Valeria Mesalina llevó la fama mientras que Julia cardó toneladas de lana, hasta el punto de que a su lado la esposa de Claudio casi estaría a la altura de una vestal.

    Me resultan apasionantes sus aportaciones, amigo BELOSTI. Llegaré en su momento a Constantino (Incluido, cómo no, en el libro de Barret, que termina con Justiniano) y este su artículo me servirá de imprescindible complemento.

    Lástima que no se haya incluido a Flavio Claudio Juliano, figura fascinante donde las haya y que Savater llamó, provocativa pero justamente, "El Piadoso". Está en mi lista de deberes, el leer cosas solventes sobre su figura (además de novelas, claro).

    Y antes de que se me olvide, vi en LAGUN un ejemplar del librillo del que le hablé de mi amigo Gonzalo Arias, "Los Encartelados" y quiero obsequiárselo, si me lo permite. Si me dice por e-mail su dirección postal, se lo enviaré con mucho gusto. Considérelo un regalo de los Reyes, "esas figuras de seres poderosos que se inclinan ante lo más inerme y desvalido, que es un niño recién nacido" (Palabras pronunciadas por Pierre Parodi, sucesor de Lanza del Vasto, ante la tumba de este, fallecido precisamente el día de la Epifanía de 1981, de las que fui testigo presencial).

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