lunes, 2 de mayo de 2011

Teatro de sombras en Alaiza (y 2)

De visita con el Canciller Ayala


       «La Historia no es maestra de nada», escribió Eugenio Montale, aunque yo he leído eso mismo al maestro Caro Baroja en alguna parte [1]. Una boutade para contrarrestar el exceso ciceroniano: Historia, magistra vitae [2]. Pero maestra o no, algo se saca de la Historia. Por ejemplo, cuando vemos cómo se repite.
       Por ejemplo, en la Historia de España, la Guerra de Sucesión (1701-1713) que nos trajo a los borbones tuvo cierto precedente medieval en la guerra civil que contra Pedro I el Cruel movió Enrique de Trastámara e implantó en Castilla esta dinastía (1366). Lo notable de ambos casos fue la misma intervención extranjera, Francia frente a Inglaterra, en territorio peninsular. Algo que vuelve a verse también en la Guerra de Independencia.
       Pero la cosa es más profunda. Leyendo las crónicas hispanas de la Baja Edad Media como las escritas por el historiador-testigo Pedro López de Ayala (1332-1407) se vive una paradoja de dejà vu; pues en efecto, el feudalismo señorial a la española fue lo más parecido al actual estado de autonomías. El sistema feudal debilitó a la realeza, aquí como en otras partes. Hasta que de una u otra forma se abren paso los estados modernos –aquí desde los Reyes Católicos. Lo notable es que ningún otro país ha resucitado el feudalismo en versión democrática, salvo España. Y el retro motor de esta regresión histórica han sido los nacionalismos periféricos, con su pulsión separatista.
       ¿Y qué decir de las famosas behetrías? Así se llamaban en el siglo XIV muchos lugares de señorío un tanto especial, atribuyéndose el derecho a cambiar de señor cuantas veces quisieran:

«E dicen que todas estas behetrías pueden tomar y mudar de señor ‘siete veces al día’, e esto quiere decir, quantas veces les ploguiere, e entendieren que las agravia el que las tiene… E por esta razón dicen ‘behetrías’, que quiere decir, ‘quien bien les ficiere, que los tenga’» [3]

       Vamos, que aquellos pueblos reivindicaban un derecho de autodeterminación permanente, que para sí lo quisiera el ‘Plan Ibarretxe’. Fue en las primeras Cortes de Pedro I cuando se quiso poner coto al abuso, elaborando un catálogo o registro, el Becerro de las Behetrías, que cualquiera puede bajarse gratis aquí, si le pica la curiosidad de saber qué lugares eran aquellos. Desde luego, ninguno en el País Vasco. [4]
       Como no soy historiador, admito que los párrafos anteriores puedan contener alguna interpretación errada. Aun así, la Historia es para cualquiera una fuente de reflexión, y en este sentido algo enseña. Lo bueno es cuando lo hace deleitando, como es el caso de Ayala en su Crónica de Don Pedro y en las otras que compuso o se le atribuyen.
       Nuestro autor es preciso en las fechas y las personas, y dejando para otros la descripción de ceremonias y torneos se centra en los hechos escuetos, con sus relaciones y causas. Como buen pedagogo (pues iba para clérigo), le gusta explicar el significado de los nombres y las cosas; como también se fija en precedentes jurídicos y derecho consuetudinario.
       Mi admiración al Canciller, lo confieso, tiene algo de debilidad, por vivencias tan personales como fue tomar conciencia de este mundo viviendo en un caserío del mismo valle de Ayala, muy cerca del solar de Quejana, su torre, palacio y convento de ‘dueñas predigaderas’ –esto es, monjas dominicas–, una de ellas de la familia [5]. Era un lugar como mágico donde, por deseo del fundador don Fernando, padre del Canciller, hasta veinte religiosas estaban dedicadas a hacer guardia y ‘servir’ a una reliquia rara:

Allí está un cabello de la Virgen María
de su santa cabeça, que cualquier lo vería,
en quien tomé e tengo devoçión grande mía,
al qual sirven duennas de orden oy en día. [6]

       Ahora bien, sin tales impresiones, cualquiera tiene a mano la Crónica, en especial desde el año 1366 [7], para disfrutar en directo de un relato magistral tan instructivo como rigurosamente histórico. Su texto y notas son el mejor telón de fondo y comentario para contemplar con provecho el mural bárbaro de Alaiza.
       Quede entendido que la relación del mismo con lo de Nájera es conjetura. El argumento puede referirse a algún otro episodio de una época saturada de guerras y, tampoco se olvide, con el azote de la Peste Negra que se llevó al rey Alfonso XI (1350).

       En guerra por la corona
       La guerra civil fue de naturaleza mafiosa. El rey Pedro era el único hijo legítimo de Alfonso XI casado con su prima hermana María de Portugal (m. 1357). Frente a él, hasta una decena de bastardos de Alfonso con su querida, bella y prolífica doña Leonor de Guzmán. Con tantas hechuras, la dama se creció y plantó cara a la rival portuguesa, que aceptó el envite. El candidato por Leonor era su hijo Enrique, secundado por sus hermanos. Uno era Tello, que por matrimonio fue Señor de Vizcaya.
       Fue la hora de la compraventa de alianzas. También de las liquidaciones expeditivas, una especialidad de don Pedro, que por eso se le dijo el Cruel. Los políticos no miraban bien semejante saña, cuando lo práctico entonces era el cobro en efectivo, no en sangre. Hasta los papas de Aviñón lo vendían todo, prebendas, privilegios, perdones; el propio Ayala lo comenta como un mal ejemplo del clero a los seglares.
       A Pedro se le iba la mano. Entre él y su madre despacharon primero a doña Leonor de Guzmán (1351). El rey después fue liquidando a sus hermanastros vivos que tuvo a mano, empezando por el gemelo de Enrique, Fadrique (1358), en el Alcázar de Sevilla. De allí vino persiguiendo a Tello hasta Vizcaya, que si no se embarca en Bermeo, allí lo mata. Aun así, el rey le siguió por mar, pero no pasó de Lequeitio, cuando el otro ya estaba en Bayona, «que es del señorío del Rey de Inglaterra». Otro bastardo víctima de su ira sería su tocayo Pedro (1359).
       Otro deporte del Cruel, a la moda del tiempo, fue la defenestración, es decir, tirar al enemigo vivo o muerto por una ventana, como quien dice ‘agua va’. Tal hizo, por ejemplo, con el infante don Juan de Aragón, empeñado en suceder al fugado Tello en el Señorío de Vizcaya. Don Pedro tenía decidido y acordado que los vizcaínos no tendrían ya otro señor sino al rey. Así que cuando el aragonés se puso cabezudo no hubo más remedio que ablandarle la testa con aquellas mazas como las que vemos en Alaiza.
       La operación quirúrgica no fue nada fácil, tal como lo cuenta el Ayala, muy bien enterado porque su familia por entonces todavía estaba con don Pedro. La escena tuvo lugar en Bilbao, en Belosticalle esquina a la plaza de la Ribera, donde está el hércules heráldico que me sirve de icono; pero no en el palacio actual, del siglo XVI, sino en el edificio anterior, del que sólo quedan restos.
       Muerto el infante,

«el rey mandóle echar por unas ventanas de la posada do posaba a la plaza, e dixo a los vizcaínos, que estaban muchos en la calle:
–Catad y vuestro Señor de Vizcaya, que vos demandaba.»

       La escena, y el ensañamiento que siguió, está todo muy bien contada por Ayala [8]. Hacía tan sólo dos semanas de lo de Fadrique en Sevilla, a 200 leguas de Bilbao, más el rodeo del Cruel por Palencia y Bermeo, para hacerse una idea de su furia loca. No es extraño que a las gentes de buen juicio (como eran los Ayala) les pareció que «los fechos del rey don Pedro no iban bien enderezados». Era la hora de mudar de bando.

        Las Compañías
       Es sabido que ambos bandos, el rey y el pretendiente, contrataron ayuda militar extrajera. Las primeras compañías vinieron de la parte francesa al servicio de Enrique. Desviadas de allí con la bendición papal, aprovechando una tregua entre ingleses y franceses, porque estaban arruinando aquel país. Las llamaban ‘Compañías Blancas’, o ‘la gente blanca’, no se sabe bien por qué. La soldadesca en general se conocían como malandrines. El armamento era novedoso:

«Ay comenzaron las armas de bacinetes, e piezas, e cotas, e arnés de piernas e brazos, e glaves, e dagas e estoques; ca antes otras usaban, perpuntes, e lanzas, e capellinas…»

       El bacinete vino de Francia por entonces. Al rey de Castilla le gustó tanto la prenda, que hasta en su testamento la nombra, y por él se llamaron dompedros los propios bacinetes, incluidos los orinales.
       El jefe más popular de los Blancos era el bretón Beltrán Du Guesclin, hombre muy inteligente aunque por lo demás analfabeto que, o no sabía leer, o hacía como si no supiera.
Don Pedro, por su parte, en Burdeos se echó en brazos del Príncipe Negro, que procedió como si la guerra fuese suya (acuerdos secretos de Libourne, 1366). Su preció fue exorbitante, en préstamo dinerario, pero sobre todo en cesión territorial. Nada menos que el Señorío de Vizcaya, más Castro Urdiales, y de Guipúzcoa todos los puertos, desde Fuenterrabía. El resto no, porque junto con Álava y la Rioja estaba prometido al rey Carlos II el Malo de Navarra, por una ayuda de 200.000 florines y dejar paso a los ingleses.
       ¿Con que Vizcaya inglesa? Bueno, en teoría sólo como feudo, convirtiendo al inglés en vasallo de Castilla. La realidad era más cruda, no estando el rey en condiciones de poner coto a semejante aliado. Ayala da a entender que el rey no tenía intención de cumplir, ni los vizcaínos («gente fiera como son») de recibir al extranjero. ¿Importaría esto un comino a Eduardo, si entendía que Vizcaya era suya? Seguro que no. De todas formas, en 1371 regresó para siempre a Inglaterra y se desentendió de nosotros, tal vez porque ya entonces padecía del mal crónico que en 1376 acabó con él, un año antes de morir su padre Eduardo III.
       El armamento inglés era superior, lo mismo que su táctica, y eso que ya se había demostrado en Francia se confirmó en Nájera. Enrique perdió totalmente la batalla, en parte gracias a su hermano Tello, que no hizo nada por impedir la derrota. Dicen unos que por cobardía, pero también puede que por cálculo.
       También Enrique de Trastámara se salvó a uña de caballo ayudado por los Luna aragoneses, que le condujeron a Francia. En vano tras la batalla anduvieron ingleses y castellanos buscándole entre los caídos. El Príncipe Eduardo preguntó en francés:
       –Lo Bort es mort, o pres? (El Bastardo es muerto, o preso?)
       Y al decirle que ni lo uno ni lo otro:
       –Non ai res faict. (No se ha hecho nada)
       Fue su lacónico y lúcido comentario. Nada se había hecho, en efecto, con el pretendiente en libertad y el rey Pedro desaforado como nunca, matando a los prisioneros más destacados en vez de venderlos por rescate.
       Una de las medidas de Enrique, ya antes autoproclamado rey de Castilla, fue respecto al Señorío de Vizcaya confirmar el paso dado por Pedro I, anexionándolo para siempre a la Corona. Una corona muy tocada, parte por desprecio al advenedizo fratricida, parte por el costo de la operación, pagado a tocateja con títulos de nobleza y cesión de señoríos y tributos por el nuevo don Enrique el de las Mercedes. De las ‘mercedes enriqueñas’.
__________________________
[1] E. Montale, en su poema nihilista La storia. Su frase completa reza: La storia non è magistra / di niente che ci riguardi (‘la historia no es maestra de nada que nos concierna’).


[2] De oratore, 2, 36: «La Historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, anunciadora del vetusto pasado».
Frente a eso, Caro insiste: “Una vez más hay que invertir los términos y decir que la historia no es maestra de la vida, sino que la vida es maestra de la historia” (Las formas complejas de la vida religiosa, Galaxia Gutenberg, 1995, pág. 337)

[3] Crónica, año II (1351), 14.


[5] Este convento se ha cerrado hace tres años (2008)

[6] Canciller don Pedro L. de Ayala, Rimado de Palacio, estr. 847 (BAE, Poetas castellanos anteriores al siglo XV. Madrid, Rivadeneyra, 1864, págs. 453-454).

[7] Desde aquí.

[8] Crónica, año IX (1358), 3.


3 comentarios:

  1. Sin negar la querencia de Don Pedro por la eliminación sumaria del contrario, hay un elemento que contradice esa teoría.

    El primer enfrentamiento entre Pedro y Enrique se produce en Asturias. Enrique se levanta contra su hermano en las tierras que recibió en herencia de su tutor, Álvarez de las Asturias, cuyo solar estaba en Nava.

    Don Pedro concentra sus tropas (previo paso por el castillo del Conde de Benavente donde conoce a la señorita doña María de Padilla y contrae matrimonio con ella, pese a que estaba comprometido con la señorita de Borbón, con la que se casaría meses después y acabaría ordenando asesinar en Sevilla muchos años más tarde, sin que llegara a consumarse el matrimonio, mediante la habilidad certera de uno de sus ballesteros) en el concejo de Cabranes, señorío real, al tiempo que lugar muy agreste que favorecería, si las cosas se ponían feas, el combate con su levantisco hermanastro en una retirada estratégica de los relativos llanos de Nava.

    Venció a Enrique, pudo matarlo; pero le otorgó su gracia y volvió a reincidir más de una vez en ese error, hasta que Enrique logró conducirle a una emboscada y asesinarle.

    Por cierto: las dos hijas de don Pedro I se casaron con el Duque de York y el de Lancaster. La hija nacida del enlace con el de Lancaster sería la madre de Juan II, abuela de Isabel la Católica. La ayuda de los Luna a don Enrique, les llevaría a Castilla y uno de sus más desafortunados vástagos, don Pedro, bastardo del copero real engendrado en la esposa del jefe militar del castillo de los Luna en Cañete, bajo la tutela de su tío, el Papa Luna, acabaría siendo el ayo real de don Juan y todopoderoso condestable Álvaro de Luna.

    Una etapa apasionante de la historia de España que no está tan alejada de nosotros como pudiera parecer. De hecho, la reina era una lesbiana confesa que tuvo dos validas y murió de obesidad y el rey Juan y su valido, aunque fueron estadistas de gran altura, pecaron de un buenismo y una condescendencia bastante parecida a la de nuestro gobierno actual, que sumió a Castilla en el caos.

    Magnífica entrada, don Belosti. ¡Lo que me hace disfrutar!

    ResponderEliminar
  2. En Nájera los castellanos tuvieron ocasión de comprobar, a su pesar, la eficacia del arco largo galés, que fue un arma imbatible durante mucho tiempo. Me sonaba haber leído que el Príncipe Negro había perdido algunos dientes en la batalla de una pedrada, pero no he encontrado ninguna referencia en wikipedia. Saludos.

    ResponderEliminar
  3. No subestimemos las viejas armas paleolíticas, Navarth. Sólo de pedradas bíblicas podríamos llenar un libro, poniendo en portada el David de Miguel Ángel con su lanzapelotas etc.
    El problema con la honda era de prestigio, cosa de rústicos y pastores. Pero sabían perfectamente que una buena honda bien manejada merece un respeto. La narizota picuda que le añadieron al yelmo, como se ve en Alaiza, seguro que funcionaba como amortiguador de peladillas…
    Y aquella impresionante ‘tortuga’ (testudo) que formaban los leginarios romanos con sus escudos, ¿verdad, amigo mío, que exaltó alguna vez su fantasía infantil?

    Muy de agradecer igualmente sus precisiones y ampliaciones, doña Carmen, enlazando este relato con los tiempos de don Juan y don Álvaro, no menos apasionantes.
    Aunque le diré que por aquí, en la enseñanza escolar, todo eso se ha reducido a ‘Historia de España’, y eso significa ahora historia ajena, algo que nos toca de refilón, o que no nos concierne en absoluto. Borricos.

    ResponderEliminar