domingo, 28 de enero de 2024

Simonía


A mi tocayo amigo Jesús María Méndez Garnica,

entomólogo de lo fino en el sexo de las mariposas, 

modelo en la costumbre de observar y comparar

 lo que a primera vista se antoja incomparable; 

en quien envidio su buen humor profundo, 

siempre positivo en el suceder de la vida.


‘La caída de Simón el Mago’ Chronicon Mundi de H. Schedel (Nuremberg, 1498)

Amigo Jesús Mari:

Como tú bien sabes, la simonía en la religión cristiana es figura delictiva de lo más grave, consistente en hacer negocio con lo sagrado

El nombre viene de un Simón el Mago, que en tiempo de los Apóstoles les propuso la compraventa nada menos que del Espíritu Santo con todos sus superpoderes. Naturalmente, no hubo trato, porque un valor divino no es vendible en calderilla humana.  Pero ya la idea marcó al personaje como inventor de un abuso muy extendido en la Edad Media feudal, en diferentes ámbitos y episodios. El más importante, aprendido en mi libro de texto  para nunca olvidar: la Querella por las Investiduras, entre el Sacro Imperio Germánico y el Papado. 

Tuve la primera noticia de ese capítulo de la Historia de Europa en  el curso escolar 1945-1946, y desde entonces me quedé con la palabra investidura, que mi simpleza me representaba algo así como rifa o subasta de capas pluviales, casullas, mitras y otros ornamentos de iglesia, a beneficio de los señores feudales, pero sobre todo del emperador de turno para fastidiar al papa, que según mi profesor y su libro siempre tenía razón, para eso era infalible. Cosas del franquismo. Lo que menos imaginé, que en un futuro entonces tan remoto como este año pasado de 2023 volverían a sonar y resonar las mismas cinco sílabas por el mismo orden, como noticia de actualidad no exenta de querella: «La in-ves-ti-du-ra de Sánchez». (La de Feijóo mucho menos, y para ponerla en berlina.) 

Nada de fastidiar al papa, que ya se fastidia solo el buen Francisco, ahora que en democracia laica sólo es infalible la libertad de opinión, qué me digo, la ocurrencia de ocasión. Además, Sánchez es investido, no investidor como aquellos laicos poderosos del medievo. La nueva querella de investidura no va de Imperio ni Papado, es política pedestre que ni parece posible comparar. El lance lo sabemos todos, pero hay que resumirlo, porque mañana será otro día y quien caiga por esta página –que alguno habrá– tendría que rebuscar en la red o (más probable) mandarme a paseo. Con brevedad:

Un político pepero gana limpiamente las elecciones, pero por poco no alcanza los votos para formar gobierno. ¿Vuelta a las urnas? En Francia sí, pero aquí no somos tan cartesianos. Resulta pues que el derrotado socialista se postula para el cargo. ¡Cómo!, ¿él sí tiene la suficiencia para ser investido? Eso dice, aunque tenerla, tampoco la tiene. De hecho, cuando Su Majestad el Rey le encarga formar gobierno, S. M. el R. bien pudo y hasta quizá debió pensarlo, pues no tenía constancia formal y oficial de cuántos y quiénes formaban la supuesta mayoría suficiente, al rehusarle algunos la visita informativa de precepto como Jefe del Estado. 

Y ahí se lio la querella todavía en el aire. El socialista Pedro Sanchez, en efecto, no tenía ni tiene asegurados los votos necesarios para gobernar la legislatura, pero pudo comprarlos; o ni eso, le basta con alquilarlos en cómodas mensualidades. Hasta aquí, en rigor, nada del otro mundo en política. Lo inédito y escandaloso es la calidad de los tratantes y naturaleza de los tratos. Puestos a comparar, acudimos al magisterio de la Historia, donde se nos ofrece  el paradigma de la simonía. Con querella o sin ella, a ver si funciona.

De ser válida la comparación, la situación creada es crítica, pues podría viciar de nulidad total o parcial lo actuado desde entonces. Cualquiera que se lo proponga, de derechas o de izquierdas, distingue la diferencia –y para el caso, si es derechista, el abismo– entre una investidura y gobierno legítimos, y una usurpación del poder por ‘ocupas’. 

De todas formas, quede esto bien claro: Sin negar lo dicho ni su eventualidad, adelanto que aquí lo mío es una diatriba ‘simpótica’ o de sobremesa, sin meterme donde no me llaman ni soy competente. Así, expresiones declarativas como, v. g., Pedro Sánchez simoníaco, aquí son sólo piezas de un discurso heurístico que ni quita ni pone rey.


De Simón el Mago y su ‘simonía’

El diácono Esteban muere lapidado
en presencia de Saulo que guarda las capas
(al fondo, manto verde) 
Juan de Juanes - Valencia

Basta de preámbulo, y vamos con el referente comparativo.     

En los Hechos de las Apóstoles (cap. 8) se cuenta cómo, tras el linchamiento del diácono Esteban –el protomártir– a manos de fanáticos judíos, la nueva iglesia de Jesús el Mesías  se vio amenazada por aquellos extremistas de la derecha más extrema. Uno de ellos era Saulo, el futuro converso y apóstol Pablo, que por entonces era un agente de la judería ultraortodoxa, y corresponsable del sumarísimo a Esteban y su lapidación.

[El pasado 26 de diciembre, día del protomártir, una locutora de radio en simpática distracción decía que san Esteban murió dilapidado.]

Esto sería por el año 34 de la era cristiana, y el relato habla de «gran persecución contra la iglesia constituida en Jerusalén, con desbandada general por las partes de Judea y Samaria, menos los apóstoles (?), que no se movieron de la Ciudad Santa». Fue la primera diáspora cristiana; y si en vez del enigmático ‘apóstoles’ leemos ‘apostólicos’, se entiende mejor una muy temprana división entre neófitos: de un lado los helenistas, de cultura griega (ex judíos y gentiles), y del otro los ‘apostólicos’ o judeocristianos, que no sólo conservaban el prepucio, sino el cordón umbilical con la sinagoga y sus observancias. La ‘gran persecución’ se cebaría sobre todo en los griegos, que con sus líderes estimaron oportuno ausentarse de Jerusalén a lugares menos hostiles. Lo confirma la onomástica griega de al menos dos de esos líderes: el provocador Esteban, caído en acto de servicio, y Felipe, que en la estampida elige como refugio Samaria, al norte de la Judea, donde otros no tan griegos o más judaicos optan por quedarse. ¿De qué líderes se trata?

En la incipiente iglesia de Jerusalén, el consejo de ‘Los Doce’ –los apóstoles– era la autoridad suprema colegiada. Al crecer la comunidad de base, los Doce habían creado el cuerpo subordinado de ‘los Siete’ diáconos (ministros), encargados de la atención material y espiritual de los fieles según su procedencia y cultura, judíos o goyim (gentiles grecorromanos), con sus roces inevitables.  

Los Siete, que al principio llevaron la intendencia asistencial de los ‘pobres’ –es decir, la práctica totalidad de cristianos en la miseria, reventando por las costuras de la empobrecida y hosca Jerusalén–, con ocasión de la huida recibieron de los Doce, junto con la función de administrar la catequesis y el bautismo iniciático, una parte de los poderes carismáticos que los apóstoles se reservaron un su plenitud: lo que se entendía por Espíritu Santo. Sus manifestaciones más ostentosas se producían en el rito de imposición de manos de los apóstoles sobre los bautizados, a modo de confirmación. 

Felipe el diácono con su gente se refugió en Samaria, al norte de Jerusalén. Como perseguidos por los judíos, fueron bien recibidos por los samaritanos, minoría  separada del judaísmo, tanto por etnia como por diferencia religiosa. Por ejemplo, de toda la Biblia hebrea sólo reconocían la primera parte: la Torah –los Cinco Libros de Moisés–, que ellos conservaban y leían en un rollo de escritura antigua propia. El Templo de Jerusalén les tenía sin cuidado y practicaban el culto al aire libre en el monte Garizim.

Siempre al hilo de los Hechos, Felipe se puso a predicar el Evangelio a los samaritanos con gran éxito de público y bautizos en masa. El fenómeno se justifica, «a la vista de los milagros que obraba Felipe, curando a endemoniados, cojos y paralíticos, de modo que la ciudad estaba muy contenta», no era para menos. 

Pues bien, aquella ciudad contenta y literalmente encantada era cuartel general de un mago llamado Simón el Samaritano, la celebridad del país. No conforme con hacer alarde de poderes mágicos, el hombre pretendía ser él mismo un ser divino, como tantos hubo en aquella época. Apolonio de Tiana, por ejemplo: filósofo, místico y taumaturgo oriundo de Capadocia (Asia Menor). El Mago Simón triunfaba como profeta en su patria, reverenciado como la «Potencia Magna de Dios», y tenía a toda la gente samaritana a sus pies, embaucada con sus artes mágicas. Cuando he aquí que aquel Felipe, so capa de refugiado político, era un maestro mago rival que venía a desafiarle en su propio feudo. ¡Y qué maestro! Con tanto cristiano nuevo, muy pronto Samaria daría magos para exportar. 

«Si no puedes vencerle, únete a él», se dijo el astuto Simón. Y con gesto devoto se presentó en la catequesis de Felipe y se alistó para el bautismo. El texto dice (Hechos, 8: 13): «El propio Simón también creyó, y una vez bautizado se mantuvo firme adicto a Felipe». Es lo que constaría en la hipotética partida de un libro de bautismos imaginario. Sin embargo, los términos originales en su fina ambigüedad nos permiten traducir sin traicionar, que Simón «se hizo el creyente, y una vez bautizado no se despegaba de Felipe», espiando sus milagros para entender, sin éxito, cómo lo hacía. Cualquier profesional obraría de igual modo.

Las noticias de Samaria llegaron al comité de ‘Los Doce’, que delegó a Pedro y Juan para bajar a Samaria a completar la obra de Felipe en los bautizados. Faltaba la imposición de manos, transmisora del Espíritu Santo. 

La invasión colectiva del Espíritu divino, como se vio primero en Pentecostés (Hechos, 2), iba acompañada de ‘señales’ varias, a cuál más aparatosa. Los neófitos metidos  en trance ejecutaban el programa prometido por Cristo en su adiós (Marcos, 16: 17-18):

«A los creyentes les acompañarán estas señales: en mi nombre lanzarán demonios, hablarán lenguas nuevas, manejarán serpientes y la poción de veneno no les hará daño;  aplicarán el toque de manos a los enfermos y sanarán.» 

Así funcionaba aquel mundo de entusiasmo contagioso, a la espera de la próxima segunda venida del Señor Jesús. 

Para el mago Simón aquello fue lo nunca visto. Los milagros de Felipe quedaban pequeños ante aquella fantasía, espectáculo de luz, sonido y movimiento. Si él, como profesional de la magia, lograra hacerse con aquel demonio de Espíritu Santo, le rendiría una fortuna y se hablaría de Simón el Archimago, el amo del mundo…

–¡Pero cómo!, ¿no estaba Simón bautizado? 

Eso hemos leído. Pero algo raro debieron de notar los apóstoles en aquel sujeto (de entrada, un samaritano), que les aconsejó no ponerle las manos encima. Y tenían razón, como se vio cuando el tipo les abordó en secreto:

–Señores,  ¿cuánto me llevaríais por hacerme una imposición de manos, para recibir yo también el Espíritu Santo?

La respuesta de Pedro no pudo ser más seca:

«Guarda tu bolsa y piérdete con ella. Tú has pensado que el don de Dios se compra con dinero, y así no tienes parte en esto, porque Dios ha visto que tu intención no es recta. Arrepiéntete y ruega al Señor, a ver si él te perdona ese mal pensamiento, porque yo te veo mal futuro.» 

El desgraciado muerto de miedo les suplicó: 

–Rogad vosotros al Señor por mí, para que no me suceda nada de eso que decís.

Aquí termina la historia, y el Nuevo Testamento se olvida del mago samaritano. Es ahí donde toma el relevo la novela de una relación especial de enemistad entre ambos Simones: Simón Pedro, el judío cristiano, contra Simón el Mago samaritano, en adelante no sólo anticristiano, sino el Anticristo. Un duelo que sólo cesará con la derrota y muerte del fundador oficial de la simonía. Sólo oficial, porque aquel enorme pecado ya estaba inventado, cuando Judas Iscariote vendió al Maestro por treinta monedas de plata. 


Un cuento que nos viene a cuento: 

Simón, el Anticristo volador

La literatura apócrifa sobre Pedro el Apóstol y Simón el Mago noveliza su reencuentro, como culmen de dos vidas paralelas. Es novela de magia, bien entendido que la de Simón era negra o demoníaca (goecia), y la de Pedro magia blanca o divina (teurgia), aunque por lo demás uno y otro obran milagros parecidos. Las Actas de Pedro (con Simón) y la Pasión de Pedro y Pablo son textos antiguos paralelos, cada uno a su aire, lo mismo que las cartas y charlas Clementinas, a nombre del falso Clemente, supuesto discípulo y tercer sucesor de Pedro como obispo de Roma y papa. De esa harina amasada con algún condimento salió en el siglo XIII el refrito Capítulo 87 de la Leyenda de Oro, como la ‘Historia de San Pedro Apóstol’ más popular desde entonces.

Estos cuentos de imaginación ya no tocan el tema de la simonía, que más tarde estudiaremos en nuestro Pedro Sánchez. En cambio se refieren a otro tópico no menos útil para construir la semblanza paralela del personaje que por algo llaman por metonimia ‘Mr. Falcon’. La adicción al vuelo ostentoso fue la otra característica de Simón Mago, también volador pertinaz y correlato profético del Anticristo.

La acción novelesca transcurre en la Roma de Nerón. Allí el obispo de hecho sería el apóstol Pablo, al frente de una iglesia expansiva, con infiltraciones en la aristocracia y en la misma casa y familia imperial. Tanto éxito es debido a la política aperturista de Pablo, no a gusto de todos: los partidarios de una iglesia cristiana leal a sus raíces judías ven mal la deriva y prepotencia de un cristianismo grecorromano más liberal, que rompe amarras con el judaísmo. En plena crisis de identidad, los conservadores exigen de Pablo una aclaración sobre su postura frente a Pedro. Éste, que no conoce Roma, aprovecha la invitación del colega para acudir y hacer ostentación de hermandad.

Pues bien, estudiando ambos apóstoles la situación creada, de pronto Pedro se entera de la presencia del Mago samaritano en la ciudad. Perdida la pista de su viejo enemigo, éste había hecho su aparición en la Urbe caído del cielo en sentido literal, pues tras anunciarse como el gran Simón el Mago, se presentó a una multitud expectante tal como lo había dicho, volando. Esto fue tal vez  antes de Nerón, en tiempos del emperador Claudio (45-54 del s. I), como debía ser, para dar tiempo a un ejercicio de san Pedro como obispo de Roma y origen del papado.

Foto Belosticalle, Teruel, 2021

Semejante debut aeronáutico del Mago era de llamar la atención general. Como cualquier colega, Simón traía su programa empezando por lo más sencillito a los más dificultoso, como pide la ley del espectáculo. Adivinación del pensamiento, escamoteos, cabezas parlantes, el niño deshuesado contorsionista o la chica cortada por la cintura y recompuesta, eso estaba muy visto. A partir de ahí empezaba lo más inquietante de su repertorio: convertir piedras en pan, mejor que Cristo, y viandas hasta saciar al graderío; mudarse de edad y sexo en ambos sentidos, como Cristo no supo; suicidarse y resucitar, hacerse invisible sin dejar de estar presente... Y aquel número final que siempre levantaba un ‘¡oooh!’  estentóreo audible en toda Roma, seguido de silencio. Tomada carrerilla, Simón despegaba de la arena y levitante pasaba por encima de una larga hilera de comparses hasta hacer pie con toda naturalidad, si es que no desparecía en el aire:

–Esto no lo haces tú, Pedro, que ni siquiera mantuviste el tipo caminando sobre las aguas.

Así se mofaba el mago de su rival, el apóstol que le denegó, ¡a él!, el Espíritu Santo.

En la esfera sublunar, sometida al imperio de las leyes físicas, el vuelo sostenido y el movimiento ascensional no causado por el viento era atributo de las aves y demás volátiles, como también de seres etéreos en contacto con lo divino. Por eso era tan importante para Simón hacer demostración de esa facultad, como ensayo de su apoteosis en vida. Simón el Samaritano –a él no le hacía gracia la mención de su origen– ya no se conformaba con ser la Potencia de Dios y suplantaba al propio Jesucristo, minando su iglesia para acrecer la suya propia de los simonianos. No la simonía del toma y daca, sino otra herejía mística, centrada en el culto a la persona divina de Simón hijo de Dios Padre

Pedro y Pablo en disputa con Simón Mago en presencia de Nerón
Fresco de F. Lippi en la Capilla Brancacci, el Carmen de Florencia

Pedro, que nunca fue de intelectual por la vida, no estaba en plan de discutir la ideología simoniana sobre emanaciones o procesiones divinas, aburriendo a un público ávido de espectáculo y acción. La derrota de su adversario no era cuestión de palabras, sino de obras. El propio mago tampoco pedía otra cosa, bajo su barniz de ideólogo.





Y aquí los apócrifos nos desconciertan a veces con la calidad, digamos, algo ramplona de los milagros de Pedro, como para un público fácil de contentar.

Por ejemplo, cuando el apóstol va a la residencia de Simón y el portero le dice (como tenía mandado) que no está en casa. 

–¿Con que no? Vamos a comprobarlo.

Pedro encara a un mastín enorme encadenado que guardaba la puerta:

–Tú, perro, ponte a dos, como caminamos los humanos, ve a la cámara de Simón el Mago y le avisas que tiene visita de un viejo conocido de paso por la ciudad.

 Así lo hace el can, que cumplida su misión abandona su postura bípeda y el lenguaje humano, se echa a los pies del apóstol como para dormir y, no se sabe por qué, allí queda muerto el pobre animal.

Uno esperaría un milagro algo más lógico, como sería dar vida y voz al perro del ‘cave canem’ en mosaico que solía adornar el pavimento a la entrada de las viviendas, como aquí en mi tierra el ‘ongi etorri’ escrito en el onguietorri o felpudo de bienvenida. 

 


Pero leamos lo que sigue. Con san Pedro venía golpe de curiosos en expectativa de milagro, de modo que mientras el mago se hacía esperar, el santo apóstol para entretener el tiempo y callar a los impacientes clava la vista en una sardina arenque colgada en un mirador que daba a una piscina:

–¡Eh, vosotros! Si os hago ver ese arenque nadando como pez en el agua, ¿creeréis en aquél que yo os predico?

Responden a una que sí, y acercando el arenque a la piscina le ordena:

–En nombre de Cristo, en quien estos todavía no creen: vuelve a la vida y ponte a nadar.

Dicho y hecho: «lo arrojó a la piscina, y en efecto, todos vieron al pescado en conserva nadando. Y no por breve rato, como de visto y no visto, sino lo bastante para que nadie dudara, de modo que algunos hasta le echaban migas de pan…» (Actas, cap. 13).

De nuevo, otro milagro que, ya metidos en mosaicos semovientes, también podría haberse referido a una figura musiva, pues abundaban en representaciones de toda suerte de pescados y fauna acuática.

Pero dejémoslo estar. Semejantes bromas, dignas de un Luciano de Samosata, ensartadas una tras otra de cualquier modo, hacen pensar si estos apócrifos no serán parodias de sátira anticristiana censurada y reciclada en obras de edificación y propaganda.


Del final de Simón Mago hay una serie de variantes. La más popular fue que su carrera acabó en Roma como había empezado: en vuelo mágico, pero esta vez con accidente fatal. Un remedo frustrado de la ascensión de Cristo. No por nada, el grabado famoso de la caída de Simón en la Crónica de Nuremberg por Hartmann Schedel va colocado en la Edad Séptima y última del Mundo, donde se trata del Anticristo. Tomen buena nota los gobernantes abusones de máquinas  volantes para satisfacción de su ego.

El último vuelo de Simón Mago cuenta con abundante representación gráfica. Por ejemplo, en la catedral de Autún (Francia, s. XIII), dos de las notables pilastras acanaladas de la nave central representan su despegue y su caída, respectivamente. Ambas escenas ocurren en presencia de los apóstoles Pedro y Pablo, el primero reconocible por llevar en mano una llave descomunal. Detrás de él, su asesor Pablo le apremia para que derribe al enemigo triunfante. 

Vuelo y caída de Simón Mago. Ahorcamiento de Judas (Autún, Francia, s. XII)

En el primer capitel, Simón se eleva desde lo alto de un árbol, que parece ser una higuera, reminiscencia del ahorcamiento del primer y mayor simoníaco, Judas Iscariote el traidor, también representado en un tercer capitel. El volador, un hombre todavía joven en túnica corta, usa un ultraligero sin motor de lo más sencillo: dos pares de alas sujetas a los brazos y piernas. Los brazos abiertos ilustran de forma intuitiva el funcionamiento de las alas delanteras; no así el segundo par en las extremidades inferiores juntas, a menos que se suponga algún vínculo mecánico invisible con el aleteo de los brazos.  El otro capitel representa la caída en picado de un pobre Ícaro cuyo rostro refleja el horror y la desesperación, la lengua colgando fuera de la boca: siempre la reminiscencia de Judas, que según tradición antiquísima no murió colgado, pues rota la soga vino a reventar contra el duro suelo. Aquí, a la derecha de Simón-Judas, un gran demonio en cuclillas se burla de él y le remeda sacando la lengua.  

Es  de notar que estas escenas se eligen para aleccionar a clero y pueblo sobre el pecado de simonía medieval en una coyuntura de escándalo sobre el particular, tanto en la propia diócesis augustodunense como en otras de Francia y Europa.


Personalidad del Mago Anticristo

Antes nos hemos asomado a la capilla Brancacci, en los carmelitas de Florencia, para ver a un Simón Mago desafiante como favorito de Nerón. Ahora nos trasladamos a la catedral de Orvieto y su Capilla Nueva, o de San Bricio, donde a su primer pintor ‘Fray Angélico’ de Fiésole (1447) le sucedió en el encargo medio siglo después Luca Signorelli (1499), con todo respeto pero también con inmensa ventaja, como maestro de un arte nuevo de pintura más recia y ya completamente humana. Más aún, precursor manierista y adelantado de la ‘terribilidad’ miguelangelesca. Así lo reconoció el propio Miguel Ángel, que visitó esta capilla y dejó pruebas de su admiración a Signorelli sobre todo en su Juicio Final de la Sixtina (15036-1541).

En Orvieto no vamos a recrearnos en las escenas equivalentes de resurrección, juicio y destinos definitivos de aquellos cuerpos de anatomía prodigiosa. Tras una visión panóptica de la capilla –gentileza de Haltadefinizione–, nos fijaremos en el gran fresco de la Historia del Anticristo, injerto libre de la leyenda apócrifa de Simón Mago en el último acto de la Apocalipsis de Juan.

Luca Signorelli, Historia del Anticristo  © Haltadefinizione

De nuevo Simón Mago como trasunto del Anticristo: el gran traidor antisistema y grandísimo embustero como hijo del Diablo, primogénito de Satanás, padre de la Mentira (Juan, 8: 44). La ‘historia’ –o descripción, como decimos ahora– de su desgobierno tiránico se despliega simultánea en espacios/capítulos de lectura ordenada en bustrofedón o zigzag, de izquierda a derecha y de abajo arriba. Dos personajes vestidos de negro –el uno seglar, el otro un fraile dominico– situados ‘fuera de obra’ en el ángulo inferior izquierdo, a modo de letra capital indican el comienzo de la lectura.

El caballero seglar que mira al espectador es autorretrato de Signorelli, y el religioso a su izquierda es sin duda su homenaje al antecesor difunto Fray Angélico. También cabe interpretar que le resucita y le trae a la capilla para que vea cómo el proyecto que el pintor dominico dejó sólo empezado por las bóvedas en su etapa de agotamiento ha sido cubierto por él, mastro Luca, por  las cuatro paredes, en uno de los ciclos más sorprendentes de la pintura italiana y universal.


El contraste entre Signorelli y el Angélico no es sólo artístico-técnico, es ante todo mental: el que media entre una cosmovisión a priori, optimista para el caso pero anclada en el medioevo, y una consciencia empírica moderna sin pizca de optimismo para abordar la realidad del fraude, el perjurio, el soborno simoníaco y la entrega al mal, como ideario de gobierno.

Es lo que hace tan actual la visita a la Capilla Nueva. A simple vista, Signorelli cobró por pintar para su tiempo: detalles y retratos de gente que en su momento vivían la historia; hoy mapa mudo, caras sin nombres y nombres para caras, ejercicio de eruditos, indescifrable y sin mayor interés para el turista de hoy. Lo bueno es que cobró también por pintar para todo el mundo el doble destino final de cada uno de nosotros. Porque, no nos engañemos, si el juicio general simbólico separa a buenos y malos como en dos espejos, cualquier humano de mirada limpia se reconoce a la vez entre los elegidos y los réprobos.

Con todo, lo mejor del artista es lo que, sin cobrar por ello, regaló de su genio a las generaciones futuras, como profecía/adivinanza. Toca jugar e interpretar.

Nuestro cicerone Signorelli nos advierte que las escenas son desagradables. ¡Y tanto!: justo a la entrada pasamos de largo como que no vemos a un asesino a sueldo con el cordel en faena de estrangular a su tercera víctima. Con esto nos ponemos en el gran escenario de la Tiranía y Desgobierno del Anticristo. Es como un desarrollo a lo grande de la lámina del Schedel que abre este artículo.


El sermón del Anticristo


En primer término aparece el Anticristo predicando. Su público más atento, agrupado a la izquierda, incluye a la mayoría de mujeres pero también a varones seglares y algunos clérigos. Un usurero judío pasa entre ellas repartiendo dinero, que una con aire de prostituta recibe, mientras otra con toca de beata lo sopesa. Destaca en primer término el varón aplomado en sus calzas ceñidas de bandas de colores, vuelto hacia el grupo, y que bien pudiera ser un sayón en espera de servicio. Es la táctica del maligno con los suyos: o soborno, o paseo, a elegir. A todo esto, el grupo de la derecha, distraído y enredado en discusión, ofrece la mayoría de supuestos retratos de gente conocida. El perfil de Dante (centro de la última hilera del grupo) es de los que se reconocen al punto, y la Commedia dio inspiración a todo el ciclo pictórico.


Pero sin duda la invención más ingeniosa de Signorelli –ya insinuada en el grabado de Nuremberg– es su Anticristo: un desmayado sosias de Cristo como títere del Demonio, que le sostiene por detrás mientras le sopla al oído el discurso y le maneja prestándole el brazo izquierdo en el gesto oratorio. 
No cabe manera más inmisericorde de pintar el triste papel del que pretende alcanzar el Poder absoluto al modo de Simón, pagando por ello. Lo que consigue es la sumisión y total dependencia del que le sostiene. Este cuadro nos hace recordar, entre las barracas de feria, los telones de fondo con las caras recortadas para retratarse la gente en cualquier situación cómica o ridícula. Pongamos por ejemplo a Carles Puigdemont asomando la jeta entre los cuernos del demonio, y de inmediato asociamos a quién le corresponde prestar la suya al pobre muñeco-títere. Ya puede Don Narciso imaginarse el amo del mundo, que hasta los puntos y comas de sus mandamientos le vendrán dictados por otro.

Todavía un tercer grupo del fresco apiña a frailes y doctores en torno a un dominico con un libro abierto, con un joven al lado calculando con los dedos, mientras otro fraile de espaldas apunta con la izquierda levantada a lo alto. Están
tratando de hacerle el horóscopo al Contra-Mesías o Anti-Cristo y para ello necesitan conocer la fecha exacta de su nacimiento.  La misma que preocupará también, ya en nuestros días, al buen teólogo de Deusto, padre Ángel Berriatúa (Álex Angulo), el  que tanto me sorprendió en El día de la Bestia (Álex de la Iglesia, 1995). Fue cuando de pronto le veo en pantalla ante el escaparate de una librería madrileña goloso mirando, y luego dentro consultando gratis La Magia demoníaca de Martín del Río. Comprensible: era la primera vez –también la última, muy probablemente– que una obra mía se anunciaba, siquiera de forma subliminal, en un primer plano de cine. Presagio también de que el libro –como avisó Cervantes– me daría tanta fama como dinero, ya que, según el editor, «no tuvo compradores»; por cuyo gravísimo delito fue ajusticiado en la guillotina. Conque si alguien guarda por ahí un ejemplar, sepa que tiene una rareza bibliográfica. De nada.


Del ‘bla, bla, bla’, por la fullería, al ‘colorin, colorado’

Curiosidad: ¿de qué va la prédica del Falso Mesías? Monserga, basta mirar a la gente. El artista no se ha esforzado lo más mínimo en sugerir nada interesante, no digamos sugestivo. Ahora bien, tratándose de una perorata progresista por autodefinición, tiene que ser autobombo contra toda evidencia, empezando por la muletilla de moda: «nos dejamos (o dejaremos) la piel» en esto o lo otro. Simón Mago habla desde una «corresponsabilidad de gobernanza» mercada para el solo pero en bien de todos con enorme sacrificio personal, «haciendo de la necesidad virtud» (sic), porque es el único modo justo de repartir suerte a lo Luis Candelas. Adivinamos al títere queriendo hacer ver que si no vivimos en el mejor de los mundos es porque la oposición se opone, pero todo eso se va arreglando gracias a nosotros, pasen y vean.

Así lo hacemos, y lo que vemos estremece. La descomunal Moncloa del Mago no preside un escenario de paz, sino de represión representada por oscuros gendarmes en faena. A los tres inocentes estrangulados de la entrada se suma la degollación de otros dos en plano medio a la derecha, mientras en el otro extremo, en pleno alboroto, media sociedad machaca a la otra media. ¿Terrorismo? La magia sabe hacer maravillas con las palabras. ‘Palabras mágicas’ son las que obran lo que quiere el mago en cada caso, digan ellas lo que digan. Terrorismo sin terror como purrusalda sin puerro; terrorismo «no violento», incluso «respetuoso de los derechos humanos».

A todo esto, el  Anticristo pelele del Demonio a su dictado dicta y ‘traslada’ –como han puesto de moda repetir los ministros del Gobierno imitando a su jefe–, la lista de pagos simoníacos a sus acreedores. Primeramente una ley de supresión de de ciertos delitos en el Código Penal, en atención a ciertos socios delincuentes condenados en firme por ellos; ley a juego con otra de Indulto a los mismos. Y ahora nuestro Simón-Mago anda con el más difícil todavía: una Ley de Amnistía ‘a la carta’, no cortada sino estirada y vuelta a estirar a la medida de otro socio delincuente fugado de la Justicia, Puigdemont, que no fía un pelo de su plica polaca por la palabra de su seguro salvador, si éste se apellida Sánchez.

 


Es evidente que en el país de maravillas las cosas no van del todo bien. Por eso se hace necesario, a sus tiempos, distraer de la realidad con algún truco de magia. Hoy suelen ser bailes de números y curvas, de modo que sanidad, paro, salarios, inflación, impuestos, vivienda y demás indicadores de estado y cambio social sepan estar a la altura del gobierno más progresista de la Democracia. Con esto, y un varapalo a lo oposición que «no arrima el hombro» o «no sabe estar» y encima «es faltona», en el salón parroquial o la elitista rueda de prensa el aplauso está asegurado. En tiempo de Signorelli, como vemos en el fresco, el público exigía más por sus palmadas: milagros de otro género, los de toda la vida.  ¿Qué tal una resurrección como las que hacía Cristo? Así vemos, en el centro mismo del teatro, al Anticristo Mago monclovita con su peña, en actitud de dar el alto a un pequeño cortejo fúnebre de un joven, hijo único. Andas en tierra, el taumaturgo devuelve a esta vida al falso difunto, que encantado de ella bate palmas abriendo el aplauso. Con una inclinación, el mago corresponde.


Tanta monserga, fraude y desgobierno terminan agotando la paciencia divina. El último acto de la comedia es la caída del Anticristo. El desgraciado se propuso asaltar los cielos, y un arcángel de muy malas pulgas le corre a mandobles. También aquí el traidor se precipita de cabeza. Por ley del Teatro, el desenlace se acompaña de gran tramoya, con efecto de rayos y truenos. La caída del Gran Impostor coge de sorpresa a sus partidarios que sucumben junto a sus víctimas del partido contrario.

Una traca final se cierra con misteriosa ‘lluvia de oro’. Simón, como Judas, es rechazado junto con su dinero, como diciéndole que el Cielo no se compra. 

Ya, pero, «¿y todo esto, quién lo paga?» 

_________________________________________________________


Amigo Jesús Mari

Hasta aquí la primera entrega de dos, y la más larga. Te explico el porqué.

Me he entretenido virtualmente en la Capilla Nueva de la catedral de Orvieto, como habría querido hacerlo en persona el verano pasado que estuve allí, y no pude. Primero, porque estaban en la misa dominical, y bastante hice con arrimarme devotamente por la banda de la epístola, con un guarda de vista encima a punto de echarme la bronca, y acabada la misa todos a la calle, porque la visita turística de pago se abría más tarde. Para entonces, ay, ya estábamos secuestrados, plaza por medio, en el Palazzo Faina con su riquísima colección etrusca, que era el tema de la excursión. Olvídense de la Catedral, adios Signorelli. 

En todo caso, mi monserga no es como la del Anticristo, inspirada por espíritu malo ni bueno, sino por el cabreo que me produjo, desde una ventana alta del museo, ver enfrente a la gente entrando a saciarse de Luca Signorelli; y yo allí preso entre millones y millones de urnas y cachivaches todos iguales. Cabreo tal, que me llevó a desbarrar preguntando, de tanta pieza, qué proporción serían falsas.

Espero que la ilustración alivie el texto, al menos mientras no se evapore como a veces suele. Una enseñanza que ha sacado es que el ‘Antievangelio del Anticristo’ secundum Lucam Signorelli no es de lectura única. No lo son en general los grandes mitos de la Cultura, y eso es más bueno que malo.

A mí personalmente esta versión comentada me ha servido de desahogo.

Lee despacio.

Un abrazo. jm.