lunes, 17 de enero de 2011

Soñar en celta (1)



Cuando Mario Vargas Llosa dio por terminada su último libro, El sueño del Celta –biografía novelada de Roger D. Casement (1864-1916)–, no tenía idea de que ese mismo año sería Nobel. Menos la tenía yo, que por entonces, junio del año pasado, me referí a Casement sin conocer siquiera ese proyecto del escritor a quien tanto admiro.

Mis notas sobre el Congo Belga del rey Leopoldo II, que al final crecieron en pequeño estudio de 30 páginas (Belosticalle, 8, 18, 23 y 28 de junio 2010), se centraban en un punto crítico de interés muy personal, como refleja el título: ‘El silencio de los moruecos: La Iglesia Católica ante el Congo Leopoldino (1885-1909)’. Aunque citaba a Casement –pues cómo no, por su Informe (1903) sobre tanta barbaridad silenciada, y por su papel en la humanitaria Asociación pro Reforma del Congo–, ‘el Celta’ no era mi protagonista. Por eso me limité a recordar de su vida lo que más impacta: su final trágico, con deshonor y horca, por alta traición a la Corona Británica.

Por supuesto, ya he leído la novela de Vargas Llosa, y como escritor sin público me da envidia admirativa, en las librerías, ver esas columnas salomónicas de ejemplares de El sueño –esos ‘altos’, como suele llamar él en su peruano a los montones o rimeros–. Mis horas con Mario me ha hecho volver con interés y empatía sobre el ser humano que fue Roger Casement.

¿Ha dado con él don Mario?
No hago crítica literaria. No sé, como otros, si el libro está o «no está a la altura de su autor ni de la historia que cuenta», si al novelista «le queda grande su personaje». Digo que me ha interesado, me ha informado y, en una palabra, me ha gustado. Pero no me ha colmado. 
Casement es una personalidad escurridiza de principio a fin. Una trimurti de personalidades en conflicto. Carne tentadora para novelistas y biógrafos. Pero Casement fue hombre de acción y agente histórico en una empresa no menos escurridiza, como fue el colonialismo. Al problema de sus motivaciones en los discutidos Informes Casement (sobre excesos coloniales en el Congo Belga y en la Amazonía peruana) se junta el Escándalo Casement de los desconcertantes Diarios Negros.
Y en esos barrizales históricos mi preferencia va por la investigación histórica, mucho más que por la novela. Incluso en la novela histórica, me gusta saber a qué carta quedarme, qué es ‘verdad’ y qué es invención. El autor, expresa y honestamente, se declara novelista (pág. 449); bien documentado, no cabe duda, pero sin el compromiso del historiador o el biógrafo con el dato. Mi impresión es que, en la bibliografía sobre el ‘Caso Casement’, este libro va a pasar como prescindible.
Como relato, El sueño del Celta me parece bien construido. Un acierto, ir presentando al héroe-villano como galería de autorretratos memorizados día a día, en las últimas ocho jornadas de espera angustiosa y dilemática del indulto o de la soga, en la cárcel de Pentonville. Un acierto pleno, el contrapunto del sheriff carcelero inglés, que detesta y desprecia al reo irlandés pero acaba empatizando con él. Un acierto, motivar los recuerdos al hilo de las visitas que recibe el preso, desde la sensible prima Gee, amor secreto de su juventud, pasando por la de su mentora en ‘celtismo’ irlandés, la erudita Alice S. Green  George G. Duffy, el abogado medio de oficio, y por último los capellanes católicos Carey y MacCarroll, o el verdugo y futuro suicida Mr. Ellis con su ayudante. Todo eso entretiene, pone intriga y hasta resulta buen truco para que tengas que releer el libro, porque tanto peinar la baraja te ha despistado.
Para mayor claridad, el discurso se parte en tres: ‘El Congo’ (125 págs.), ‘La Amazonía’ (199 págs.), ‘Irlanda’ (104 págs.). El relato se complementa con un  conciso epílogo post mortem, a modo de epitafio, catálogo de realia y recuerdos como guía del improbable peregrino sentimental, y un poco como justificación de autor. Nada parecido a un apéndice documental, ninguna orientación bibliográfica, una lástima. Ni un solo mapa de regiones inmensas, ignotas, que en tiempos de Casement entraban por vez primera en el Atlas.
Tres partes. Si de la primera restamos la introducción y primera etapa vital del personaje, queda para el Congo e Irlanda juntos la misma extensión que la dedicada a la Amazonía (200 páginas). Es lógico. Esta parte media fue la que movió el interés del escritor peruano, y es la más novedosa.
Tres partes. Algo así como tres avatares de un alma huidiza hasta de sí misma, en conflicto identitario religioso, étnico, ético. En triple conversión, que en realidad es trina y una: del idealista colonial al anticolonialista; del civil servant británico, al irlandés antibritánico; del protestante nominal, al católico formal. En suma: del Casement confuso, al Casement enigmático.
El novelista desarrolla sus tres partes como fases sucesivas de una biografía. Ciertamente la etapa amazónica fue consiguiente a la congoleña, cuando el diplomático británico era una celebridad respetada y denostada. Y la etapa irlandesa vino después de las otras, en lo que tuvo de traición y tragedia. Ahora bien, ¿fue Casement tan converso al nacionalismo? ¿Y una vocación tardía? Bueno, el libro no lo dice así, pero el hilo del relato lo deja suponer, quitando relieve a la conciencia nacionalista juvenil.

Los Diarios Negros
Empiezo por ellos, porque la intimidad sexual de Casement, como de cualquiera, en sí misma es irrelevante. La literatura diarística está llena de notas íntimas, a veces en clave, que los editores descifran para que el lector se entere de cuándo se masturbaba Amiel (otro que tal), o cuándo Samuel Pepys se iba de picos pardos.
Casement dejó notas de ese tipo, sólo que explícitas, muy crudas y reveladoras de un homosexual y pederasta. Ese material fue la base de unos Diarios que el Gobierno británico divulgó para difamarle y frenar la campaña en pro de su indulto. Lo primero lo consiguió de sobra, incluso entre correligionarios y antiguos amigos del desgraciado. En aquella sociedad era mucho peor que un fementido, un pervertido. La cuestión fue, y sigue siendo, qué hubo de verdad y de realidad en todo ello, y en qué medida tales ‘pruebas’ se falsificaron, en un país y una cultura de maestros en la especialidad del fake y del hoax.
En este punto, el novelista Vargas reconstruye varios episodios y contactos, todos fortuitos y tratados con castidad. Una última relación sentimental harto extraña, la que entabló en Nueva York (1914) con el joven aventurero noruego Eivind Adler Christensen, su amante y su judas.
Vargas Llosa es ecléctico: «Mi propia impresión –la de un novelista, claro está– es que Roger Casement escribió los famosos diarios pero no los vivió, no por lo menos integralmente, que hay en ellos mucho de exageración y ficción, que escribió ciertas cosas porque hubiera querido pero no pudo vivirlas.» Así de expeditivo.
Sin haberlos leído, no se puede tener idea formada, pero tampoco me entra en la cabeza un practicante de incógnito en las condiciones de Casement. Recuérdese, antes que diplomático ya había sido aventurero en África, precisamente a las órdenes de otro raro sexual como fue Stanley. Quien se figure que la selva congoleña o amazónica era buen escondite para nadar contra corriente en materia de sexo demuestra estar mal informado. Lo mismo vale para el diplomático en misiones ingratas, largos viajes siempre en compañía, en constante actividad. Si los diarios retratan a un obseso a tiempo completo, lo más probable es que estén muy, muy interpolados. Hay cosas imposible de ocultar; y como digo, la selva y otros despoblados no son de lo más discreto.
La Irlanda católica se sintió especialmente incómoda con los Black Diaries, a pesar de que Casement no era formalmente católico (v. pág. 369).Un estudio serio sobre el particular tendría que distinguir:  por una lado, una homosexualidad ‘normal’, digamos, –como la que en el relato unió por unos meses a Casement con Christensen (págs. 401-408)–, o como las catas erótico-esteticistas de cuerpos nativos hermosos; por el otro (que el libro ni menciona), una hipotética pederastia, incluso criminal y con abuso de poder, precisamente durante sus misiones de investigación humanitaria. Y aquí entraría la historia con ‘Charlie’, el negrito protegido de Casement, al que llevó consigo como criado durante 16 años (pág. 59). Lo cual, de contemplarse en serio, pondría al diplomático en inevitable parangón con sus compatriotas sacerdotes y religiosos adictos a cierta praxis tradicional que hace poco sale a luz, y no sólo en Irlanda.
Cambio de tercio.

Los motivos del cruzado
Este es, para mí, el aspecto más delicado de Sir Roger Casement. No su cruzada humanitaria en sí misma –la denuncia de los excesos coloniales contra pobres nativos–, sino el porqué. El filántropo irlandés Casement conoce a otro filántropo de origen francés, el histriónico Edmund D. Morel, que le viene muy bien para poner a la causa un rostro que no sea el suyo de diplomático. ¿Fue toda aquella alharaca filantropía en estado puro? Para el bueno de don Mario, parece como que sí. O, si se prefiere, deja que el lector lo decida. Y con los datos de una novela, eso no es posible.
Roger Casement, hijo de neuróticos, tuvo una personalidad neurótica, en perpetuo conflicto de identidades y lealtades. Esas preocupaciones las somatizaba hasta el masoquismo. Y los achaques le daban fuerte, qué coincidencia, siempre al comienzo de cada misión redentora.
Es verdad que contrajo paludismo, con reinfecciones tremendas. Un mal destructivo por sí solo, pero no contra nuestro irlandés. Sus dolencias, de lo más variadas, se hicieron crónicas, y como es frecuente en neuróticos, siempre domeñadas por una voluntad de hierro. Los que escriben vidas de santos conocen mucho de esto. Late en el fondo la idea obsesiva de «pureza de intención», con agonía incluso física, que una vez emprendida la acción se cura como por milagro, o no se siente.
De todas formas, el diagnóstico de neurosis no es temeridad mía. En Alemania, en la más violenta de aquellas crisis, Casement se atuvo a tratamiento psiquiátrico, incluso como interno por breve tiempo (v. págs. 428-431).
Como a los místicos neuróticos, la idea del suicidio no le fue extraña. «Ir a Irlanda, pensando que el Alzamiento está condenado al fracaso, es una forma de suicidio», se hace decir a un religioso irlandés (pág. 435). Pero el interpelado irá a Irlanda, e irá provisto de una dosis mortal de curare, por si los ingleses le capturan.
Volviendo a la cuestión: ¿Qué clase de Quijote fue Casement contra el Rey de los Belgas, Casement contra el Rey del Putumayo cauchero, Casement contra el Rey de Inglaterra?
Lo dejo en suspense, incluso para mí mismo.

(Continúa)

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